Por Gabriel Herbas
I
Cuando Angélica se despertó se
dio cuenta de dos cosas: primero, no estaba en su casa, segundo, tenía un
hambre atroz. Se incorporó de la banca del parque en que había dormido y revisó
su bolso, a pesar del desorden particular, todo estaba en su lugar. Otra
novedad, a pesar de haber amanecido en un parque no la habían robado, violado o
algo peor. Después de una breve mirada a su alrededor se dio cuenta de que
estaba en el parque de la avenida Humbolt con calle 33, el parque está ubicado
en un buen sector de la ciudad. Miró su reloj (un viejo CASIO digital que usaba
para ver la hora cuando su celular estaba descargado), marcaba las 4:33:20am.
– ¿Qué carajos? – Dijo para sí
misma – ¿Cómo es que…? – golpeó el cristal del reloj. Igual.
Se levantó y empezó a caminar sin
destino alguno, sin pretender llegar a ningún lugar en especial, no se sentía
mareada, pero si solitaria, las calles la hacían sentir nostálgica. Los
domingos las calles de la ciudad de Mérida están abandonadas, los domingos las
personas descansan y se preparan para una semana más en el infierno de sus
labores diarias.
– ¿Qué pasó anoche? – preguntó a
nadie. El susurro del viento fue la única respuesta.
De pronto, recordó a Daniela, una
amiga suya, vivía a tres calles de allí.
Se encaminó hacia la casa que
Daniela Medina compartía con su madre, su padre se había fugado con la joven
sirvienta cuando Daniela y Angélica aún eran compañeras de colegio, “eso suena
como a telenovela mexicana”, le dijo Angélica cuando Dani le contó y el
comentario no le hizo ni pizca de gracia a la chica.
Angélica no la veía desde la
graduación, hacía ya tres meses (titulada como no, promoción “honor a mis
padres”) y en ese corto periodo de tiempo, Daniela había pasado de “amiga” a
ser simplemente “ex compañera”, aun así, recordaba exactamente donde vivía.
Cuando pasaba por la calle 31 vio una botella vacía de Red Label tirada en la cuneta.
– ¡Claro! –Exclamó sin sorpresa,
pero feliz de recordar algo– por eso no recuerdo nada, si anoche bebimos como
locos… pero… –dudó– ¿qué celebramos?
Al menos una parte de su misterio
estaba empezando a esclarecerse.
Cuando llegó a casa de Daniela,
se alegró de verlas en el comedor, Dani y su madre estaban desayunando. Cruzó
el portal en el que años antes había habido una reja y llegó hasta la ventana
que daba al comedor, puso sus manos a ambos lados de su cara a modo de visera y
se pegó en la ventana para verlas mejor, ambas devoraban severos platos con
huevos revueltos y salchichas, acompañándolos con pan y café humeante. El
estómago de Angélica empezó a rugir.
Tocó la ventana con los nudillos,
esperaba sonriendo pues cuando la volteasen a mirar, ella adoptaría una pose
cómica de zombie típica de las malas
películas de terror actuales, pero sus cabezas no giraron, Dani y doña Aura
siguieron charlando y desayunando como si no hubiesen escuchado nada. Angélica
golpeó la ventana con más fuerza siendo igualmente ignorada por las habitantes
de la casa, molesta, se encaminó hacia la puerta principal y tocó el timbre
muchas veces, estaba decidida, ya no haría la pose zombie, ya no estaba de humor.
Nadie salió y Angélica se dirigió
de nuevo a la ventana para utilizar el último recurso:
– ¡¡Dani!! –Gritó, utilizando
ahora sus manos como altavoz – ¡ábreme! –Todo igual– maldita sea – dijo para sí
misma – ¡Daniela!, ¡doña Aura!... tengo hambre… – desistió y rodeó la casa, se
paró frente a la ventana del lavaplatos y cuando doña Aura se dispuso a lavar
los platos, Angélica la tuvo enfrente. Le gritó y le rogó, pero la señora ni
siquiera se percató de su presencia. Angélica empezó a sentirse invisible, como
la chica de esa película infantil, Los Increíbles.
II
– Invisible, hambrienta y sola –
se dijo – ya me siento como en uno de esos malísimos cuentos de R.L. Stine.
Dejó de insistir y se alejó poco
a poco de la casa de Daniela, sentía que cada pie le pesaba una tonelada.
– Anoche festejamos, bebimos,
pero ¿Dónde? Y ¿por qué? –de pronto una imagen llegó a su mente. Se sentó en la
acera frente a la casa, después se acostó, con los ojos muy abiertos por la
sorpresa, recordando.
La imagen era la siguiente: ella,
María Camila, Marcela y Julio posando para una fotografía, quien sostenía la
cámara era Camilo Parra (a quien Angélica consideraba su mejor amigo y por
quien sentía una secreta atracción). Y como sucede casi siempre cuando estamos
sumergidos en lagunas mentales, una sola imagen puede hacernos salir a flote… o
por lo menos medio cuerpo.
Acostada en la acera, con el sol
iluminando su rostro y sus hermosos ojos color miel, Angélica empezó a hablar
en voz alta para escuchar su voz y así entender mejor sus descubrimientos:
– Anoche festejamos… celebramos
porque a Marcela la habían aceptado en la Universidad de los
Andes… bebimos mucho anoche – dijo entornando los ojos. Acostada veía formas
sin sentido en las nubes – recuerdo que casi caigo por las escaleras del bar
Azkena, tomamos cocteles, estábamos en el automóvil del papa de Julio, pero…
¿Qué mas paso?, ¿Por qué terminé durmiendo en un parque? – en este momento
Angélica se dio por vencida, alzó los hombros y torció la boca en un gesto que
quería decir “no sé” y se puso de pie.
Empezó a caminar con más soltura
y más tranquilidad, pues pensaba que sencillamente habrían bebido mucho y se le
había “borrado el cassette” como
solía decir su tía Luisa, “tía, mi cabeza funciona con almacenamiento en la
nube, a mi no se me borra nada”, le había respondido Angélica una vez, al
parecer se había equivocado. Caminó unas calles sin rumbo fijo, si llegaba a su
casa recibiría unos cuantos regaños pero ya estaba acostumbrada a hacer oídos
sordos a los comentarios de su mamá.
Unos pasos más adelante otra
imagen llegó a su cabeza, eran árboles, más exactamente, pinos. Una vez más,
Angélica habló en voz alta para sí misma:
– Salimos del bar, Julio condujo
hasta el parque que hay junto a la
ULA –sonrió, a Angélica le gustaba mucho ese parque, por su
limpieza y porque muchos años atrás había dado su primer beso a la sombra de
uno de sus altos pinos– en el carro tenía una botella de Black & White, compramos hielo y brindamos con vasos de
plástico –Angélica seguía caminando sin ir a ningún lado en realidad, el 99% de
su energía estaba ocupada escarbando en las cavernas de su mente– yo no dejaba
que julio bebiera, el debía conducir… sin embargo lo hizo.
Estaba absorta en sus
pensamientos y por primera vez se fijo en cómo se sentía, se detuvo en la
calle.
– No tengo resaca, a pesar de
haber bebido tanto anoche, me siento bien, solo siento un… vacio… quizá sea el
hambre –dijo al fin y empezó a caminar de nuevo.
Su mente volvió a la casa de
Daniela y a cómo “no la habían visto”. ¿Cómo era posible que no se hubieran
fijado en ella? “Quizá sí me vieron” –pensó– “y me quisieron jugar una broma…”
– Una muy cruel. – dijo en voz
alta.
III
Sin darse cuenta, Angélica estaba
cerca de casa, estaba en el parque homenaje a Cristóbal Colón, el cual estaba a
unos 500 metros
de su casa, al ver el busto de Colón en medio del parque recordó la “hazaña”
–como ella la llamaba– que había hecho cuando aún era una niña.
La mañana de un 12 de octubre, 7
años atrás, una Angélica de 10 años se había dirigido al supermercado y había
comprado una docena de huevos, después, camuflada con unos lentes de sol y una
gorra azul con el logo de los Yankees de Nueva York bordado en el frente, se
había parado frente al Cristóbal Colón de bronce que la miraba casi retándola,
casi diciéndole que no sería capaz de lanzarle ni un solo huevo. La niña –sin
importarle las personas sentadas en las bancas ni las que improvisaban picnics
en el prado– sacó uno a uno los huevos de la bolsa de papel y se los arrojó al
busto de Colón, mientras gritaba con su voz chillona: “Asesino, ladrón de oro,
asesino de indios, devuélveme el oro, devuélvenos el oro”
Ahora Angélica reía, “recordar es
vivir” dicen por ahí, y con este recuerdo Angélica vivió por última vez, pues
ella estaba muerta y una parte de su ser ya lo sabía.
Rio como si hubiese visto la grabación
de su hazaña
– Hubiera tomado una foto ese día –dijo
recordando al Colón bañado por huevos podridos– una foto… ¡fotos!, ¡anoche
tomamos muchas fotos! – Exclamó con un entusiasmo que duró solo un segundo
–pero… algo raro pasó con las fotos… salían borrosas… todas las fotos… –dejó la
frase sin terminar pues recordó que sólo ellos se veían borrosos, habían tomado
una foto a la botella de Black &
White (“para el Facebook” había
dicho Marcela) y había salido perfecta.
Se detuvo en mitad de la
solitaria avenida, sentía como si un insecto se paseara por su cuerpo, ella se
sacudía cuando lo sentía en sus brazos o sus piernas. A ambos lados de la
avenida las casas parecían de mentiras, malos dibujos en un lienzo, hechos por
un pintor mediocre. Solo a dos calles estaba su casa y al fijarse bien, vio el
portón de su casa abierto de par en par, dos personas se dirigían hacia él, y
ambos iban vestidos de negro.
– Quizá… –pensó con un último
resquicio de esperanza– quizá haya una fiesta gótica en mi casa –la idea le
pareció tan absurda que la hizo sonreír con tristeza.
“No
seas estúpida Angélica González” –le gritó una parte de ella misma, la
parte que aceptaba la verdad– “sabes muy
bien lo que sucede y si quieres sufrir un poco más ¡ve allá y compruébalo maldita
sea!”
– No me gusta que me reten –dijo
a modo de respuesta– Cristóbal Colón me retó y no le fue nada bien.
Su mirada estaba fija en su casa,
renovó la marcha y no había dado cinco pasos cuando un rugido gutural la hizo
detenerse. Al bajar la mirada, se encontró con un perro de gran tamaño que le
obstaculizaba el paso, el rugido parecía provenir desde lo más hondo de su
alma.
“¿Acaso los perros tienen alma?”
–Se pregunto Angélica, una amiga suya adepta a la secta Hare – Krishna le había dicho una vez que hasta las hormigas tienen
alma.
El rugido parecía de odio,
Angélica no sabía mucho de razas de perros pero definitivamente este parecía
uno que podía operarte la cara de un mordisco y no sentir remordimiento ni
porque lo fusilaran. El animal seguía mostrándole sus dientes y haciendo ese
rugido gutural, un hilo de baba le colgaba por un lado de su hocico.
“Parece que mirara un fantasma” –
pensó Angélica – “pero… eso es absurdo…”
“¿lo
es?” – Dijo de nuevo la voz en su interior – “corre hasta tu casa, ¡hazlo ya, no lo pienses más!”.
Esta vez Angélica no acalló su
voz interior, sino que obedeció, saltó sobre el can y cuando se disponía a
correr sintió que su pierna izquierda pesaba más de lo normal, se detuvo y miró
sobre su hombro con los ojos muy abiertos, vio al perro mordiendo su tobillo
izquierdo.
No sentía dolor alguno, era como
si lo que el animal estuviera mordiendo no fuera parte de ella, pero sí lo era,
era su tobillo y estaba adherido a su pierna.
Sin pensarlo gritó como nunca en
su vida (o tal vez sí, como aquel doce de octubre) y empezó a sacudir al perro,
lo golpeó en sus cuartos traseros y en su cara con los puños cerrados, hasta
que la bestia la soltó y huyó calle abajo. Incluso cuando el perro la soltó
Angélica siguió gritando, pues la verdad era horrible, la realidad en la que
había despertado hoy, no era real en absoluto, NO PODÍA SER REAL. Seguía gritando pues debía acallar esa voz
interior, esa que no conocía hasta hoy, esa que le recordaba esa verdad
imposible. Pero ahora la voz no le reprochó nada, sólo le dijo “vete a tu casa”.
IV
Corrió hacia su casa pero sus
pasos se hicieron lentos, como si tratara de correr bajo el agua, y en el corto
trayecto recordó todo, como si hubieran abierto un grifo en su cerebro pero en
vez de agua saliera un torrente de imágenes y recuerdos de la noche anterior,
se lo contó todo a sí misma de forma entrecortada mientras corría, como había
hecho hasta ahora:
– Salimos del parque, Julio
estaba muy ebrio, yo no quería que manejara, traté de disuadirlo pero no lo
logré, íbamos en el auto para dejar a Marce en su casa, las calles estaban
vacías, eran más de las 4 de la mañana, cuando la rueda estalló íbamos a mas de
130 km
por hora, Julio perdió el control y empezó a zigzaguear por la carretera.
>> Marce alcanzó a abrir la
puerta del copiloto y a lanzarse fuera del auto, ¡mierda!, no sé si sobrevivió.
En su mente vio todo esto, lo vio
a través de sus propios ojos como en una pesadilla, recordó que le gritó a
marcela cuando vio su intención de saltar del auto, recordó que abrazó a María
Camila mientras Camilo junto a ellas se agazapaba en su asiento, recordó que
Julio sólo gritaba groserías y maldiciones a medias, estaba muy ebrio.
>> Salimos de la vía,
caímos, caímos por una eternidad, pero no me mató el choque final… a Julio sí.
–recordó a su amigo, atrapado en medio del volante y el asiento, miró sus ojos,
ya no tenían vida, miraban hacia ningún lado.– Después el auto estalló… –el
recuerdo de Angélica se fue difuminando poco a poco, como una canción que se
hace cada vez mas silenciosa mientras termina.
Se detuvo frente a su casa y miró
su reloj una vez más:
“4:33:20am”
“La hora de mi muerte” – pensó.
Y ahora para Angélica todo tuvo
sentido, que ni Daniela ni doña Aura la vieran (o escucharan), que pudiera
acostarse en la acera y sentir el sol en sus ojos sin necesidad de
entrecerrarlos, que el perro la mordiera y no sintiera dolor. Todo se reducía a
una verdad que nunca hubiera podido imaginar ni en su peor pesadilla (esas
pesadillas provocadas por una velada de películas de terror), y así al darse
cuenta de su estado (o su “no-estado”), el hambre que sentía desapareció, y con
ella, se fueron las pocas sensaciones de vida que aún tenía.
Al entrar en su casa, sintió
deseos de echar a correr, huir de allí para siempre, se detuvo dos segundos,
pero las ganas de ver a su madre por última vez se impusieron. Los muebles de
la sala estaban con los espaldares hacia la pared, había algunas personas
sentadas allí, otras en pequeñas bancas de plástico, otras en el suelo, bebían
café negro en pequeños pocillos.
Por supuesto cuando Angélica
entró, nadie se percató de su presencia, en medio de la sala había dos pequeños
cofres, estaban sobre una mesa con un mantel blanco que Angélica nunca había
visto. Algunas personas miraban los cofres, otras los grandes arreglos florales
y otras sencillamente miraban hacia el vacío, como siempre suele haber personas
en los velorios. Angélica veía amigos, vecinos, ex compañeros de colegio, pero
no veía a la persona por la que estaba allí.
– Mami… ¿dónde estás? –dijo sin
miedo a ser escuchada.
Y como si en realidad Angélica
hubiese estado allí, la señora Marta salió de su “oficina”, que no era otra
cosa que una habitación donde tenía algunas maquinas de coser y un pizarrón
para dar sus clases, en las manos llevaba dos fotografías enmarcadas, ambas en
tono sepia. En una se veía a una hermosa María Camila Carvajal con su cabello
bien planchado y su sonrisa encantadora, la otra era la fotografía de grado de
Angélica (la cual era en palabras de su mamá: “mi fotografía favorita de mi
hija favorita”, el chiste radicaba en que Angélica era su única hija), sus ojos
miel se veían aun más hermosos en ese tono sepia.
Su madre puso una fotografía
frente al cofre blanco y otra frente al cofre beige, se acercó a las personas y
empezó:
– Buenos días –a lo que todos
respondieron su saludo, algunos con cierto ánimo, otros con ningún ánimo en lo
absoluto– quiero agradecerles por venir –se limpió una lágrima que amenazaba
con salir y Angélica se percató de lo hinchados y rojos que tenía los ojos–
gracias por acompañarme en esta pena…
Angélica se acercó a su mamá y de
su mente brotaron imágenes de su vida juntas: aquella vez que no tenían dinero
para contratar quien amenizara el 8º cumpleaños de Angélica y la propia señora
Marta se había disfrazado de payasa, y lo más increíble fue que ningún niño
supo que era ella; el día de su grado, apenas tres meses atrás, cuando su madre
le dijo que la felicitaba y que esperaba que la vida la tratara un poquito
mejor que a ella; los días en que su madre le decía “te amo”, sin ninguna
explicación, sólo se lo decía muy cariñosamente.
Se detuvo frente a su mamá,
mientras ella seguía con su discurso:
–…Mucho cuidado, el alcohol es la
peor droga… y es legal…
Angélica alzó su mano derecha y
rozó la cara de su madre mientras seguía recordando cosas buenas, malas, feas,
alegres, tristes, toda clase de cosas por las que pasan las familias, incluso
una en la que sólo hay una madre y una hija.
– Te amo mami… –su madre seguía
hablando, pero había dejado de llorar, ahora era Angélica quien lo hacía.
Se puso en puntas de pies y dio a
su madre un beso en la frente, como se los daba antes cuando se iba a pasar un
fin de semana con su padre. Después dio media vuelta y mientras caminaba hacia
la puerta de la calle recordó otra cosa, el día que salieron a festejar era
jueves, pues ese día era 2 x 1 en cocteles en el bar Azkena.
– Pero hoy es domingo –dijo. A su
parecer sólo habían pasado unas horas– cuando estás muerto el tiempo es extraño
–finalizó. Al salir a la calle, su imagen se hizo difusa con la luz del sol.
V
Adentro, la señora Marta se
detuvo en su discurso, había sentido un extraño calor en la frente, no era
molesto ni doloroso, sólo algo caliente, y muy adentro de su cabeza, quizá en
el lugar donde residía su instinto maternal, escuchó el sonido de un beso.
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