Por Soledad Fernández.
Estábamos solos en la tarde tranquila, y su pequeño
corazón, al fin desposeído, había dejado de latir. Silencio, mucho silencio a
mí alrededor, en mi corazón. Lo observé largamente. Me acerqué a su rostro:
olía a almendras y chocolate, quizás a caramelo. ¡Era tan bello su aroma, tan
dulce…! y su rostro. Estaba cálido, él siempre había sido así.
Una lágrima brotó. Los recuerdos se tornaron
agobiantes. Incontrolables. Mi mente no paraba de rememorar cada instante y paz
era lo que menos encontraba en mis pensamientos. Necesitaba entender, aunque la
claridad no llegaba.
Lo observé otra vez. Su expresión… él era un ángel, el custodio de mi vida. Mi pecho se contrajo con aquel pensamiento. Suspiré. Con sus apenas cinco años había sido un sol que iluminaba mis días, aún los más tristes.
Lo observé otra vez. Su expresión… él era un ángel, el custodio de mi vida. Mi pecho se contrajo con aquel pensamiento. Suspiré. Con sus apenas cinco años había sido un sol que iluminaba mis días, aún los más tristes.
Hasta que todo empezó.
Al principio fueron detalles, indicios mínimos que
denotaban cambios en su comportamiento. Pequeñeces que sólo una madre dedicada
puede notar. Y así lo hice. Miradas de soslayo, palabras que antes no existían
en su vocabulario. Era tan pulcro y de repente, un día me llamó “víbora
venenosa”. ¿Qué se supone que debía hacer? Primero desesperé porque jamás él….
De inmediato lo tomé del brazo y lo llevé al baño. Le lavé la boca con jabón,
por supuesto, y juntos fuimos a la iglesia a rezar. Dios debía perdonar sus
faltas.
Pero era preocupante. Si, comencé a pensar que si a
esa corta edad él debía pedirle perdón a Dios… ¿qué pasaría luego?
"Es cosa de niños", me decían las
vecinas.
"Si, por supuesto. Pero si lo dejo… cuando sea
más grande entrará a las drogas o a una pandilla… no, la educación comienza por
casa. Así decía mi madre. Y en casa estoy yo.
Y estaba yo porque su padre… cobarde.
Y estaba yo porque su padre… cobarde.
Luego de aquella vez, las cosas se calmaron un
poco. Mi niño volvió a ser ese ángel maravilloso al que me había acostumbrado,
el mismo que cuando era bebé. Pero luego de unos meses aparecieron nuevamente
las miradas y ciertas palabras, demoníacas palabras. Me asusté, entré en
pánico. Tal vez mi hijo escuchaba a otras personas que hablaban así. Personas
inescrupulosas, personas a las que nada les importaba. Ni siquiera el Señor.
Comencé a rastrear cada acción, cada lugar, todo
aquello que estaba en contacto con él. Hablé con su maestra del jardín de
infantes y sólo tuvo palabras de halago para con él.
"Es un niño maravilloso, un ángel realmente".
"Es un niño maravilloso, un ángel realmente".
Así que, al parecer, no era allí donde aprendía esa
conducta. Pero no desistí, continué investigando, analizando cada variable.
Hablé con las mamás de sus amigos. No tenía muchos, pero si dos o tres. Las
mamás juraron que sus niños se portaban como ángeles y que mi hijo era así en
sus casas. Así que tampoco eran las compañías.
Pero la conducta impropia continuaba, día a día. Y
esa mirada acusatoria. Esos ojos penetrantes, oscuros que escrutaban mi alma
cristiana. En aquellos momentos comenzamos a frecuentar aún más nuestra iglesia
e incluso hablé con el Padre, le conté mis temores.
"Son los temores de toda madre… el niño es
sano, es bueno, es un ángel del Señor".
Rezamos. Rezamos mucho. Le pedí al Señor piedad por mí, por mi hijo, por nuestras almas. Le pedí fuerzas para sobrellevar esa carga, esos ojos, esas palabras.
Rezamos. Rezamos mucho. Le pedí al Señor piedad por mí, por mi hijo, por nuestras almas. Le pedí fuerzas para sobrellevar esa carga, esos ojos, esas palabras.
Luego de ello, la calma retornó pero esta vez fue
más breve. Recuerdo esa tarde en particular. Él estaba jugando con sus autitos
en el jardín trasero de la casa y ya había llegado la hora de la merienda.
Siempre merendábamos a las cinco en punto, como cuando yo era pequeña. Recuerdo
que mamá me hacía lavar las manos con lavandina… o quizás es lo que recuerdo.
Sería jabón, sí. Pero siempre a las cinco. Ni un minuto antes, ni uno después.
Se respetaba lo que mamá decía. Sobre todo si no quería que la tormenta se
desatase… y eran oscuras tormentas.
“A merendar, cariño”, recuerdo que le dije y él no
contestó. Entonces, urgida por la hora y viendo que todo estaba preparado, salí
a buscarlo.
“Vamos, corazón mío a merendar…”, insistí.
"No quiero, estoy jugando", contestó sin
mirarme. Sus palabras eran ásperas. Cerré mis puños para no desesperar y le
hablé calmadamente: “Pero es la hora… vamos que se enfría… mi vida”.
"¡Dije que no quiero! Estoy jugando con mis
autos", respondió con dureza. Y me miró con esos ojos vacíos, oscuros, que
escrutaron mi alma atormentada. Acto seguido y presa del pánico por la
situación inesperada, lo tomé del brazo con fuerza e intenté llevarlo adentro.
"Dejame. ¡Dejame!", gritaba desaforado.
“Va…mos aden...tro. Es.. hora de… la merienda”, le
dije mientras forcejeábamos.
Pero entonces pasó lo que jamás creí posible que
sucediera: él me empujó con violencia haciéndome trastabillar y caer al suelo,
mientras me gritaba: “Bruja, no me toques más. Te odio. ¡Te odio!”
Fueron puñales en mi pecho. Solo pude salir
corriendo a mi cuarto a rezar. Tomé la Biblia e intenté encontrar una respuesta
que al principio se negaba a aparecer. Pero de repente, mientras oraba por el
alma de mi indefenso niño, la respuesta llegó a mí como una Revelación y
entendí de qué se trataba todo. Entendí el motivo por el que mi ángel actuaba
de esa manera y lo peor de todo, entendí que nadie más que yo lo veía. Supe de
esa manera, que debería llevar adelante yo misma aquel ritual del que hablaban
las escrituras sagradas.
Entonces, lo hice… esa tarde, mientras él
descansaba lo observé. La luz del sol se escondía y con sus últimos destellos
lo bañaba haciendo que se viera más angelical aún, y por un momento dudé de mi
decisión. Pero entonces entendí que el Diablo puede seducirte de mil maneras y
esa cara de ángel era una de sus tantas trampas.
Lo levanté con suavidad entre mis brazos y lo llevé
al patio. Allí había preparado el lugar, debajo de un árbol centenario. Recordé
cómo mi madre había hecho lo mismo cuando yo era pequeña, “y resulté de lo más
normal”, pensé. Aunque por un momento mis manos y todo mi cuerpo se
estremecieron con el recuerdo.
Suspiré. Despacio, casi como si me faltasen las
fuerzas suficientes, comencé con un rezo pero de inmediato mi pequeño despertó
y asustado, comenzó a gritar de una forma extraña. Sus alaridos no eran de este
mundo y por un instante me aterrorizaron más que el recuerdo de mi madre y su
enorme crucifijo. Un gruñido demoníaco que devastó mi corazón, brotó de esos
pequeños labios y yo recé muy fuerte, cerré los ojos y mientras hice aquello,
puse mi mano en su pequeña boca, desesperada por que parase de vociferar.
“Ya…shhh… silencio. Dios ayúdalo… ¡silencio que no
puedo pensar bien!”
Y mientras con la mano obstruía su boca, impidiendo
que gritase, continué con mi ritual sanador. Recé fuerte. Usé la palabra del
Señor mientras mi pequeño se agitaba, endemoniado. De esa manera no podía
seguir. Sus pataditas no me dejaban concentrar, entonces me coloqué sobre sus
piernas y sin quitar la mano de su boca, continué con la oración. Luego de unos
minutos de intenso rezo, sus movimientos de a poco fueron menguando. Si, el
exorcismo funcionaba. Mi bebé se calmaba con cada palabra, con cada amén. Y
entonces los movimientos acabaron de golpe y su cuerpo se volvió flácido. El
bien había triunfado. Si.
Pero entonces, retiré mi mano de su rostro como si
su piel quemase, aunque ya no ardería jamás y lo miré: sus labios estaban
azulados, sus ojos entreabiertos, dilatados… vacíos. No entendí que salió mal.
“Esto no está bien… no”, dije. Mientras lo sacudí para que reaccionase.
Luego de unas horas llegaron algunos vecinos que al
verme con mi Ángel en brazos y sin vida, sólo me acusaron con sus miradas.
“Están todos poseídos como lo estuvo mi bebé. Sí,
pero yo lo salvé. Ahora su pequeña alma, pura como cuando nació, irá con el Señor”,
dije evitando que me saquen a mi pequeño.
Y todos esos recién llegados, en aquella apacible tarde, me dieron sus miradas oscuras, vacías, desaprobando mi accionar, y se llevaron a mi pequeño ángel.
Y todos esos recién llegados, en aquella apacible tarde, me dieron sus miradas oscuras, vacías, desaprobando mi accionar, y se llevaron a mi pequeño ángel.
“¿No ven que hice lo correcto? ¿Por qué me lo quitan?
¡No se lo lleven… nunca estuvo lejos de mí! Teníamos que merendar a las cinco…”
No se lo lleven, por Dios. Nunca estuvo solo… le
teme a la oscuridad.
Y como esos demonios no me escuchasen, fue que
busqué un cuchillo y desesperada lo hundí en mi garganta… para ir con él, con
mi angelito, y acompañarlo eternamente.
Fin
Autor: Soledad Fernández - Todos los derechos
reservados 2015
Imagen: de la web
Pag. Face: Misceláneas de la oscuridad
Muchisimas gracias!!
ResponderEliminarMuy bueno, Soledad. Te felicito! No dejes de escribir, es el mejor consejo, que a sabiendas, te puedo dar.
ResponderEliminarMuy bueno, Soledad. Te felicito! No dejes de escribir, es el mejor consejo, que a sabiendas, te puedo dar.
ResponderEliminarMuy bueno, Soledad.
ResponderEliminarSe percibe un gran manejo del suspenso, con buenos toques de terror místico. Muy bien transmitida a los lectores la personalidad desquiciada de la madre.
Me gustó mucho.
¡Saludos!