Por Ángela Eastwood.
Ojalá pudiera explicar la fascinación que sentía yo por aquella naturaleza enferma. A veces, por la noche y ya en el lecho solitario, divagaba yo si mi fascinación se debía a aquella niebla azulada que lo impregnaba todo de cierta suciedad malsana, o tal vez era por el hedor salado que emanaba de sus aguas estancadas. El caso es que nada me embriagaba más que asomarme a su orilla ponzoñosa y calcular su profundidad. A mí me gustaba pensar que no tenía fin y que en el caso de que, en un estúpido descuido resbalase, mi cuerpo caería y caería, y en el perpetuo descenso iría contemplando los cadáveres hinchados de otros, que como yo, también tuvieron un estúpido descuido. Gozaba de estas y otras ensoñaciones en medio de un grato silencio, un silencio pesado, tan sólo interrumpido por el latido de mi corazón o el batir de las ramas mecidas por el viento de la mañana.
Y es por eso que al contemplarlo allí de pie deseé que solo estuviese de paso. Recé para que no me viese, para que no deseara entablar conversación. «Buenos días», «cómo está», «¿tiene un pitillo? ». Le miré de reojo y vi que se mantenía callado, con la cabeza gacha y la mirada fija en el pantano. Absorto. Todo iría bien si no abría la boca.
Pero se acercó a mí y habló, y cuando lo hizo supe que no nos íbamos a llevar bien. Habló más todavía y yo intenté descifrar su mensaje vehemente, incluso me esforcé en entrelazar aquellas palabras metálicas para darles un sentido.
—Es usted extranjero —le dije, con mucho fastidio, pero él me miró sin entenderme. Me encogí de hombros dispuesto a marcharme ya, totalmente desinteresado. Tal vez disgustado por mi indiferencia o mi escaso interés, me tomó del brazo y me lo apretó en extremo. Miré allí donde sus dedos ya se hincaban en mi carne y luego le miré a él para entender por qué me hacía daño, pero su rostro era inexpresivo. Desenredé aquellos dedos de mi brazo y me marché de allí, ansiando no verlo nunca más.
Pero aquella noche volvió. Yo lo vi a través de la ventana de mi salón. Estaba quieto y parado delante de mi puerta. Mantenía el mentón hincado en el pecho y los brazos lánguidos a lo largo del cuerpo. Pasó mucho rato así y cuando se hartó de esperar mi hospitalidad se dio la vuelta y volvió al bosque.
No es que le tuviese miedo, pero no quería su compañía; si la hubiese deseado tal vez le hubiese brindado un poco de hospitalidad.
Ya digo que no le tomé miedo, aunque me asqueaba su fisonomía indefinida y su piel escamada y un tanto correosa, pero algo cambió con su llegada. Aquella noche, la primera tras nuestro encuentro en el pantano, comenzaron las pesadillas. Como todas las noches leí un poco a los clásicos para apaciguar mi alma de la insolencia de la rutina; cuando el adormecimiento llegó de manera placentera, soplé el candil y me hundí en el frescor de las sábanas. Acomodado, cerré los ojos y suspiré satisfecho, pero el viento me trajo ruidos y cuando el viento cesó la lluvia golpeó los cristales de forma violenta, alejando al sueño. Me incorporé, nervioso, y me pareció ver los ojos del extranjero pegados a la ventana de mi cuarto, observándome bajo la lluvia torrencial.
Como no quería ver su mirada, cerré los portones y me volví al lecho, pero no pude conciliar el sueño porque sabía que sus ojos seguían brillando tras los cristales.
También fue la primera noche que escuché revolotear a las zumayas. Llegaron en bandada y venían enloquecidas. Las escuchaba chillar intentando penetrar en la casa, y en el intento infructuoso por hacerlo se rompían los huesos, y escuchaba después el estertor de la muerte, y casi creía oler la sangre mezclada con las plumas. Tras su marcha, y vencido al final por el sueño, entraba yo en un mundo de tierra roja y ciclópeas fortificaciones. Un mundo inhóspito transitado por seres de rostro desdibujado, seres de cabeza pequeña que iban y venían de una gran fortificación que se elevaba casi hasta los cielos; tras ella, un océano negro levantaba su puño en forma de ola gigantesca, y en medio de aquella ola, vapuleado por la salvaje bravura de las aguas, un gran buque que se acercaba, ciego. «¡Se va a estrellar!», exclamé en el sueño, y esta certeza me arrancaba de la pesadilla con un alarido, y entonces me incorporaba de la cama, tembloroso. Este sueño se repetía y cuando esto sucedía el hombre del pantano siempre se hallaba tras los cristales. Entonces yo entendía lo que decían sus ojos: es mi mundo, de allí vengo, decía. Pero yo no quería saberlo.
Armado de valor le hice saber que no le quería merodeando mi casa, pero no se iba y por la noche volvía a vigilarme tras la ventana. Ya no quería mirarlo porque me daba asco su perseverancia, pero cuando me quedaba dormido volvían las zumayas a estrellarse contra los portones y cuando ellas se marchaban yo volvía a sucumbir a las terribles pesadillas de aquel mundo extraño. Siempre era de la misma manera y siempre en aquel lugar, donde todo alcanzaba dimensiones ciclópeas, donde yo no podía hablar —o tal vez lo hiciera y no me entendiesen—. El amanecer me encontraba sentado en la cama con la boca llena de aquella tierra roja.
No estaba loco o al menos eso pensaba. Si me hubiese gustado conversar tal vez hubiese buscado algún tipo de ayuda. No era el caso. No me gusta hablar, ya lo dije. No necesito compartir mis vivencias o inquietudes con nadie en particular. Mi mente bulle rica e imparable como un torrente mientras mi boca sigue hermética y mis ojos se contentan con observar la belleza silenciosa del entorno. ¿Para qué ensuciarlo todo con palabras definitorias? Al principio de los tiempos el hombre miraba las ballenas y no sabía que eran ballenas o si lo sabía no lo decía en voz alta. Se limitaba a señalarlas con el dedo, y disfrutaba de su colosal monstruosidad. Y ellas cantaban y el hombre se sentía feliz y no había un nombre para definir esa felicidad. O si lo había no hacía falta pronunciarlo.
Pasaron los días y no le vi. Y es por eso que me atreví a volver al pantano. Lo encontré mucho más hermoso que la última vez. Había un árbol nuevo en la orilla extrema. Su tronco era como un esqueleto tumbado y sus ramas se elevaban al cielo como miles de brazos suplicantes. Ramas sin hojas, ramas como larguísimos dedos nerviosos. Ahora era rojo el suelo, y también era rojo el cielo y una suerte de luna fina con forma de sonrisa se veía tirada en el suelo. Tal vez la palabra exacta no era tirada, podría decirse que estaba caída.
Entonces lo vi. Al lado del árbol el hombre del pantano estaba sufriendo una metamorfosis. Su espalda se arqueaba de manera grotesca y el mentón ya buscaba el pecho de nuevo y los ojos y la boca se desvanecían o si no se desvanecían se difuminaban o eso pensé. Pronto sería como aquellos seres desdibujados de mis sueños.
Grité y el grito salió de mi garganta o de mi pecho y al gritar miré al hombre del pantano, pero ya no estaba bajo el árbol. Su figura amorfa se perdía en el interior de un túnel y, aunque me pesaban mucho las piernas, decidí seguirle.
Dentro del conducto había una habitación oscura y en la misma había una cama con un hombre sentado sobre ella. Debía preguntarle qué mundo era ese, pero el tipo mantenía la cabeza sujeta entre las manos y lloraba desconsolado.
—¿Dónde estamos? —dije.
—Da igual dónde estemos —respondió—. Darle un nombre a las cosas no ayudará mucho.
—Es cierto eso que dice, muy cierto, pero dígame: ¿ha visto usted pasar hace un momento a un ser con el rostro medio borrado?
—Todos los seres andan medio borrados en este lugar.
—¿Cómo ha llegado usted aquí? —pregunté, realmente interesado.
—De la misma manera que usted: soñando.
—¡Pero yo no estoy dormido! —chillé—. He venido siguiendo a ese tipo extraño. Sí que es cierto que he tenido pesadillas últimamente, ¿sabe? —dije—. He soñado con un mundo que no puede existir, un mundo espantoso, poblado de seres imposibles. Un mundo rojo, donde la luna yace apoyada en el suelo, como muerta, y los árboles tienen ramas suplicantes. Un mundo donde los edificios son grandes como montañas y millares de esos seres entran y salen como hormiguitas laboriosas; un mundo donde los buques navegan llenos de muertos y son tan grandes como las propias montañas. Y hay un nombre que se repite constantemente. ¿Quiere oírlo?
—No hace falta, sé cuál es ese nombre. Es el nombre de este sitio. Ahora márchese. Si pertenezco a su sueño, esto acaba aquí.
—¿Quiere eso decir que no sabe si existe en verdad? ¿Cree usted que forma parte de mi sueño? —dije perplejo—. Pero eso es tristísimo.
—Digo que ninguno de los dos estamos aquí. Y que uno de los dos es el soñador.
Tragué saliva y miré a mí alrededor. En el acantilado unos animales con forma de perro miraban nostálgicos cómo se alejaba una gran medusa voladora. Eché de menos una luna de fondo, pero como siempre la luna se hallaba apoyada al pie de aquel árbol, que más que un árbol parecía un esqueleto tumbado.
Fin