El monje desnudo saludó sin
inmutarse ante mi mirada de asombro. Estrechó mi mano y me deseó buen día;
luego se inclinó ante el Abad y dijo algo sobre una nueva escultura. El abad me
miró consternado pero guardó silencio hasta que el monje, en bolas, se alejó
por el pasillo.
—Es el hermano Joaquín. Es un artista —aclaró como si eso explicara el espectáculo que acababa de presenciar—. ¿Continuamos?
Me guió a través de un
callejón bordeado de bugambilias moradas y me indicó que tuviese cuidado con
las espinas. Yo estaba extasiado. Había peleado contra cielo, mar y tierra para
que alguien me consiguiera un permiso para poder recorrer el convento y cuando lo logré, me sentí
pequeño ante la majestuosidad del recinto. Desde que comencé a escribir me
obsesioné con las esculturas de los templos de la época de la colonia. Mientras
España tuvo el control de más de la mitad del mundo, centenares de escultores
fueron exportados de Europa para adornar extravagantes recintos religiosos por
todo el continente, por eso es común en América Latina encontrar templos en
medio de la nada con adornos en oro y mármol dignos de Viena o Bruselas.
El convento de San Felipe
Mártir fue construido en medio de la selva Lacandona, sobre un cerro sesgado en
la cima para que las bases del convento fueran eternas. Pocas personas, aparte
del clero, habían tenido la oportunidad de recorrer sus pasillos y contemplar
la obra del escultor Enrico Turé, un italiano nacido en 1675 en Florencia y muerto en Nueva España en el año 1758, según
los datos de la Iglesia, envenenado por el Abad regente de entonces. El motivo
de mi insistencia en conocer ese convento, es porque no hay registro de las
obras de Enrico en ningún otro lado. Busqué en todas las bibliotecas a mi
alcance (pues no confío en todo lo que dice Internet), molesté al cardenal
Polinius de Nueva York tantas veces que me contactó con monseñor Posadas en México, luego me dediqué
a molestar al monseñor hasta que una mañana recibí una carta del Abad
Rodríguez, rector de San Felipe, invitándome a pasar unos días con ellos. Fue
tanta mi emoción que tomé mi equipaje y corrí al aeropuerto.
Ahora, después de haber
atravesado la selva con un guía nativo, cortesía de la iglesia, tenía el
corazón acelerado a medida que el Abad me llevaba desde su oficina hasta los
jardines donde, según mis investigaciones, encontraría a La Magdalena. Cuando
la tuve frente a mí estuve a punto de arrodillarme. No me mal entiendan, nunca
he sido religioso, pero ante esa perfección tallada en mármol, tuve el impulso
de dar gracias al creador por permitir que algunos de sus hijos fueran capaces
de realizar tales obras de arte. La estatua representaba a María Magdalena, de
rodillas frente a la tumba cerrada de Jesús. Era de tamaño natural y sus
cabellos caían sobre sus hombros con tal naturalidad que miré su pecho
esperando captar su respiración. Pero lo que más me impresionaba era su rostro.
De rasgos fuertes, cejas anchas y mentón firme, tenía los ojos cerrados y su
boca se torcía en una mueca de dolor tan real que causaba lástima.
El Abad me dejó contemplar a
La Magdalena sin decir nada, respetando mi asombro y admiración. Cuando pude
separar mis ojos de esa mujer de piedra, me indicó el camino hacia la
biblioteca, en silencio. Varias estatuas de Enrico representando árboles, animales
y ángeles, nos vigilaban inmóviles desde varios lugares, cada una de ellas
impresionante en su naturaleza realista y detallada. Me habían pedido que
tomara fotografías sin flash, ya que el Instituto Nacional de Arte e Historia
las había declarado como patrimonio mundial y le había dejado al convento la
responsabilidad del cuidado y mantenimiento de las mismas.
La biblioteca era un recinto
enorme, construido con cantera traída del centro del país. Al entrar, el
contraste de la penumbra con el sol del exterior me dejó ciego por un instante
pero, al acostumbrarse mis ojos a la poca luz del interior, pude apreciar
enormes estanterías cargadas de libros antiguos y modernos; el olor a libro y
tinta me llenó los sentidos, de un modo que sólo los lectores asiduos podemos
comprender. El lugar estaba iluminado por unas cuantas lámparas de aceite y por
la luz que entraba por los ventanales.
—Enrico pasó más de treinta años en este lugar, embelleciéndolo con sus
obras –comentó el Abad en voz baja—, era tal su talento y dedicación que los monjes
llegaron a considerarlo uno más de la familia, no se le conoció mujer alguna y
su única falla era que nunca asistió a misa. Dicen que un artista paga con su
obra el precio de la inmortalidad y creo que Enrico logró vivir para siempre
entre nosotros, gracias a su trabajo —dijo con una
sonrisa llena de complacencia.
—Dicen que el Abad de entonces lo envenenó —repliqué a sabiendas de que estaba tocando un tema controversial.
—Claro que lo envenenó —dijo una voz grave a nuestras espaldas—. Estaba loco.
Me giré sobresaltado y me
tope de frente con el hermano Joaquín, quien seguía desnudo. Su cabeza calva
armonizaba de maravilla con su barba poblada y canosa, le calculé unos
cincuenta años, pero caí en cuenta de que una persona desnuda es difícil de analizar,
por no mencionar la incomodidad de tratar de adivinar la edad de alguien cuando
su pene se balancea flácido mientras camina a tu lado.
—Lo asesinó porque Enrico Turé usaba técnicas muy poco apreciadas por la
sociedad. Su arte era tan realista que llegó a convencer al Abad de que era
obra del demonio, pero no tuvo corazón para pedirle que dejara de crear aunque
no podía seguir permitiéndoselo.
Miré al Abad Rodríguez,
esperando una explicación o alguna aclaración pero este me señalaba un muro
lateral de la biblioteca. Me quedé sin aliento al verlo. Tenía unos veinte
metros de alto y unos cien metros de ancho, pero toda la superficie estaba
cubierta de esculturas en relieve que representaban la caída de Lucifer al
infierno. Había muchos cuerpos tratando de subir, todos con alas mutiladas o
miembros faltantes, fundidos en la pared, todos con expresiones de dolor o
intensa agonía, mirando a una figura central, también en tamaño natural, al
cual se le veía sólo el torso sobresaliendo del montón de cuerpos.
A primera vista pensé que representaba
a Dios o a un ángel, pero era un torso muy humano, detrás del cual sobresalían
unas hermosas y dañadas alas de murciélago, tenía las manos extendidas como
bendiciendo a los caídos en contraste con su cara de odio encarnizado hacía el
espectador. Parecía mostrar, a quien se pusiera enfrente, la masacre que
presidia y de la cual no era responsable. No tenía cuernos, ni barbita de
cabra, ni uñas largas, representaba al Ángel de la Mañana justo en el momento
de ser expulsado, antes de las leyendas, antes de que lo acusáramos de todo lo
malo que tenía la humanidad. Sobre su cabeza, escrita con letra gótica se podía
leer: Et non meliores quam nobis.
—Ellos no son mejores que nosotros —dijo el hermano
Joaquín traduciendo sin que se lo pidiera.
—¿A qué se refiere? —pregunté sin dejar de admirar esos realistas rostros
atormentados.
—Supongo que a la eterna batalla de Lucifer contra los hombres, quizá un
grito de rebeldía, tratando de hacer notar a su padre que los humanos no somos
mejores que los ángeles.
—Turé era un genio —dije en un suspiro y me acerqué a tocar una mano que
salía de la pared, una mano suplicante, como si alguien pidiera ayuda para
escapar.
—No lo toque —dijo Joaquín con voz autoritaria—, por favor. De todas las obras de Enrico en el convento, ésta es la más
delicada pues no está hecha en mármol, sino en yeso italiano. Requiere de
constantes cuidados y es tan delicada que hemos incluido una oración en cada
misa para que no haya una tormenta fuerte o un temblor, pues sería una pérdida
total.
—Así es —dijo el Abad—. Creo que
Joaquín es el experto en la obra de Enrico. Si no tiene inconveniente señor
Lorca, sugiero que el hermano le cuente todo lo que sabe al respecto mientras
yo atiendo algunos asuntos en la rectoría. Lo veré en la cena.
Y se despidió dejándome con
el hermano Joaquín, quien me sonrió complacido. Muchas preguntas se me vinieron
a la mente al mismo tiempo. Había tratado de encontrar el origen del escultor,
saber algo más de la familia desde que vi en una revista arquitectónica en un
café de Barcelona, la fotografía de La Magdalena, y no había encontrado nada
más que rumores y negativas de la iglesia para darme acceso al historial, y
ahora frente a la obra más hermosa que hubiese contemplado el ser humano y del
cual no había fotografías ni bocetos, sólo se me ocurrió preguntar:
—¿Por qué no va vestido como los demás?
—Porque no soy como los demás —dijo con una
sonrisa y continuó con la clase—. Enrico tenía varias costumbres muy curiosas, y al
contrario de lo que dice el Abad Rodríguez, los monjes se sentían consternados
con algunas de ellas. Por ejemplo, salía del convento y tardaba días en
regresar, pero siempre llegaba con su carreta llena de materiales, o eso decía
él. Sacos de yeso, mortero, cantera, herramientas…mármol no, porque la iglesia
lo proveía cuando el abad hacía el requerimiento —acercó un par de sillas y se sentó en una, con las piernas cruzadas.
—¿Y por qué les molestaba a los monjes? —pregunté más concentrado ahora que no tenía su pene a la vista.
—Porque cada vez, justo después de su regreso, se
reportaba una desaparición en los pueblos vecinos. Los lugareños comenzaron a
relacionar las visitas de Enrico a sus poblados con las personas constantemente
reportadas como perdidas. Las mujeres desaparecidas eran hermosas, se
encontraban sus ropas pero nunca sus cuerpos. Los hombres también eran
conocidos por la armonía de sus rasgos, pero no se encontró nada.
—¿Los usaba de modelo?
—Puede ser. El abad controló los rumores por mucho tiempo, hasta que Turé
terminó el muro. Ya sabe pueblo chico, infierno grande. O eso dicen. Lo acusaron
de hombre lobo o de vampiro, dependiendo del pueblo. Pero él continuó su obra
sin detenerse. Le tomó más de diez años ¿sabe? Era un perfeccionista. Lucifer,
por ejemplo —dijo señalando el rostro pálido—, está tan bien proporcionado que si no fuera blanco, uno pensaría que
está a punto de bajar a castigarnos por causar que Dios lo expulsara. ¿Ve las
alas? Con cierta luz pueden notarse las venas y las grietas entre las mismas.
He pasado muchos años frente a este muro y me sé de memoria muchos de los
rostros lastimeros que lo adornan. He intentado igualar la técnica con
materiales parecidos, pero no estoy ni cerca de lograrlo.
De pronto el lugar me pareció
tenebroso, como una tumba silenciosa cargada de muerte, un escalofrío recorrió
mi espalda y le pedí que saliéramos. Asintió y se puso de pie al mismo tiempo
que yo. Perdí el equilibrio y al tratar de sostenerme, cometí el error de
aferrarme a la mano de yeso que había intentado tocar antes. Evité la caída,
pero el dedo índice se desmoronó en mi palma, dejando al descubierto un hueso
de falange que continuó señalándome. Cuando caí en cuenta de lo que había
hecho, sentí un golpe en la cabeza y comencé a desvanecerme, me sostuve de la
misma mano que continuó deshaciéndose revelando una estructura ósea,
escalofriantemente humana, luego perdí la conciencia.
Desperté en una habitación
muy iluminada. Estaba desnudo, sobre una estera de yute en el piso. Me dolía la
cabeza horrores pero me las arreglé para mirar a mí alrededor. El hermano
Joaquín estaba sentado a mi lado, en flor de loto, mostrándome sus partes de
nuevo, dibujaba algo con carboncillo en una raída hoja amarillenta. En un
rincón estaba el Abad, quien al darse cuenta de que me movía, se acercó
presuroso y me ofreció una taza con una infusión. Bebí con placer pues era
deliciosa, aunque casi al instante sentí que los músculos se me tensaban y
apenas pude preguntar qué me pasaba, entre balbuceos.
—Ha cometido un grave error, hijo mío —respondió el Abad compasivo—. Hemos de reparar lo que destruyó pero la estructura
no podrá resistir, es necesario reemplazarla.
—Se refiere a la mano que rompió —aclaró Joaquín y
agregó—. El esqueleto está muy deteriorado y no soportará que
lo parchemos.
Abrí mucho los ojos, estaba
aturdido. El Abad me ofreció otro trago, tuve muchas dificultades para beber.
—Té de mandrágora. Deberá paralizarle del todo en unos segundos —dijo el Abad—. No le dolerá mucho.
Sentí como Joaquín me
sostenía contra la estera, traté de resistirme pero mis miembros ya no me
respondían. Cuando el Abad bajó el machete y me cercenó el brazo derecho, efectivamente, no me dolió
demasiado. Joaquín se apresuró a llevarse mi miembro y salió de la habitación.
—Lo siento mucho, hijo mío —dijo el Abad mientras me vendaba—. Los rumores eran ciertos, Enrico usaba cuerpos como moldes para crear
el muro de Lucifer. Hemos tenido que hacer esto porque si el Instituto o la
Iglesia se enteran lo derrumbarán, y no podemos permitirlo. Espero que pueda
perdonarnos. Lógicamente no podemos dejarle ir. Deberá convertirse en uno de
nosotros, le acogeremos y le daremos asilo. Pero aquí apreciamos a los
artistas; podrá usted seguir escribiendo esas maravillosas historias que nos ha
regalado durante años…en cuanto aprenda a escribir con la mano izquierda,
claro.
FIN
Consigna: deberás escribir un relato de terror con la RELIGIÓN como temática central. La religión abarca infinidad de temas para tratar, y solo te pedimos que no escribas nada que tenga que ver ni con posesiones ni con exorcismos.
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