Los
demás lo llaman "la caverna". Y a él, "el monstruo". Para
él, es su santuario. Y él es Dios. Resuenan los acordes iniciales de
"Carmina Burana" bajo la elevada bóveda, de cuyo óculo central cae un
único haz de luz que atraviesa los densos vapores. En la penumbra, seis
gárgolas vomitan las aguas oscuras de las que emerge el cráneo sin pelo del
Excelentísimo Señor Presidente Constitucional de la República. Una profunda
cicatriz baja por su rostro, cruzando en diagonal el ojo vaciado, la nariz
quebrada, los labios partidos. Asciende su monstruosa humanidad de ciento
cincuenta kilos repartidos en dos metros y un centímetro. Sube por la amplia
escalinata de mármol, aferrándose con fuerza al pasamanos. Se cubre con la
bata. Se calza las sandalias. Se sirve otra copa de ajenjo. Coge el bastón y
empieza a renquear por las baldosas, iniciando así su acostumbrado paseo
nocturno por las altas galerías del Palacio de Gobierno. Su palacio.
A su
izquierda contempla la ciudad que duerme al otro lado del río. La contempla a
través de los vitrales que narran las más importantes hazañas de sus casi tres
décadas en el poder, sirviendo sacrificadamente a su amado pueblo. Algunos
traidores a la patria intentaron interrumpir la esforzada obra de su gobierno.
Mas la Providencia, que acompaña siempre a los justos, permitió que fuesen
derrotados. Aunque en varias partes de su cuerpo quedasen las marcas de esos
atentados. Y, como en las más apoteósicas construcciones de la historia, los
cuerpos de los enemigos de la Patria pasaron a formar parte de cimientos y
paredes de este imponente palacio. Dios bendiga a la Patria.
El
Señor Presidente arrastra los hinchados pies gotosos por la penumbra espesa,
apenas interrumpida por las franjas de luz lechosa que arroja la luna llena a
través de los vitrales, tiñéndolo todo con una tonalidad azulina. Frente a esa
ventana se yergue el añoso roble bajo el cual se apostaron los jefes gremiales
para protestar cuando asumió el poder. Eso quiere decir que ahora, al pasar
junto a esa ventana, camina sobre sus cuerpos cubiertos de cal. Bebe un largo
sorbo. Sigue andando, apoyado en su bastón como un venerable patriarca.
Contempla la terraza que se abre sobre el río varios metros más adelante, tras
aquel recodo. Veintiocho banqueros organizaron una huelga de hambre cuando se
les expropió sus bancos. Esa terraza está elevada varios metros sobre el río.
Pocos saben que la prominencia original era algunos centímetros más baja.
Aproximadamente la altura de veintiocho cuerpos calcinados. Bebe otro trago.
Entonces
oye el primer ruido.
Es
como un largo lamento. Un sonido gutural, inhumano, que se rompe hacia el final
en un quiebre agudo. El Señor Presidente no puede evitar el escalofrío que
recorre su espalda torcida. Se detiene. Recorre con la mirada ambos extremos de
la galería vacía. Mira hacia arriba, pero sólo ve las pesadas arañas que penden
de las vigas sobre su cabeza, tintineando con el aire frío de la noche, como
descomunales atrapasueños de cristal. Se arrebuja en su bata. Bebe otro largo
trago, pensando en aquellos que decían ser sus camaradas y lo apuñalaron por la
espalda. Literalmente.
— De
ahí colgaban, los bastardos, como guayabas maduras, pataleando con la lengua
afuera.
Oligarcas
vendepatria, gremios obstruccionistas, traidores sin conciencia. Todos los
enemigos de la Patria coludidos contra él.
— ¡Sangre!
El
ronco bramido llena la galería, retumbando en sus oídos. Apoyando firmemente el
bastón en el piso, el Señor Presidente gira en redondo con su único ojo muy
abierto.
— ¿Quién
está ahí?
— ¡Tus
muertos!
El
Señor Presidente arroja al piso la copa, que se hace añicos sobre las baldosas.
Con la mano libre, empuña el pistolón que lleva siempre escondido bajo la bata.
— ¡Sal
de donde estés, cobarde hijo de mil putas!
— Estoy
aquí.
El
Señor Presidente gira hacia su izquierda, de donde proviene el débil susurro.
Ve al pálido hombre semidesnudo de pie junto a la ventana, mirándolo fijamente.
Dispara su arma sobre él. Pero el sindicalista ya no está ahí. Los vitrales han
estallado en mil fragmentos, permitiendo la entrada de una fuerte corriente
helada. El Señor Presidente tiembla.
— Estoy
aquí.
El
Señor Presidente gira hacia su derecha. El aristocrático caballero vestido de
frac lo contempla a través del monóculo. Tiene la mitad del cráneo rota; sus
sesos sanguinolentos parecen palpitar.
— ¿Quién
mierda eres? ¿Quiénes son?
— ¡Tus
muertos!
Dispara
con furia sobre él. Pero el banquero ya no está ahí.
— ¡Yo
no tengo muertos!
Un
reloj deja oír en alguna parte sus broncas campanadas. El Señor Presidente
observa el cielo. Nubes negras lo han cubierto casi todo. Pero se puede
apreciar aún la luna en lo alto. Es medianoche. Hoy su revolución cumple
treinta gloriosos años.
— ¡Feliz
día!
Ve a
su hermano junto al muro. No lo ve viejo, como él. Lo ve vestido con su
uniforme de gala, joven y gallardo, como entonces, cuando se levantaron en
armas juntos en una lejana guarnición perdida entre las montañas. Pero lo
traicionó. Traicionó a la causa. Lo traicionó a él. Fue el primer gran traidor
en ser ejecutado.
Descarga
su arma sobre él, hasta vaciarla por completo.
— "¡Revolución
o muerte!" ¿Recuerdas?
Arroja
el arma vacía. Levanta en alto el bastón, empuñándolo como una espada. Lo coge
con ambas manos. Con un rápido movimiento, desenvaina la brillante hoja de
metal. Se arroja sobre el oficial en uniforme de gala.
— ¡Muerte!
Lo
traspasa por completo. La hoja queda trabada entre las piedras. Debe emplear
todas sus fuerzas para intentar zafarla. Lo consigue cuando el reloj da su
última campanada. Entonces la tormenta estalla. La hoja sale junto a una de las
piedras, que rueda a sus pies. Relumbra el primer relámpago. En el vacío que
queda en el muro aparece una cabeza. Tiene la boca abierta, como si hasta el
último instante hubiese intentado infructuosamente llevar aire a sus pulmones.
El Señor Presidente retrocede varios pasos. Retumba el trueno. En las cuencas
de los ojos de la cabeza dos cucarachas se agitan como una mirada inquieta. La
mandíbula se mueve. La voz retumba, como el trueno.
— ¡Muerte!
Sin
el apoyo de su bastón, el tambaleante Señor Presidente trastabilla. Pierde el
equilibrio. Cae sobre su espalda, con un crujido de huesos viejos. Deja escapar
un grito ahogado. Y así se queda, agitando los brazos como una cucaracha.
— ¡Muerte!
Con
gran esfuerzo, el Señor Presidente logra girar sobre sí mismo, apoyándose sobre
el prominente vientre. Y así se arrastra por el suelo.
Ahora
parece un gusano.
Las
piernas no le responden. Debe valerse únicamente de sus brazos para avanzar,
arrastrándose por las baldosas. Hasta que en sus manos se clavan los vidrios
rotos. Lanza un alarido. Mira sus manos ensangrentadas. Y las baldosas mojadas.
No, no es sangre.
— ¡Es
el ajenjo!
Lanza
una carcajada que se multiplica al infinito. Vuelve a darse la vuelta para
encarar a sus muertos.
— ¡Ustedes
no existen! ¡No están ahí! ¡Es sólo una alucinación! ¡Es el ajenjo!
Sus
muertos rodean al Señor Presidente.
— ¡Ustedes
no existen!
La
espada atraviesa el vientre del Señor Presidente, cuyo alarido deja impávidos a
sus muertos. Logra arrancarse la espada. Se da la vuelta. Se arrastra por el
suelo, dejando un rojo rastro de sangre, hacia el agujero de la ventana. Su
única esperanza sería arrojarse al río.
Si el
cauce no estuviese seco.
— ¿Recuerdas
por qué nos sublevamos un día como hoy? Porque nos apremiaba la época de
lluvias. Si demorábamos más, no podríamos vadear los ríos. Hoy es la primera
lluvia. Como entonces.
A
través del agujero, el Señor Presidente ve la lluvia precipitarse furiosa desde
el cielo negro. Ve los relámpagos alumbrar el cauce seco. Oye los truenos
retumbar en el lecho vacío. Ve crecer el charco que forma la lluvia sobre las
baldosas al pie del agujero. Ve reflejado en él el cielo negro y los
relámpagos.
— ¡Es
el ajenjo, el maldito ajenjo!
— ¡Somos
tus muertos!
El
Señor Presidente termina de arrastrarse hasta el agujero. Tal vez habría podido
dar la vuelta al recodo, llegar a la terraza, escapar... Pero resbala en ese
charco que refleja el cielo. Se precipita al vacío sin saber dónde es arriba y
dónde es abajo. Cuál es el cielo y cuál el abismo. Y su último pensamiento es
que nunca lo supo. Porque, desde donde él flota ingrávido, se ven exactamente
iguales.
— ¿Se
resbaló?
— Yo
creo que se arrojó.
— ¿Habrá
sido el ajenjo?
— Repetía
que no tenía muertos.
— El
maldito mató a más gente que la peste.
— Yo no
cometeré ese error.
Los
demás observan al del uniforme de gala. Éste prosigue.
— ¿Por
qué eliminar a los adversarios, si puedes comprar sus conciencias y mantenerlos
fieles a ti, rendidos y serviles?
— ¡Muy
cierto!
— ¡En
efecto, tiene razón!
— ¡Es
usted muy sabio, Señor Presidente!
El
del uniforme de gala sonríe, mirando a
las alimañas que salen a la luz con la primera lluvia.
Sus
ojos son dos cucarachas inquietas.
FIN
Consigna: deberás escribir un relato de terror con la POLÍTICA como temática central.
No hay comentarios:
Publicar un comentario