El invierno nos había pillado desprevenidos. En un principio solo se
notaba una cierta frialdad en los rayos del sol que se colaban caprichosos por
entre las ramas de los pinos, después la brisa se convirtió en viento, un
viento que removía la hojarasca parduzca de un sitio a otro de forma aleatoria.
Levantamos la cabeza del sendero que seguíamos por aquella sierra y observamos como las nubes se
estaban apretando unas contra otras en el horizonte y el cielo azul cobalto se
oscurecía igual que una noche sin retorno. Olía a mojado, se metía por la nariz
y hacía cosquillas. La brisa traía de lejos pequeñas partículas de agua y un
manto de nubes prietas que se cernía sobre nuestras cabezas… goterones grandes como monedas comenzaron a
caer al azar. Con un escalofrío nos detuvimos en medio del camino para ponernos
el chubasquero mientras vimos a los animales salvajes buscando cobijo entre el
monte bajo. Los árboles se zarandeaban llevados por el viento en una comunión
resuelta desde hacía milenios. Primero un gran copo de nieve, como una flor
blanca y sedosa, se depositó en mi hombro. Fue sólo el principio de una gran
cortina helada que cubrió el cielo y se tragó la luz del atardecer. De la admiración de contemplar el espectáculo
natural pasamos al pavor de quedarnos atrapados en la montaña. Corrimos por
aquella vereda mientras la tormenta se desataba en silencio. Un silencio que
había contagiado al entorno. No se escuchaban ni los pájaros, la nieve caía sin
sonido y la montaña parecía acogerla con cierto toque místico. A lo lejos vimos
una cabaña, de su tejado salía una lanza de humo que apremiaba a ir más
deprisa, a refugiarse en aquel fuego
extraño y salvador… golpeamos la puerta con los nudillos congelados. El ocaso
era sólo un punto concreto de donde parecía nacer la ventisca. Cuando la puerta
se abrió el calor de la estancia se reflejó en nuestros anhelantes ojos. Un
rudo anciano de edad indeterminada y con una media sonrisa de un solo diente
nos recibió en la entrada. Era una vivienda humilde, rustica, pero caliente.
-Pasad-nos dijo-pronto la nieve se convertirá
en cuchillas afiladas.
Y la pesada puerta se cerró tras
nosotros con un sonido sordo… el fuego tiene la cualidad de renacer los ánimos
o adormecerlos a parte iguales. Estuvimos largo rato mirando las llamas, mudos,
hipnotizados por el crepitar del fuego, hasta que nuestro anfitrión nos invitó
a sentarnos a su mesa, donde ya humeaban unos jarrillos con café.
-Es de puchero… pero revivirá vuestros
helados huesos.
Nos sentamos a la mesa, mientras el
murmullo de las cabras en el tinado llegaba a nosotros como una súplica.
-Voy a atrancar las puertas… en noches
como ésta es cuando salen a buscar comida… el ganado lo presiente.
Y nos dejó allí, mirándonos los unos a
los otros, apurando nuestros cafés amargos. Sorprendidos por tal afirmación.
Sin saber que decir y con el misterio metido en el cuerpo.
Cuando regresó a la mesa nos miró uno por
uno con unos ojos que reflejaban humildad. No se hizo esperar y tras sentarse
en una silla de mimbre que crujió como mil huesos rotos comenzó a contarnos la
historia.
-Dicen que vienen del infierno, que se
escaparon por una de las numerosas puertas de acceso que el averno posee por
todo el planeta… y yo puedo afirmarlo.
“Tuve la mala ventura de cruzarme con ellos. Yo ya había escuchado
cuando era mozuelo aquellas espeluznantes historias. Cuentos que nos narraban
nuestras madres y abuelas para asustarnos y de paso disuadirnos de que no
anduviéramos solos por la calle. El tono de sus voces se hacía enigmático
cuando nos describían los relatos. Leyendas que mostraban a una endiablada
jauría de enormes bestias. Cuya espantosa
particularidad ni se podía nombrar. Recorrían los campos por las noches,
asesinando sin compasión a cualquier ser vivo que tuviera la mala fortuna de
cruzarse en su camino. No había escapatoria, y la muerte era cruel y dolorosa
ya que devoraban vivas a sus presas. A nosotros, los niños, se nos quedaba cara
de alelados, y si salíamos a la calle procurábamos no alejarnos mucho de las puertas de nuestras
casas. Hasta que se nos olvidaba la historia y volvíamos a aventurarnos en el
desafío del asfalto. Pero siempre había alguien que la recordaba y la contaba
de nuevo, a su manera eso sí. El sólo hecho de imaginarlo te ponía los pelos
como escarpias, la sensación escalofriante no te abandonaba nunca…
Yo siempre amé el campo. Desde pequeño,
por eso tenía claro cuál sería mi oficio. La libertad que se percibe cuando vas
con el ganado por el monte es inigualable. Es un trabajo duro, pero
satisfactorio”.
El viejo hizo una larga pausa para
beber de su abollado jarrillo. En su
cara arrugada y tostada por el sol se podían leer todas sus vivencias como en
un libro abierto… los perros en el cobertizo aullaban poseídos por un extraño
miedo.
“La vida en la sierra tiene brega, pero
los años fueron pasando rápido, demasiado rápido. Las hojas de los árboles
mudaron sus vestiduras infinitas veces… ya no recordaba aquella terrible
historia… hasta esa noche.
El viejo talabartero había estado
aquella mañana aquí. Era un gran aficionado
a los espárragos amargueros, y la verdad, de esos abundan por estas
lindes. Estuvimos largo rato sentados al solecito para calentarnos los viejos
huesos, y de paso informarme de cómo iban las cosas por el pueblo mientras nos bebíamos un par de
mostos.
No le echaron en falta hasta el segundo
día. Vi bajar lentamente por la vereda al todoterreno de la guardia civil. En
seguida supe que algo iba mal. Ellos sólo vienen por estos lares si ha ocurrido
alguna desgracia en la montaña o si había un fuego cerca. De boca del sargento
averigüé que el anciano no había regresado a casa y que andaban buscándolo
desde entonces.
-Tú conoces bien la sierra,
Antonio-dijeron -¿quién mejor que tú para ayudarnos a encontrarlo?
No sé porque pero tuve un mal presagio.
Algo en mi interior me dijo que no volvería
a ver al viejo talabartero… al menos con vida…
El sol ya estaba alto cuando comencé a
desesperar. Llevaba un tercio de terreno recorrido y no encontraba hechizos que
me indicaran que un ser humano hubiera pasado por allí. El ansia pudo conmigo.
Aunque conocía la montaña de sobra sabía con certeza que la noche era
traicionera. Sin embargo se hizo la oscuridad y las primeras estrellas
comenzaron asomar por entre un tapiz
denso de nubes. De vez en vez dejaban ver el cielo en todo su esplendor. Desde
allí arriba observé como los guardias se retiraban, más prudentes que yo, que
inevitablemente me hallaba muy cerca de la cima de la sierra. La luz era
escasa, cada paso que daba tenía que ser premeditado. Un resbalón fortuito y
acabaría despeñado colina abajo. Me sabía de memoria todas las veredas que
atravesaban la montaña, un mapa imaginario en mi mente. Me dirigí hacia el lado
opuesto del macizo montañoso. Era un camino más largo, pero menos peligroso
para un descenso nocturno… cuando
llevaba media hora aproximadamente de bajada unos sonidos extraños llamaron mi
atención. Eran como gruñidos, chasquidos, igual que cuando se parte un palo
seco para avivar la lumbre. Procuré acercarme con recelo para averiguar que
era. Al principio solo pude apreciar un bulto que se movía. Una sombra dentro
de otra sombra. Repté entre el matorral intrigado. Al encontrarme más cerca
supe que eran animales salvajes. Y que se disputaban una presa, con tal
contundencia que se escuchaban de forma escalofriante los lamentos de la pobre
criatura, que había tenido tan mala fortuna de caer en aquellas hambrientas
fauces. Los gruñidos, el sonido de la carne desgarrada y el hueso roto me
revolvieron el estómago. Tenía que huir de allí con celeridad. El viento estaba
a mi favor, pero si cambiaba me olerían y entonces sería yo la víctima. Pero
cuando me reincorporé para irme ocurrió la tragedia. Y bien sabe Dios que no
duermo bien desde entonces, y sabe Dios que desde aquella noche atranco las
puertas por seguridad, aunque esta casa se encuentre lejos de la cima de la
sierra… el cielo se aclaró, era como si unas manos invisibles apartaran las
nubes de repente. Una luz creciente iluminó la montaña y aquella escena
dantesca, que me cortó la respiración.
Sobre la presa se abalanzaban llenos de ira una manada de perros, pero,
¡ay! Carecían de pelo. Sus carnes brillaban sanguinolentas. Músculos, tendones,
nervios, palpitando bajo la tétrica luz lunar. Era un espectáculo tan terrible
que mis miembros quedaron paralizados por el terror. En seguida aquellas viejas
historias que nos contaban cuando éramos chiquillos se agolparon en mi cabeza.
Las tenía delante de mí. Como en una pesadilla que se escapa del mundo onírico
para asustar la realidad. No entraba en razones, no quería creerme lo que
estaba sucediendo. Me froté los ojos, en un intento inútil de que aquello tan
atroz desapareciera. Pero aún el destino me tenía reservado un duro golpe. Los
descarnados perros se movían peleándose entre ellos y en uno de esos fatídicos
momentos la presa quedó al descubierto. El alma se me fue a los pies. No era un
animal lo que estaba encontrando la muerte bajo aquella diabólica jauría, no
era una cabra, o una oveja descarriada. Lo que moría despedazado era el viejo
talabartero. No lo puedo decir con exactitud, pero creo que sus ojos me
miraron. Y pude leer en sus pupilas que rezara por su pobre alma. Un inmenso dolor
me atravesó el pecho, pero algo, el instinto de supervivencia, activó mi
adrenalina y mis piernas reaccionaron de nuevo… hui de allí, con la mirada del
viejo clavada en mi espíritu. Pero sabía que ya nada podía hacer por él, que ya
estaba perdido incluso mucho antes de que lo encontrara por casualidad. Bajé a
ciegas por la abrupta montaña, con el corazón palpitante y un sudor frio
perlando mi frente. Cuando llegué a la llanura caí de bruces, derrotado. Así me
encontraron los guardias civiles y esto les conté. Claro está que no me
creyeron. Pusieron un sinfín de estúpidas explicaciones en el informe, cuando a
la mañana siguiente encontramos los huesos pelados del pobre anciano. Pero yo
sé lo que vi.”
El viejo se acercó lentamente al montón
de leña que había al lado de la chimenea, cogió un tronco gordo y atizó el
fuego.
-Es mejor que paséis aquí la noche”
En el cobertizo el ganado se hallaba
inquieto, fuera, como un quejido inhumano, un aullido terrible rompió el
silencio de la noche fría y oscura… nos miramos los unos a los otros y vimos
como el pastor se encogía de miedo, preso de un antiguo recuerdo…
FIN
Consigna: deberás escribir un relato de género libre.
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