Por Paloma Celada Rodríguez.
Caminaba campo a través sin levantar la vista del suelo. La
última misiva recibida no dejaba lugar a la duda: le habían dado calabazas. Él
no quería saber nada de ella.
A pesar de llevar la vista clavada en el
suelo no vio lo que la hizo tropezar y que a punto estuvo de hacerla caer.
Aturdida y con las palabras de rechazo de su amado en la mente miró lo que la
había hecho trastabillar: unas calabazas. Pensó que la vida se empeña en
escarbar en las heridas que ella misma inflige con simbolismos cargados de
ironía: le acababan de dar calabazas dejándola en un estado anímico inestable y
unas calabazas –esta vez de las de verdad– la habían tambaleado literalmente.
Quizás fuera una señal, aunque de ser así
bien podría haberse tropezado con esas cucurbitáceas antes de escribir aquella
carta cargada de sentimientos no correspondidos. Sentimientos que había
entregado cual presente generoso a alguien que los rechazó con la misma
celeridad con la que se rehúsa algo molesto o incómodo.
En estas reflexiones divagaba cuando observó
que una de las calabazas se movía. Había algo en su interior. Recordó un cuento
de su infancia donde una calabaza se convertía en una carroza para participar
en una historia de amor algo rocambolesca pero con final feliz.
Esperó a ver en qué quedaban esos movimientos
extraños. Tras unas sacudidas, por la parte inferior apareció un sapo. Fue
entonces cuando recordó otro cuento de su niñez donde, bajo la apariencia de un
bicho igual, se encontraba un apuesto príncipe. ¿Y si aquello también era una
señal?
Mirando fijamente al batracio también recordó
que había que besar al bichejo para restablecer la forma principesca.
Decidió seguir caminando mirando al suelo y
volver a sus negros pensamientos: le habían dado calabazas.
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