Por Yol Anda.
«Dicen que todas las guerras empiezan por culpa de alguien. Menuda chorrada. Dicen que suele ser una mujer la que las acaba provocando. Brillante estupidez. Por amor. ¿Amor? ¿Y entonces quién es el culpable de comenzar una historia de amor que, a veces, puede ser más cruenta y sanguinaria que cualquier guerra?»
«Dicen que todas las guerras empiezan por culpa de alguien. Menuda chorrada. Dicen que suele ser una mujer la que las acaba provocando. Brillante estupidez. Por amor. ¿Amor? ¿Y entonces quién es el culpable de comenzar una historia de amor que, a veces, puede ser más cruenta y sanguinaria que cualquier guerra?»
Martín
dejó de escribir en el trozo de cartón y lo escondió bajo el camastro en el instante
en que intuyó la presencia de León en la tienda. Era mediodía, el tercer mes del
segundo año, y la suave brisa mecía con descaro la melena dorada de León. Todo
en él era armonía. Su mandíbula fuerte, la nariz perfecta, el sensual fruncir
de sus ojos…, un espectáculo para los amantes de la perfección. Bueno, para
cualquiera, porque la belleza escaseaba en los tiempos que corrían. Ese hombre
tan fuerte, tan bárbaro, estaba ahí de pie frente a él; sereno, con la duda de
no saber si dirigir la mirada a sus ojos o a su entrepierna. Divino. Hizo un
esfuerzo por apartar sus pensamientos y volvió a asegurarse de ocultar bien esa
especie de diario, compuesto por varios trozos de piel de animal, de cartones y
restos de telas que venía acumulando desde que comenzó el conflicto, tumbándose
disimuladamente en el catre sonriendo a León. Este le correspondió y, haciendo
alarde de cómo un hombre puede quitar el aliento a otro, caminó hacia él con
esa dulzura en los ojos que obligaba a uno a amarlo. Se sentó a su lado y
aproximó los labios a su oído.
—Martín,
tengo que decirte que…
Su
voz también era hermosa, profunda. No en vano provenía del mar. Sus padres habían
viajado hasta el continente en cuanto los primeros indicios de la catástrofe mundial
comenzaron a difundirse por televisión e internet. Se conocieron en un antro
del barrio de Montparnasse, donde entonces vivía Martín, convertido ahora en un
descampado de lava todavía humeante y plagado de escombros. Entre copas y
risas, se habían dado cuenta de que lo suyo no era solamente amistad.
—Sorpréndeme
—respondió Martín con sarcasmo.
—Cuando
me desperté, Leonor todavía seguía allí. —El miedo a la reacción de su amante
le recorrió la espina dorsal.
Martín
mudó su mirada apasionada por otra feroz e inyectada en sangre. Leonor. Maldita
hija de puta. Leonor. La esposa de León. ¿Por qué había muerto tanta gente en
esa guerra menos ella? Gente adorable, gente necesaria, gente que no le convertía
en un infeliz. Muchos, cada día, pero nunca ella. Leonor no tenía que estar
ahí, entre ellos dos. Siempre molestando, siempre Leonor.
—¡Cálmate!
Sabes que quiero estar contigo, pero…
La
sombra de los celos no es alargada. Es enorme, gigantesca; tiene forma de caballo
y trota imparable ante todo y pese a todo. No hay quien la detenga y arrasa a
su paso. Llega a cualquier rincón; no hay hueco que se le resista. León era
suyo. Y punto.
«Desde ayer, la munición escasea. El
enemigo va ganando terreno y, atrincherados en este valle, no solucionamos
nada. París se ha convertido en la ciudad de la ruina, la mugre y la
destrucción. Pura mierda. Los hombres y mujeres que luchan a este lado de la
grieta están cayendo como moscas. Tenemos suerte de no caer enfermos por la
podredumbre acumulada por las calles. ¿Calles? Lo que queda de la ciudad es
destrucción y abandono. A veces me pregunto si merece la pena seguir luchando
por malvivir un día más aquí, donde un día se alzó, soberbia, la Torre Eiffel,
donde en cada barrio podías encontrar un buen garito de jazz y conversación
hasta que amaneciera. Y el Sena. ¿Dónde quedó el Sena? Esto ya no es París».
El
motor ruge cuando es accionado y una columna deforme de humo negro sale disparada
por el tubo de escape. Martín, León y tres compañeros más suben al compuesto de
chapas y tuberías que utilizarán como vehículo para aproximarse a la grieta. Decenas
de transportes como el suyo toman rumbo hacia el norte como un escuadrón de
pequeñas hormigas que, sin volver a preguntarse el porqué de todo aquello,
caminan en tropel. Leonor también conduce uno de esos artilugios. Cómo no. Ahí
va Leonor. Parece que ha entendido que su marido prefiere a Martín, pero no deja
de irles a la zaga. Su sombra también es enorme y bufa en sus cogotes.
El
viaje se les hace corto. Quedan menos de un par de kilómetros para llegar. Una
de las mujeres de su vehículo descuerda una bolsa de tela para dar un trago de
agua cuando la escupe gritando.
—¡Ahí!
¡Un gato!
El
grupo busca en todas direcciones, hasta que Martín lo divisa. No están para
derrochar combustible, pero da volantazo y se dirige lo más rápido que el
armatoste le permite hacia el animal, que huye despavorido con parte de un
insignificante roedor entre los dientes. Otro de los hombres extrae una red del
fondo de su zamarra y, con una destreza aprendida a base de hambre, da caza al
animal sin problema. Ya tienen la cena.
«Todo esto lo hago por él. ¿Qué haría yo
sin León? En este mundo de mierda devastado por los terremotos y la crueldad
humana solo él es capaz de iluminar el día. Me fallan las fuerzas y ahí está
él. Me siento solo, lloro como un niño, lamento la mala suerte del día en que
aquel horrendo temblor de tierras dividió el mundo en dos, en dos ejércitos, y
ahí está León para demostrarme que todavía algo vale la pena».
El
abismo es infernal. Los abismos no tienen fondo ni fin. La enorme grieta que los
separa, plagada de cuerdas que cruzan de un lado a otro a modo de puentes
colgantes, es como una gigantesca boca que sonríe. La tierra se cansó de ellos.
Simplemente. Ahora se ríe porque luchan por vivir cuando, en realidad, ¿es eso
lo que quieren? ¿O es el instinto? El sector norte de la ciudad ha avanzado
durante la noche. Han ido reconstruyendo puentes para adentrarse en su
territorio y saquear lo poco que queda. Alguna despensa medio vacía, un par de
gallinas, varias garrafas de combustible… Poca cosa, pero tienen que defender
lo suyo. El Sena dejó de dar sus frutos hace tiempo y sus aguas se vertieron
hasta el mismo centro de la Tierra.
—Mondrian,
saca el arsenal —ordena Martín—. Hoy nos la jugamos.
Mondrian
abre presuroso varios sacos raídos y reparte granadas y bombas de humo. Le
conoció con ese apodo que se puso en honor al pintor, al que adoraba. Contó una
noche de borrachera, después de conseguir unas cuantas botellas de vino
olvidado en un almacén de las afueras, que llegó a tener en sus manos un
original. «Manzano en flor, nada
menos», repetía mientras reía y lloraba al mismo tiempo.
Las
nubes en el horizonte cubren el sol como una capa opaca que apenas deja pasar
la luz. Ojalá llueva, piensan todos. León se queda mirando hacia la grieta y
sus pupilas, normalmente serenas, brillan con el destello de cada hoguera
encendida en el otro lado. Se gira sin saber por qué y descubre a Martín
observándolo. Su gesto se destensa y sonríe con la mirada. Martín es un gran
hombre. Haría lo que fuera por él. Eso le hace feliz. Cuando vuelve la mirada,
las figuras de dos jóvenes besándose apasionadamente se interponen entre la
grieta y él. Frente al caos, ella lo agarra fuertemente de la cintura y él
abalanza ligeramente el cuerpo hacia adelante. No quieren que sea una
despedida, pero tiene toda la pinta.
«Me dijeron que los que se hacen llamar magos
habían desarrollado supuestos poderes de adivinación a raíz de la catástrofe.
Si alguna virtud les quedaba a ciertas personas era la de estimular sus
sentidos y fuerzas más oscuras que permanecían latentes. Así nacieron los
magos: hombres, mujeres y niños que sabían cómo buscar en tu interior y
descifrar lo que iba a suceder a cambio de ropa, alimentos o cualquier baratija
que les solucionara la vida. Su fiabilidad es casi nula, pero cuando la
esperanza está casi perdida, todo vale. Cuando volví de aquella pequeña tienda
instalada en el oeste del campamento quise negar lo que acababa de ocurrir. No
pude escribirlo en aquel momento, por eso lo hago ahora. La mujer, visiblemente
enferma y con apenas cuatro dientes, rio. Rio y su carcajada se elevó hasta lo más
alto de la tienda y la hizo temblar. Me miró con su ojo de vidrio mientras
cerraba el sano y me lo advirtió: vivirás demasiado. Primero me reí. Ahora lo
recuerdo y me estremezco».
Ataviados
con una especie de armadura forjada a base de hojalata, chapa y pieles curtidas,
entran en acción. El armamento cumple su función y consiguen echar a un grupo
de intrusos de uno de los pocos locales que almacenan frutas. En terrenos
baldíos, la única esperanza es sembrar en pequeñas zonas donde el desastre
todavía no ha arrasado con todo. Campos en las afueras de París, cerca de lo
que fue Créteil. Lo más parecido a un pequeño paraíso en medio del caos. Desde
allí traen frutas y hortalizas para repartir entre la gente, que da a cambio lo
que les piden y más. Los oponentes luchan con fuerza, la metralla ruge y los
lugares para esconderse escasean. Leonor combate con furia. Es astuta y ataca
con su arma en los momentos más oportunos refugiada tras lo que queda un muro
de hormigón. Sale corriendo para cambiar de emplazamiento sin darse cuenta de
que está en el punto de mira de su enemigo. León, que lucha cuerpo a cuerpo
contra un chico que no tendrá más de quince años, es consciente de la situación
y corre en su ayuda. La alcanza y la tira al suelo protegiéndola con su propio
cuerpo, que queda inerte tras recibir varios balazos dirigidos a ella.
«El dolor es intenso. Me arde el costado
y no puedo mover la pierna. El ejército del norte se ha hecho fuerte y nos ha
dado una buena paliza, León. Después de hablar con Mondrian y algunos otros,
llegamos a la conclusión de que será mejor abandonar. No podemos con ellos. ¿Sabes, León? He
pensado en quedarme aquí y ni siquiera huir. Ellos parten al alba, pero yo me
quedo. Tampoco voy a luchar. Sé que me espera lo peor, pero no lo puedo hacer
sin ti».
Solo
queda un puñado de tiendas en pie en el campamento. En una de ellas descansa
Martín, tumbado en el camastro como solía hacer, escribiendo sobre las propias
pieles que le sirven de sábanas. León se lo hubiera encontrado de esa manera al
caer el mediodía. Tranquilo, en posición reposada, ocultando torpemente los
retazos de su diario debajo de la cama. León habría mirado hacia otro lado para
disimular, qué iba a hacer si no, quizá hacia su torso semidesnudo, y se habría
aproximado para tumbarse a su lado y sentir una vez más su respiración. Martín
también escucharía la suya. Profunda como el mar, porque de allí provenía.
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