Por Juan Carlos Santillán.
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"Año
6033 de Nuestro Señor Renovado; jornada 40 del Solsticio Estival Boreal; 1,5
Unidades Temporales pasado el Meridiano; 72 grados Escala Modificada de
Celsius; Humedad Relativa 0,2..."
— ¡Calor
de mierda!
— ¡Phillip,
ese lenguaje!
— ¡Perdón,
profesor!
Phillip nunca habría podido imaginar que
esto iba a ser tan aburrido. Si a los quince años te dicen que vas embarcarte
en una expedición espacial como "oficial científico", te dices que
todos esos años armando y desarmando armatostes en la escuela del profesor
Leclerc sirvieron de algo. Y que la pasarás en grande fuera de este planeta
infernal cubierto íntegramente de arena. ¡Frío, por las deidades, un buen
planeta frío es todo lo que pide! Pero ya ha pasado un montón de días, siguen sin
despegar y él se aburre como una piedra. Se ajusta bien el termotraje y decide
salir de la nave a estirar las piernas.
Baja por la escalinata y camina entre las
interminables dunas de Central Park a Times Square, pasando junto a la cabeza
semienterrada de la Estatua de la Libertad. Va, como siempre, pensando en esos
nombres indescifrables. Han pasado de generación en generación sin que nadie
termine de entenderlos. Se entiende qué es "estatua", aunque ya no se
fabriquen, y, por supuesto, se sabe qué es "libertad", pero... ¿por
qué hacerle una estatua? "Times Square" tiene varias
interpretaciones, y parece tener sentido que, si se construyó una estatua a la
libertad, se haga lo mismo con una plaza al tiempo. Cosas de los primitivos.
Pero nadie entiende qué era "Central Park", la única área libre de
ruinas, ideal para el despegue. Lo de "central" se puede entender,
pero... ¿Qué diablos es un "park"? Los pseudocientíficos menos serios
afirman que estaba cubierto de "árboles", entes fundamentados en el carbono
de un tamaño equivalente a cien o mil de los rastrojos contemporáneos. No tiene
sentido, claro, pero hay que recordar que son los mismos que afirman que
entonces había corrientes de agua que circulaban por la superficie. Y que fue
el propio ser humano quien destruyó todo aquello. Sí, claro. Y después va a
resultar que esas ruinas gigantescas no eran construcciones funerarias, sino
que estaban ocupadas por miles de personas haciendo... ¿qué? ¿Esa actividad
indefinida que los paleoantropólogos llaman "negocios"? Buff....
— ¡Tuareg!
—restalla la voz del profesor en el intercomunicador en su manga.
Phillip se incorpora de un brinco y otea
el horizonte. A lo lejos, divisa una gran nube de arena, semejante a una
tormenta. Baja corriendo de la antorcha, pega un salto y sigue la carrera todo
lo que le dan las piernas, rumbo a la nave. Montados en sus monstruosos
megadromedarios, los tuareg descienden la empinada pendiente a una velocidad
tan vertiginosa que ya los belfos de las primeras bestias resoplan sobre las
alas del ornitóptero de reconocimiento cuando Phillip alcanza la nave, y sus
descomunales pezuñas aplastan el pequeño vehículo al llegar el muchacho a poner
un pie en la escalinata. Ésta se retrae veloz y las compuertas se cierran en el
acto, aprisionando la cabeza de uno de los megadromedarios, que estalla como un
fruto maduro, salpicando su sangre en el termotraje cubierto de arena. El viejo
profesor lo empuja al interior
— ¡A
tu cápsula, muchacho!
— ¿Partiremos
ahora mismo?
— ¡Sí,
el combustible no alcanzaría para una maniobra evasiva y un posterior salto a
hipervelocidad, así que pasaremos de frente a lo último! ¡Métete a tu cápsula,
los demás ya están dentro!
Despojándose del termotraje en el camino
hasta quedar por completo desnudo, Phillip atraviesa el reducido espacio y
llega a la Sala de Hibernación, donde sólo quedan libres dos cápsulas.
— ¡Hey,
alguien ocupó la mía!
— ¡Usa
la mía, si lo deseas, muchacho, pero apresúrate!
Una explosión retumba, haciéndoles perder
el equilibrio.
— ¿Qué
fue eso, profesor?
— ¡Sólo
una de las bodegas, pero la próxima vez podríamos no tener tanta suerte!
En las pantallas se ve, intentando
introducirse por el agujero, a un puñado de desagradables tuareg, con su grisácea piel apergaminada desprovista
de vello y sus ojos amarillentos provistos de una tercera membrana traslúcida.
— ¡Van
a entrar!
— No,
en cuanto despeguemos, nos desharemos de ellos. Si alguno llega a entrar,
reventará como un sapo en el vacío del espacio exterior. Cuando pasemos a
hipervelocidad serán historia. ¡Ahora entra a la maldita cápsula!
Phillip se introduce en la cápsula que
señala el profesor, mientras éste termina de accionar un par de controles en
medio del traqueteo y se dirige a la cápsula restante. El muchacho lo contempla
maniobrar desnudo y decide que jamás será viejo. Aunque siente un gran afecto
por el sabio anciano.
— Oiga,
profesor, ¿no sería genial que nos tocara un hermoso planeta frío?
— Ten
cuidado con lo que deseas, muchacho: podría llegar a cumplirse. Hasta pronto,
mi buen amigo.
— Hasta
pronto, Maestro.
El profesor sonríe ante la deferencia del
muchacho, y termina de acomodarse. Oprime un botón y ambas cápsulas se cierran
herméticamente. Todo se estremece con el estruendo del despegue. Lo último que
Phillip ve a través de la convexa cobertura transparente es el destello de la
explosión. Y a los tuareg que, armados con gruesos garrotes, logran ingresar a
la Sala de Hibernación. Después, nada.
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"Año...
cientos... y cuatro de.... Zzz..."
El tablero estalla, echando chispas. La
cobertura convexa se levanta. Phillip abre los ojos. No oye nada más que un
monótono zumbido, como una fuerte ráfaga de viento. Se incorpora, aturdido.
Deja pasar algunos minutos para que sus ojos se acostumbren a la luz, aunque
ésta es escasa y más bien pálida. Una semipenumbra azulada. Finalmente, observa
el interior de la nave a su rededor. Todo está destruido. Las demás cápsulas
lucen destrozadas o estropeadas. La que lo contiene tiene los controles
averiados y presenta numerosas abolladuras y raspones en la cobertura. Por
todas partes, los tuareg son oscuras masas sanguinolentas, lo que quedó al ser
succionados por el vacío del espacio exterior, supone el muchacho, tal como lo
previó el profesor. El profesor. Phillip logra salir de la cápsula a trompicones,
aún incapaz de controlar su cuerpo adormecido por la larga hibernación. Se
pasea por las cápsulas. Observa detenidamente el interior de cada una. Todos
están muertos. Esperanzado, se arroja sobre la última. Pero aparta la vista en
el acto. El profesor es sólo un irreconocible amasijo de tejidos putrefactos.
Aferrado a la fría superficie curva, Phillip llora amargamente por el hombre
que le enseñó tanto y que, aunque sin saberlo, le salvó la vida con su gesto
generoso. No sabe cuánto tiempo ha pasado cuando empieza a tomar conciencia de
su propio cuerpo. Siente frío. Extraña sensación. Se dirige tambaleándose a un
compartimento de la pared, donde el profesor mandó almacenar prendas apropiadas
para todo tipo de clima posible que pudiese recibirlos, y coge una prenda
elaborada con piel animal cubierta de pelo. La cabeza no le da para preguntarse
de dónde diablos sacaron eso. Se la echa encima. Coge una bengala y la
enciende. Está defectuosa, como todo en la nave, pero sirve. El cálido
resplandor suelta rojas pavesas al aire. Phillip sale de la nave por el mismo
agujero que emplearon los tuareg para entrar.
Todo afuera es de la misma pálida
tonalidad azulada. Al fondo se aprecian altos promontorios pétreos. A Phillip
podrían parecerle blancos farallones congelados en una playa, o icebergs
flotando a deriva en un mar casi congelado. Podrían parecérselo si conociera
esas cosas, pero no las conoce. Sólo ve bultos que sobresalen del suelo a lo
lejos. Y uno más cerca. Hacia él se dirige.
Faltando pocos pasos, lo reconoce, aunque
esté cubierto de esa sustancia blanca que sigue cayendo del cielo: las puntas
que salen de la cabeza, el brazo levantado, la antorcha. Es la vieja estatua.
Incapaz de reacción alguna, Phillip se limita a acercar la bengala. Es ella,
sin duda. Vaya. El mundo frío. Su mismo mundo. No viajaron a ninguna parte,
después de todo. Se quedaron ahí. Aunque ignora cuánto tiempo. Y qué pasó con
el planeta. Malditos tuareg. ¿Qué habrá pasado con ellos, entonces? Pero es un
mundo frío, ¿no? Sonreiría, si sintiera el rostro. Se lleva una mano a la boca.
Tiene esa sustancia blanca adherida a la barba. Tiene barba. Y el pelo crecido.
Y arrugas. La cápsula se dañó. Repasándose la cara con los dedos desnudos bajo
el viento helado, nota algo. Le duelen las articulaciones. Sus quince años de
vida consciente no le permiten tomar plena consciencia del pensamiento que
martilla su mente sin cesar: es viejo. Y está absolutamente solo. Pero qué
diablos, ¿es un planeta frío, verdad? Sigue sin poder sonreír. Está sólo. Está
completamente solo. Las lágrimas se le congelan antes de escurrir de sus ojos.
— ¡Si
al menos no estuviera solo! —consigue articular.
De pronto, un ruido. Observa. Al fondo,
levantando una gran nube blanca como una tormenta, se aproxima un numeroso
grupo de jinetes al galope, profiriendo salvajes gritos. Phillip termina de
entender, con la cruel sabiduría que no dan los años, sino la experiencia, que
debe tener mucho cuidado con lo que desea. Porque puede cumplirse. Finalmente,
consigue sonreír. Sabio, sabio profesor.
La primera lágrima se descongela. Ya no se
siente solo.
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