Por Asier Rey Salas.
El mundo se iba a la mierda. Desde que los tamagochis, los lunnis y hasta los paninis habían llegado al planeta Tierra, el arte de lo políticamente correcto había convertido a hombres hechos y derechos en completos majaderos sin futuro. Despertaban, iban a trabajar en puestos aburridos y mediocres y retornaban a casa, a hablar de las mechas californianas de Karmele Marchante y del escroto postizo de Alessandro Lecquio. Pura energía desaprovechada, caldo de cultivo para que auténticos Flanders de la vida se convirtieran en los malotes del barrio. El universo se colapsaba sobre sí mismo, en una hermosa explosión de sirope de arce y cacahuetes con sabor a gamba.
El mundo se iba a la mierda. Desde que los tamagochis, los lunnis y hasta los paninis habían llegado al planeta Tierra, el arte de lo políticamente correcto había convertido a hombres hechos y derechos en completos majaderos sin futuro. Despertaban, iban a trabajar en puestos aburridos y mediocres y retornaban a casa, a hablar de las mechas californianas de Karmele Marchante y del escroto postizo de Alessandro Lecquio. Pura energía desaprovechada, caldo de cultivo para que auténticos Flanders de la vida se convirtieran en los malotes del barrio. El universo se colapsaba sobre sí mismo, en una hermosa explosión de sirope de arce y cacahuetes con sabor a gamba.
Todo estaba perdido... ¿todo?
No, rediós; una panda de ultrafrikis
monstruosos, comandados por Sinead O'Connor, mantenían la dignidad del ser
humano en un punto intermedio entre Betanzos y Laredo, por no decir donde
Cristo dio las tres voces.
Un día de verano, cuando Zakatrón vio
lo que la hiperglucemia le estaba haciendo a todos sus amigos, se puso una
cresta de clavos, se pintó como una puerta y gritó a los cuatro vientos:
"¡aquí está mi polla!". Rebuscó entre los barrios marginales, puso
anuncios en fotocasa... hasta pagó por entrar a un concierto de Iron Maiden,
con la secreta esperanza de encontrar a duros supermachos entre sus fieles.
Para su desgracia, no había más que seres pusilánimes con capacidad cero de
asustar al personal. Infraseres. Desechos humanos, que veinte años atrás
habrían sido apalizados por todos sus compañeros de clase, pero que ahora eran
lo más de lo más, la flor y nata de una sociedad alienada.
Solo en su particular cruzada, dejó a
un lado el onanismo y se puso a hacer dominadas en el parque del Retiro, a
meditar sobre la deriva del planeta y a ponerse cachas como un mulo. Pero hete
aquí que, sin comerlo ni beberlo, una payasa con el pelo corto bajó de su cajón
de madera, le agarró del paquete inguinal y le susurró bajito al oído: "no
eres el único malote del mundo... aún quedamos unos supervivientes".
A Zakatrón se le puso como un litro
vino de pensar que había aún esperanza. Siguió confiado a aquella desconocida,
mientras se masajeaba los huevos y tarareaba: "nazin compers tu
yuuuu". Penetraron en zonas boscosas, el parque del Retiro quedó muy
atrás, casi se veían los estudios de Fuencarral cuando Zakatrón se atrevió a
preguntar:
—¿Pero tú ya sabes a dónde vamos,
shiquilla?
Y Sinead le guiñó un ojo y siguieron
caminando, sin rumbo fijo, hasta llegar al mar.
Allí, un grupo de perroflautas cantaba
alocadamente éxitos de Tino Casal, con falsete y todo, lo que le provocaron
arcadas a Zakatrón. Estaba Peloloro, estaba la Maritoñi y un hijo secreto de
Joaquín Sabina, con bombín a juego. Eran la antítesis de lo que andaba
buscando.
Sinead se acercó a ellos y detuvo la
música con su presencia.
—Dejad de hacer el gocho y saludad a
nuestro nuevo compañero. Se llama...
—Blakandeker -mintió Zakatrón. No le
gustaba aquel hatajo de niñatos.
—Bienvenido, Blakandeker. Bienvenido a
la sociedad secreta de los fils
du sang.
Aquello le sonó a patochada al bueno de
Zakatrón, pero decidió quedarse, a ver qué coño fumaban aquellos tarados.
Aparte, que no llevaba bonobús del Alsa y lo mismo se perdía entre carballos.
El hijo secreto de Sabina se tocó un
botón oculto bajo el bombín y una compuerta se abrió entre la hierba. Comenzaron
todos a bajar ordenadamente, ante la atenta mirada de Zakatrón. Lo mismo estaba
ante unos auténticos conspiradores de la pradera.
Sinead cerró el portón y alguién
encendió una luz. Lo que apareció ante los ojos de los presentes dejó sin
aliento al recién incorporado.
—Te mola, ¿eh, Blakandeker?
Claro que le molaba. Ahí, ante sus
ojos, había infinidad de instrumentos de tortura; había una doncella de hierro
del siglo XV, un arsenal de cuchillos mal afilados... y, como guinda del
pastel, un hombre. Desnudo y amordazado, permanecía atado sobre una silla de
mimbre, sudoroso, jadeante. Alguien le había cortado las dos orejas, y el tic
nervioso de su ojo dejaba bien claro que no estaba disfrutando con ello.
Maritoñi se acercó lentamente, con una
navaja de capar gorrinos en la mano, mientras el hombre balbuceaba cosas
ininteligibles. Estaba completamente aterrado.
—Has sido un hombre muy bueno, ¿verdad?
El hombre asentía, entre lágrimas.
Aquellos bastardos le habían jodido la vida.
—No sé si sabes que aquí queremos justo
lo contrario. Queremos que seas malo, muy malo...
Volvió a asentir, con la mirada
confundida.
—Así que sé malo. Vamos, te desataré si
me prometes que le meterás tu micropolla a mi amiguita la payasita mona. ¿Trato
hecho?
Asintió por tercera vez. Maritoñi cortó
las cuerdas con la albaceteña y dejó que aquel desdichado se acercara,
lujurioso, a Sinead. Esta apenas se movía, indiferente, como si no tuviera
miedo de ser mancillada por ese Doraemon de carne.
La agarró de las muñecas, la tiró
contra el suelo. Justo cuando las cosas parecían ponerse interesantes para el
hombre sin orejas, llegó Maritoñi desde atrás y resolvió aquel nudo gordiano
con exquisita precisión.
—¡Que le corten la cabeza!
Y de un certero tajo, la micropolla del
hombre se deshizo sobre el suelo del zulo. Un segundo después, una bola de
queso con ojos cayó sobre el mismo sitio, quedando su boca inerte a escasos
centímetros de su propio falo.
—Maravilloso, sencillamente maravilloso
-acertó a decir Zakatrón.
Entonces, como en una película de
Hollywood, todos corrieron a abrazarse, reconfortados por la pasión que les
embargaba a todos y les diferenciaba de la abulia del resto de los mortales.
Solo una cosa perturbó la aparente
felicidad de Zakatrón. Sobre una repisa, entre grilletes y zurullos resecos,
había un cromo de la liga de fútbol. Aparecía Bango, pero eso a Zakatrón le
daba igual. Lo que le preocupaba, lo que le ensombrecía el ánimo, era que el
cromo era de la colección de Panini.
¿Hasta qué punto podía confiar en la
pureza de aquellos fils du
sang?
* * *
Pasaron los años y Blakandeker era
feliz. Ya apenas recordaba su viejo nombre, pues se dedicaba a percutir a la
bella irlandesa a base de bien mientras Peloloro y Maritoñi le hacían los
coros. Por las mañanas, atracaban bancos y tiendas de Apple; por las tardes,
sexo y partidas al Grand Theft Auto. Eran los Bonnie and Clyde del siglo
veintiuno, pero en versión extendida de cinco. El hijo de Sabina se pintó una
raya en el bombín y se pintó la bandera de la República de Weimar en el bolo,
que leer a Coelho tiene esas cosas. Eran todos felices.
Entonces, a Sinead se le ocurrió un
nuevo plan. Todos escucharon con atención los detalles, los horarios, las vías
de escape. Otros cien mil euros a conseguir del banco, la sopa boba a escasos
centímetros de sus manos. Blakandeker se emocionó tanto con el plan que cuando
le dijeron que entraría en la entidad el primero se vino arriba y dijo que sí.
Luego, más tarde, se daría cuenta de su error.
Llegó el día, la hora, el lugar.
Blakandeker se metió, hasta arriba de speed y tang naranja, en la boca del
lobo. Arriba las manos, quieto tor mundo, plata o plomo. Y entonces, donde
debía haber gente atemorizada y dinero a espuertas, se topó con decenas de
polis cachas y con cara de pocos amigos. El pobre Blakandeker se sentía
confundido. "¿Qué puñetas está pasando?"
Entonces, Sinead se quitó la careta, y
Zakatrón -pues ya no iba a ser nunca más Blakandeker- comprendió. Había sido
ella todo el tiempo, Era la mismísima Karmele Marchante, ávida de poder y
pleitesía hacia su persona. Había descubierto, con infinidad de micrófonos
ocultos por toda la ciudad, que aquel zumbado se las daba de contracultural y
de tío duro. Creó una mentira en la que Zakatrón caería sin remedio, hasta ser
destruido.
Karmele se acercó a Zakatrón y le miró
con lástima. Al fin y al cabo, se había encariñado de él. De aquel gusano
antitodo que no quería formar parte del sistema.
—Que sepas que el del bombín me lo
hacía peor —susurró, a modo de disculpa.
Zakatrón vio pasar infinidad de
imágenes por su mente, y lloró. El disfraz de payasa, los tarados de la
guitarra, el asesinato en directo... todo había sido una pantomima.
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