Por Ismael Manzanares.
Consigna: Libre.
Consigna: Libre.
Texto:
He
gastado doscientos treinta y cinco pares de zapatos caminando por las calles de
París. He gastado zapatos y más zapatos, tantos que con ellos podría dar varias
vueltas al planeta, un auténtico botín para perros famélicos, un tesoro de
cuero y cordones. He caminado por las arterias de la ciudad más bella del mundo
y he hecho de mi soledad un sayo, me envuelvo en mi silencio interior y me dejo
empapar por los sonidos de la urbe, por el runrún de los viandantes, por las
fachadas de los edificios que tan bellamente han ido creciendo a orillas de la
calle, porque yo, cuando camino, miro al cielo, elevo la vista hacia las
alturas como si quisiera volar, y así descubro un mundo diferente, un mundo
paralelo al que existe a pie de tierra, un mundo de aristas y azoteas y luz
brillantísima, un espacio etéreo donde viven lectores, trapecistas frustrados,
voyeurs de las vidas ajenas, solitarios encaramados a su balcón que sueñan con
ser gatos; a veces gatos temerarios que sueñan con ser pájaros; y siempre pájaros
que no sueñan con nada más que poder cagar en mi calle. Miro hacia las alturas
y es un problema, debería mirar solo hacia el suelo, pero no puedo remediarlo. Porque
soy barrendero y esa es la razón última de que gaste tantos zapatos.
Te cuento todo esto porque así fue como te
encontré. Yo caminaba por el boulevard Saint-Michel ajeno a todo, era un día
ventoso y las hojas del cercano Jardin du Luxembourg revoloteaban por todas
partes, un auténtico baile de otoño, los vástagos juguetones se levantaban en
una hélice de papelitos y arenilla, girando y elevándose como hijas del aire
que eran. Entonces levanté la vista entre ese remolino ocre y te descubrí en lo
alto de una farola. Balanceabas las piernas como en un columpio, indiferente
hacia una altura que me daba vértigo incluso a mí. Eras tú, no cabía ninguna
duda, una hoja revoltosa se elevó hasta rozar tu mejilla, quizás para darte un
beso o un pescozón como de niño pequeño y tú la apartaste con un gesto casual,
así. Después agitaste una mano blanca y me saludaste.
No
supe qué pensar. Volví la vista al suelo, medio avergonzado, y continué
barriendo hasta llegar al final de la calle, ni tan siquiera un poco alterado
por el hecho de verte de nuevo, tan fresca en lo alto de aquel mástil de metal,
como si todo no fuera más que una feliz ocurrencia, el desliz de un viejo que
desvaría, el chorrito de agua que se escapa de una tubería ajada por los años.
Pero al doblar la esquina volví la mirada y seguías allá arriba, con el viento
ondulando tu falda y rodeada por las hojas que, libres de mi vigilancia, se
desbordaban de nuevo por la calle como un alud otoñal. Supe que eras real.
He
gastado pares y pares de zapatos y alguna cosa he aprendido sobre la soledad.
La soledad se encuentra en las puertas de un colegio que se abre, en el
bullicio de una boca de metro de la que emana un caudal intermitente de
personas, en la parada vacía que deja un autobús que acaba de pasar. La soledad
es el eco de las llaves al abrir la puerta de casa, es la oscuridad que repta
por la noche montada a horcajadas encima de uno mientras piensa en el pasado,
mientras te ve como eras antes, al otro lado del océano, en Buenos Aires, antes
de que te fueras a París, cuando yo todavía dedicaba mi tiempo a inflar la
cabeza de los universitarios con insulsas teorías acerca del tiempo y la
relatividad. El tiempo es lo que nos separa de lo que no hemos vivido, eso lo
sé ahora que soy barrendero y no antes en mi ignorancia de erudito, en la
pequeña pieza que compartíamos se dilataba hacia el infinito sobre tu piel
blanca, se condensaba en la pava del mate, se confundía con tanto libro por las
esquinas y al fin se reflejaba en el azul de las paredes estucadas, azul como
el cielo bajo el que he gastado centenares de zapatos.
Repetí
la ruta al día siguiente, mi supervisor ya no sabe qué hacer conmigo, a veces
creo que me mataría si pudiera, pero yo volví al boulevard Saint-Michel con el
corazón ligero de todos modos. No estabas sobre la farola. Me encogí de hombros
e imaginé la cara del supervisor, roja como la de Hitler en su búnker, pero dos
manzanas más allá te encontré de nuevo, encaramada a la viga desnuda de un
edificio a medio construir. Me mareaba verte tan alto, pero aun así sentí el
impulso de subir, de comprobar con mis propias manos si tu pelo era real, si tu
cuerpo era tibio como yo lo recordaba, si tus ojos devolvían el brillo de los
míos. No lo intenté, pues era imposible que hubieras llegado allí: habrías
necesitado arneses, ganchos, cuerdas, qué sé yo; habrías sentido frío, temor,
vértigo, un súbito apretón en los intestinos; no posarías tu brazo desnudo
sobre el metal, no mirarías al vacío como quien mira una película, no me
dedicarías una sonrisa risueña.
A
partir de ese día comencé a encontrarte en mi deambular diario. Entonces me
apoyaba en mi escoba y te hablaba.
Encaramada
al tejado ruinoso de un teatro abandonado:
—Hoy
he visto un mimo. Ha dibujado una caja alrededor de mí y se ha quedado
esperando. Yo me he echado a reír y él ha abierto la puerta, invitándome a
salir. ¿Sabes? Cuando he salido de la caja me ha dado un abrazo y hemos
permanecido ahí los dos, sosteniéndonos mutuamente durante unos segundos, durante
toda una vida.
En
lo alto de las columnas del Trocadéro, con tus brazos rodeando las rodillas:
—Recuerdo
cuando tocaba tu boca, allá en la piecita de Buenos Aires, y de tu boca mis
dedos bajaban por tu mejilla, rozando tus ojos cerrados, deslizándose por la
frente hasta tu pelo, donde mis dedos se enredaban como pajaritos, después
tironeaban con suavidad de tus orejas diminutas y se deslizaban por tu cuello,
largo como el de un cisne, los dedos llamaban a mis labios y tu suspiro nacía,
yo no era más que tu pelo, mis dedos, tu aliento, siguiendo la línea de tu
mentón de vuelta a tu boca, tu boca, tu boca.
Abrazada
a una pierna del ángel dorado en la Place de la Bastille:
—A
veces escucho el sonido de la noche y tengo miedo, miedo de volver a llorar por
cualquier tontería, miedo de no haber hecho con mi vida lo que debería. A veces
me parece como si los árboles que susurran por la calle me hablaran en un
lenguaje que he olvidado. A veces tengo la impresión de que solo falta un
poquito, apenas esto, para que todas las piezas del mundo encajen en su
posición. A veces, solo a veces. ¿Sabes? Tendrías que conocer a mi supervisor.
A
la vuelta de uno de mis recorridos una persona amable se me acercó para
preguntarme si me encontraba bien, yo estaba perfectamente y así se lo dije,
pero el hombre me observó marchar con una mueca de preocupación. Cuando llegué
a mi hogar fui directo al excusado y allí me miré en el espejo para averiguar
cuán mal me veía; tengo la piel tostada, surcada de arrugas por una vida a la
intemperie, no obstante entre las muescas de la edad me pareció encontrar un
rejuvenecimiento, una piel más lisa y más lozana, un pelo que se lanzaba a la
reconquista del terreno perdido. Con timidez esbocé una sonrisa. Desde la pared
contigua se escuchaban los golpeteos de la cabecera de la cama, cuando mis
vecinos ponen a ello son como conejos, yo pensaba en la dicha de la juventud y
en los lejanos días de Buenos Aires mientras observaba mi rostro floreciente; los
jadeos amortiguados iban subiendo de intensidad y entonces encontré el motivo
de la discordancia que tal vez ese buen samaritano había detectado en mí; el
espejo devolvía una mirada que, a pesar de la sonrisa, era triste. El tableteo
de la pared adquirió un tinte frenético, como de tren de mercancías, yo me
miraba a los ojos y veía reflejada la soledad, el vértigo de tu ausencia de
años, el frío de las calles de París prendido en lo profundo del iris, un
conocimiento doloroso del que no puedo evadirme. Mientras mi reflejo luchaba
entre la primavera y el otoño, el dúo de gemidos alcanzó su éxtasis glorioso, un
ahhh prolongado, una liberación de la que yo anhelé tomar parte, tanto en
cuerpo como en espíritu, y esa revelación me dejó asombradísimo. Comprendí que
necesitaba una prueba de fuego.
La
indigente se arropaba en una manta junto a un castillo de cartones. El cuello
de una botella sobresalía de una bolsa de papel, cangurito tierno al que besaba
de cuando en cuando. Una persona así nunca me mentiría, porque has de saber una
cosa: los barrenderos y los mendigos compartimos una verdad secreta bajo los
cielos del mundo, si no me crees puedes mirar en los ojos de uno de nosotros y
así lo sabrás con certeza. Con el corazón en un puño me apoyé en mi escoba y le
pregunté. Ella buscó donde yo le señalaba. Después volvió la vista a mí y
sonrió, alzando su dedo índice, y al seguir la dirección yo vi, encaramado a un
árbol, a un señor de barba blanca e impecable compostura, que asentía con
afabilidad a mi interlocutora desde las alturas.
He
gastado cientos y cientos de zapatos caminando durante todos estos años y aquel
día gasté un par más: cepillo y escoba quedaron abandonados junto al carrito
huérfano de barrendero, mi supervisor aulló de indignación en alguna parte,
pero yo ya corría por las calles de la ciudad, me parecía que el mundo se había
invertido y yo, más que correr, volaba por un espacio de cornisas y balcones,
de nidos de pájaro y de cometas enredadas, de anuncios de neón y de globos que
los niños dejan escapar, un lugar donde el aire circula más limpio y las nubes
son los adoquines del cielo, mi yo en tu alto. Había esperanza, me había sido
dada la oportunidad de volver a tocar tu luz. C’est la vie.
Te
encontré de nuevo sobre una farola. Me miraste y sonreíste. Yo esperé a
recuperar el aliento, me ajusté los tirantes y entonces comencé a trepar,
arañando el metal, con todo mi cuerpo dedicado a la imperiosa necesidad de
ascender, centímetro a centímetro, año a año, hacia donde tú esperabas,
recortada frente a la luz de un sol rotundo y definitivo, rodeada de un cielo
de increíble color azul. Tal vez fueron mis esfuerzos los que llamaron la atención:
debía parecer un demente encaramado en aquel poste. Unas manos duras me
agarraron y me devolvieron a tierra, Vous
êtes détenu, yo me resistí cuanto pude pero la policía no se anda con
contemplaciones. Cuando pude recuperar el control sobre mí mismo les expliqué,
con frenético entusiasmo les hablé de ti. Los gendarmes alzaron la mirada hacia
la farola y al instante la bajaron. Vi compasión en sus rostros.
Porque
tú no estabas donde yo señalaba. No estabas.
Cerré
los ojos y me tambaleé. Los agentes, gentiles, me sostuvieron con delicadeza.
Cuando pude abrir los ojos vi sus zapatos: estaban tan gastados como los míos. Como
en un sueño fui conducido al coche patrulla, a donde me hicieron entrar con una
mano en la cabeza. Sentado en el asiento de atrás, eché una última mirada a
través de la ventanilla hacia las calles que tantas veces había recorrido. La
sonrisa volvió a mí. Porque allá te encontrabas, en lo alto de una grúa, balanceando
los pies descalzos, juguetona, con tu pelo ondeando libre, las palmas de tus
manos acariciando el viento, la mirada perdida hacia el infinito.
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