Por Ismael Manzanares.
«El contorno parece estar en orden. La línea ondulada … sí, también. Los colores del fondo son engañosos, hay que revisar con mucha atención. El plástico parece estar intacto, pero nunca se sabe. ¿Esto es un punto, o una punzada? Hmmm… A ver, la tipografía: “Sensibilidad natural”, “Sabor a fresa”, “Tamaño gigante”. Nada. Todo está en orden».
«El contorno parece estar en orden. La línea ondulada … sí, también. Los colores del fondo son engañosos, hay que revisar con mucha atención. El plástico parece estar intacto, pero nunca se sabe. ¿Esto es un punto, o una punzada? Hmmm… A ver, la tipografía: “Sensibilidad natural”, “Sabor a fresa”, “Tamaño gigante”. Nada. Todo está en orden».
Mr.
Ironicus termina la inspección del paquete de preservativos y resopla
satisfecho. Hamlet y McFly se desperezan, y en ese momento los tres se dan
cuenta de que ocurre algo extraño.
No
se escucha ningún sonido.
Luis
se incorpora. Le duele la espalda. Ha pasado un rato absorto en la inspección
del paquete que ahora sostiene. Si Hamlet no fuera tan neurótico, no habría
hecho falta que Mr. Ironicus revisara el puto paquete hasta la extenuación. Pero
¿quién sabe? Cualquier culero puede pinchar el paquete y chingarle la vida a un
hombre. En fin.
La
cosa es que es extraño que un supermercado en hora punta esté tan silencioso.
Luis está solo en el pasillo, entre baldas repletas de jabones líquidos y acondicionadores
de pelo. La quietud hace que Hamlet se revuelva un poco, pero no se atreve a
quejarse después de la escena del paquete de condones. McFly lleva tanto tiempo
aburrido que parece no existir. Luis se encoge de hombros, toma los
preservativos y camina por el pasillo solitario hacia las cajas registradoras.
Entonces
las luces se apagan con un chasquido, primero las del fondo con un clac
rotundo; después la siguiente hilera, recortando el limitado horizonte del
autoservicio; y así, como una marea creciente, recorren todo el espacio hasta
inundar el lugar que ocupa Luis con su negrura. Hamlet chilla, Mr. Ironicus
aguza el oído, McFly se activa. Luis, en definitiva, se detiene en espera de
acontecimientos.
Pero
nada ocurre. Todo está en silencio. El espacio, tan diáfano y luminoso hace
apenas unos instantes, se ha transformado en una cortina impenetrable de
oscuridad.
—Me
asfixio —dice Hamlet.
—Calma,
insensato —responde Mr. Ironicus—. Todo se resolverá en unos instantes.
—Que
no se resuelva —intercede McFly—. ¿Es que no os dais cuenta de las
posibilidades? Si esto dura, podremos hacer lo que queramos. Imaginad: el
pasillo de los juguetes, con los monopatines para hacer lo que queramos. O
mejor, imaginad: el pasillo de las bebidas alcohólicas.
La
emoción de McFly, desatada ante la posibilidad de aventura, fluye por las venas
de Luis como un líquido incandescente. Mr. Ironicus hace un rápido cálculo y
estima que el citado pasillo de las bebidas espiritosas se encuentra,
aproximadamente, en aquella dirección. Todos ignoran al lloroso Hamlet, y Luis
se pone en movimiento con cuidado, extendiendo los brazos para no golpearse con
las baldas.
Es
extraño. La cuestión es que hay una sección de televisores que debería
proporcionar cierta iluminación atmosférica, pero en el espacio abierto del
supermercado no se advierte claridad alguna. Pese a todo, Luis comienza a
distinguir contornos a medida que sus ojos se van acostumbrando a la ausencia
de luz. Aquí, una esquina; allá, el borde de un canasto…
Luis
tropieza con algo y se cae.
—¡Maldita
sea! —masculla Luis. La exclamación resuena de manera incómoda en el silencio.
Cuando el sonido se desvanece queda un vacío mayor, más silencioso si cabe.
—La
oscuridad nos está escuchando —gime Hamlet.
—La
oscuridad nos escucha —se burla McFly— y a mí me ha dicho al oído que el ron
cubano está por allí.
—La
oscuridad no nos escucha —responde categóricamente Mr. Ironicus—. Qué
desfachatez. ¿Con qué nos hemos tropezado?
Luis
se gira y tantea. Hay un bulto en el pasillo: no debería haberlo. Recuerda la
pequeña linternita que metió en el bolsillo anoche, durante el largo turno en
el hotel, cuando tuvo que levantar el fusible de la luz. Echa mano de ella y la
enciende.
La
luz de la linterna ilumina el rostro de un cadáver. Luis reprime el grito que
Hamlet emite sin parar. La cara está contraída en una mueca de terror; por la
comisura de los labios desciende una línea roja de sangre; los ojos, abiertos,
se fijan con vidriosa insistencia en Luis, que se apoya en Mr. Ironicus para morderse
la lengua, pero no tanto como para no retroceder asustado. La linterna ilumina
febrilmente los alrededores, dejando ver diversos bultos más a un lado y otro.
—Oh,
oh —dice McFly—. ¡Esto se pone interesante!
—Silencio
—interrumpe Mr. Ironicus. El tembloroso Hamlet tiembla y se calla, previendo
futuros desastres.
Y
así es. En el silencio impenetrable de la oscuridad más allá del alcance de la
linterna, un gruñido se eleva, bajo pero inconfundible. No recuerda el sonido
de ningún animal que Luis conozca. De hecho, no recuerda el sonido de ninguna
cosa que esté viva. Esta vez ni McFly ni Mr. Ironicus hacen comentario alguno.
Hay veces que no es necesario.
De
entre la negrura, al fondo del corredor, se hacen visibles dos cuernos altos y
retorcidos sobre una cabeza peluda, algo vagamente diabólico, sucio y
tenebroso, sin rastro alguno de humanidad. Luis no necesita más. Se levanta y
corre.
—Lo
sabía lo sabía lo sabía lo sabía —gime incansablemente Hamlet.
Un
bramido resuena a sus espaldas. Luis corre a ciegas, con la luz de la linterna
iluminando espasmódicamente los pasillos repletos de comida para gatos, de
abrillantador de coches, de libros, de peras y manzanas. Corre y corre, pero el
bramido a su espalda no hace sino aumentar de intensidad. Corre y salta, porque
el suelo sigue sembrado de cadáveres en las posturas más inverosímiles. Corre y
golpea los laterales, haciendo caer paquetes de cereales y torres de papel
higiénico, con el afán de que los productos frenen el avance de aquello que le
persigue y que suena cada vez más cerca.
—¡Maldita
sea, lucha! —gime McFly. Pero está en minoría.
Luis
reconoce el corredor. La salida está al final. Pero hay una figura que bloquea
el paso. Luis se abalanza sobre ella, jadeante. No tiene energías para decir
nada. El hombre que le sujeta afablemente mientras recupera el aliento no es ni
más ni menos que el mismo Santa Claus.
—Quieto,
Rodolfo, quieto. —Por el corredor se acerca el reno, dando pasos con lentitud—.
¿No ves que has asustado al pobre chiquillo?
Luis
intenta parapetarse como mejor puede detrás del robusto brazo de Santa, pero
este no se lo permite. La risa jocosa del anciano resuena un tanto lúgubre en
la oscuridad. El reno Rodolfo no se parece en nada a como lo describen en las
fábulas navideñas. Más bien parece un engendro expulsado del infierno por mal
comportamiento.
—Veamos,
qué tenemos aquí… —dice Santa, extrayendo un papel grasiento del bolsillo—.
Luis Ironicus Maximus. Natural de Guadalajara, aficionado a los videojuegos y a
las películas. Soltero, bla bla bla —suspira—. Vamos a ver, Luis, ¿qué regalos has
pedido este año?
—Un
monopatín volador —responde McFly.
—Una
jaca que me monte hasta dejarme en carne viva —responde Mr. Ironicus.
—Yo
solo pido que me dejen vivir en paz —responde Hamlet.
—Nada.
No he pedido nada, señor —responde Luis, indeciso.
Rodolfo
resopla con pesadez, dejando caer un reguero de baba sobre el suelo. Plic,
plic. Santa se mesa la barba, pensativo.
—¿Así
que nada? ¿Estás seguro?
—Mala
pinta. Arréale y sal pitando —sugiere McFly.
—Sé
honesto. Santa sabrá si mientes —apunta Mr. Ironicus.
—¡Dile
que sí has pedido algo, adúlale, miente como un bellaco! ¡Le vas a hacer
enfadar! —gimotea Hamlet.
—Le
estoy siendo sincero —responde Luis, algo trémulo.
—Hmmm…
está bien. Rodolfo, descansa —responde Santa Claus—. Parece que Luis no es uno
de esos chingones que hacen de mi vida un auténtico infierno. Quizás… —Rodolfo
emite un bramido suave, cargado de mal aliento y moco— pero sí, tienes razón,
viejo amigo. Es mejor asegurarse. Dime, amigo Luis, ¿qué música te gusta?
¿Acaso te gustan los villancicos?
El
silencio se envuelve alrededor de los tres: Luis, aún jadeante y sintiendo una
fría corriente de aire correr por su nuca; Santa, gordo y mal encarado,
observándole con unos ojos astutos y duros; Rodolfo, frente a ellos, con los
cuernos manchados de un rojo brillante.
—Korn
—responde McFly.
—¿Por
dónde empezar? Mago de Oz —responde Mr. Ironicus.
—Uh…
¿Pantera? ¿Megadeth? ¿AC/DC? —gime Hamlet.
—No
me las canciones navideñas, señor. Lo mío es el rock duro —responde, con
seguridad, Luis.
Santa
parece asentir y se desplaza imperceptiblemente a un lado. Luis se da la vuelta
y camina hacia la salida, dejándoles a sus espaldas. La luz que entra por la
única puerta del supermercado, entre cadáveres de empleados y compradores,
dispara una punzada de dolor en su cabeza. McFly, Mr. Ironicus y Hamlet se
hunden en las profundidades de su mente. Luis empuja el cristal y sale,
sintiendo nacer los principios de una nueva jaqueca.
--FIN--
Datos del receptor:
Luis
Ironicus
Aficiones:
videojuegos y ver peliculas
Lugar
donde se desarrolla: un supermercado
Edad:
32
Estado
Civil: Muy soltero
Lugar
de nacimiento: Guadalajara México
Trabajo:
Reepcionista nocturno en un hotel (creo que esta embrujado)
Miedo
mas profundo: que me toque un condón defectuoso
Dos
libros películas o canciones: Hamlet (libro) y Volver al futuro (pelicula)
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