Por Paloma Celada Rodríguez.
—¡Malditos bichos! No me podía haber tocado otro proyecto. De tres posibles trabajos me tuvo que caer el único que no me gustaba, el de los insecticidas. ¡Qué voy a contar yo sobre insecticidas si a mí no me pican los mosquitos!
—¡Malditos bichos! No me podía haber tocado otro proyecto. De tres posibles trabajos me tuvo que caer el único que no me gustaba, el de los insecticidas. ¡Qué voy a contar yo sobre insecticidas si a mí no me pican los mosquitos!
De
esta manera iba rezongando por la Rambla del Carmelo, Ariadna. Tan solo hacía
dos meses que había terminado el grado de publicista y ya estaba trabajando en
una reputada agencia de publicidad. Con su flamante título bajo el brazo se
presentó a una entrevista de trabajo y, para su sorpresa, la admitieron.
Claro,
que la alegría le duró más bien poco. Como era la última en recalar, y novata,
más que apreciar su desbordante ingenio lo que solicitaban de ella eran
trabajos de poca monta, como rellenar impresos solicitando permisos de rodaje
en la calle para filmar los anuncios que la agencia gestionaba.
Sin
embargo, hoy parecía que su suerte había cambiado. La habían convocado a una
reunión donde se repartirían tres proyectos nuevos que habían sido concedidos a
la agencia. Uno de los proyectos era una petición de la oficina de turismo de
Suecia que quería promocionar las visitas a ese país, otro era una campaña
sobre la violencia de género y el último era el que Ariadna automáticamente
bautizó como “el de los bichos”, un anuncio para una famosa empresa de
productos sanitarios entre los que se encontraban unos aerosoles repelentes de
mosquitos.
Cuando
Ariadna leyó los resúmenes de las tres campañas se quedó prendada de la de
violencia de género. No es que fuera particularmente susceptible al problema
–ella nunca había sufrido ese tipo de agresión y ni siquiera conocía a nadie
que la hubiera padecido–. Además, Ariadna siempre fue una egoísta; los problemas
de los demás le importaban un bledo; pero a su congénito egoísmo había que
añadir otra característica de su personalidad: era una trepa. Por eso hacerse
cargo de esa campaña le pareció una estupenda manera de promocionarse. En la
actualidad la sociedad está muy sensible con las víctimas de maltrato y seguro
que ese posible spot ideado por ella
la lanzaría al estrellato en el mundo de la publicidad.
Pero
más que lanzarse al estrellato lo que hizo fue estrellarse, porque le tocó
hacerse cago del proyecto “de los bichos”. Tendría que ingeniárselas para
cantar las excelencias de una sustancia llamada dietiltoluamida –por Dios, si
hasta el nombre ya era repelente– que aplicada sobre la piel ahuyentaba a los
mosquitos y sus picaduras.
“El
mosquito es vector de enfermedades. Bill Gates presentó en su página personal
una lista con los animales más peligrosos para el hombre y el primer puesto lo
ocupaba el mosquito con una estimación de 725.000 muertes al año.” Esa era la
manera que la empresa insecticida quería justificar la utilidad de su producto
y en ese aspecto debería incidir Ariadna, o al menos eso es lo que su jefe
quería que hiciera.
—Y
a mí qué más me dan las muertes por picaduras, si a mí no me pican yo estoy a
salvo –pensó Ariadna haciendo gala, una vez más, de su egoísmo más
recalcitrante.
Esta
peculiaridad de Ariadna con las picaduras de los mosquitos había sido motivo de
bromas por parte de sus allegados. Alguno le había dejado entrever, medio en
serio, medio en broma, que si los mosquitos no la picaban era porque la veían
como un insecto más pero mucho más grande que ellos y con mucha peor intención.
El
mal humor que se apoderó de ella tras salir de esa frustrante reunión la tenía
amargada y le había levantado un fuerte dolor de cabeza o quizás había sido el
memorizar el nombre de la sustancia esa. Utilizó la jaqueca como disculpa para
largarse de la oficina e irse a su domicilio en el barrio del Carmelo. Quería
llegar cuanto antes para tomarse un analgésico y una cerveza fresquita, a ver
si así se le quitaba la cefalea y de paso la mala leche.
Su
casa se encontraba en lo alto de una cuesta. Dado que su barrio estaba ubicado
en la ladera de una colina lo de tener que subir empinadas calles era algo habitual
y lógico. Una vez arriba las vistas eran espectaculares pero llegar hasta ahí
se hacía muy pesado en algunas ocasiones, como la de hoy en la que un molesto
dolor de cabeza no era el mejor compañero para hacer esfuerzos al caminar.
Mientras
ascendía sintió un cosquilleo en el pie, algo estaba sobre su tobillo. Levantó
la pierna y vio una pequeña arañita que se había entretenido en hacerle
cosquillas cerca de la pulsera de su sandalia.
—¡Qué
monada! –pensó, para acto seguido recordar que había visto en un documental de
la tele que los arácnidos eran unos depredadores naturales de los mosquitos.
Ese recuerdo le trajo a la memoria su contencioso con esos bichos en particular
y con todos los insectos en general por lo que el mal humor volvió con toda su
crudeza y se tradujo en un manotazo que lanzó a la arañita a unos veinte
centímetros de su pie.
El
arranque de furia trajo consigo, a su vez, una punzada de dolor más fuerte en
su cráneo y Ariadna lo volvió a pagar con la araña que recibió un pisotón para quedar
aplastada contra el pavimento en forma de un puntito negro.
Justo
cuando espachurró a la araña creyó ver cómo una sombra negra salía del
minúsculo cadáver. También, en ese momento, Ariadna percibió una especie de
zumbido a su espalda.
—Bzzz,
bzzz.
La
publicista se giró rápidamente hacia el lugar de donde procedía el ruido pero
no vio a nada ni a nadie. Y esto fue lo que le hizo sospechar, que no hubiera
nadie, pues a esas horas de la tarde, aunque ya empezaba declinar el día, lo
normal es que hubiera transitando por la rambla más gente y la calle se
presentaba inusualmente vacía.
Decidió
caminar más deprisa a pesar del dolor de cabeza y de la inclinación de la calle
y en este punto advirtió otro elemento extraño: la cuesta tenía escaleras.
—¿Escaleras?
–se dijo– ¿desde cuando hay escaleras en este tramo de la calle?
Miró
más detenidamente a su alrededor y comprobó que se encontraba en el carrer Beat
Almató, una calle alejada de su domicilio y del itinerario que utilizaba para
llegar a él.
—¿Qué
demonios está pasando aquí?
Ariadna
pensó que su monumental cabreo unido al terrible dolor de cabeza habían sido la
causa de que deambulara sin ton ni son, alejándose de su casa y del analgésico
que empezaba a necesitar con urgencia.
Comenzó
a descender la calle pero comprobó que le costaba mucho trabajo, más pareciera
que estuviera subiendo pues notaba una pesadez extraña en las piernas. Después
de dar una veintena de pasos levantó la mirada y, alarmada, constató que había
estado ascendiendo en lugar de bajando.
—No
puede ser, he girado y me he dado la vuelta, no puedo haber estado subiendo
–dijo en voz alta y ya bastante asustada. Mientras esto se decía giró sobre sí
misma y en ese giro las escaleras se distorsionaron de manera que no sabía qué
tramos eran para ascender y cuáles para descender.
Se
sintió como si formara parte de un cuadro de Escher, ese tío que pintaba cosas
muy raras, con escaleras que se interconectaban en ángulos imposibles y con una
especie de gusanos que no se sabía si subían o bajaban.
Ariadna
creyó que la cabeza le iba a estallar, el dolor cada vez era más fuerte y la
desorientación que tenía en ese momento le añadía una sensación de vértigo. Se
masajeó las sienes con los ojos cerrados y en cuanto los abrió comprobó que se
encontraba en lo alto de la empinada escalera. No sabía cómo ni cuándo había
llegado hasta allí, porque no era consciente de haberse movido.
Delante
de ella una interminable sucesión de escalones bajaban hasta el inicio de la
calle, y a su espalda… no había nada. Creyó que la cefalea le había producido
una especie de ceguera selectiva, pero el caso es que tan solo el vacío se
encontraba en lo alto de esa alucinante escalinata.
Por
si esto no fuera suficiente motivo de confusión volvió a oír el zumbido de los
minutos anteriores –o puede que hubieran transcurrido horas, ya que el
atardecer se había convertido en noche cerrada–.
—Bzzz,
bzzz.
Ariadna
se giró otra vez y en esta ocasión le pareció ver arrastrarse algo y que se
escondía entre una grieta de un escalón.
Se
dispuso a bajar pero notó que no podía mover los pies. Bajó la vista para ver
una sustancia pegajosa que se adhería a sus sandalias. Con mucho esfuerzo
consiguió despegar uno de los pies y comprobó que esa sustancia era blanca y al
tacto parecía sedosa.
—Bzzz,
bzzz, bzzz.
Esta
vez el zumbido era mucho más fuerte y se sentía más cercano. Al mismo tiempo la
luz descendió notablemente. La sustancia pegajosa empezó a ascender por sus
piernas hasta llegar a la cintura. No podía moverse.
—Bzzz,
bzzz, bzzz.
Una
pequeña arañita apareció por un lateral de la escalera, con una lentitud exasperante se dirigió hacia Ariadna.
Fascinada
y aterrada a partes iguales, Ariadna intentó zafarse de aquello que la impedía
moverse. Quería huir, quería despertarse pues una pesadilla debía de ser lo que
le estaba ocurriendo. Seguro que era eso, una pesadilla.
En
su delirio recordó que a ella no le picaban los mosquitos, y puede que tampoco
lo hicieran las arañas. De todas formas en Barcelona no hay arañas venenosas, o
quizás sí, pero esa que se le acercaba no era demasiado grande. O puede que el
tamaño no tenga que ver con la toxicidad del veneno, en cuyo caso el artrópodo,
que ya estaba a escasos centímetros de sus pies, podía ser muy peligroso.
—¡Mierda!
–pensó– debería haber puesto más atención cuando vi aquel documental sobre
arañas. Seguro que también dijeron algo sobre los antídotos. Si tuviera a mano
un espray de dietitula… duetila… ditelula… como se llame la sustancia esa,
podría mandar a ese asqueroso bicho al infierno. Aunque, eso solo sirve para
los mosquitos, o puede que también para las arañas…
Mientras
esto balbucía, Ariadna sintió cómo la araña la había alcanzado y con la misma
parsimonia empezó a reptar por sus piernas hasta llegar a su rostro. De cerca
pudo comprobar que entre lo que debía de ser la cabeza salían dos apéndices que
se incrustaron en su labio superior. Al instante, Ariadna sintió un picotazo.
—¡Joder! Al final resultó que las arañas sí me
pican –pensó a la vez que una extraña sensación de bienestar la invadía,
incluso ya no sentía el lacerante dolor de cabeza.
Medio
adormilada sintió cómo la oscuridad se cernía sobre ella y con cierta sensación
de mareo, como si empezara a caer por un precipicio sin fin, aún tuvo tiempo
para un último pensamiento.
—¡Malditos
bichos!
-- FIN --
DATOS Y CONSIGNA.
Datos del receptor:
Nombre:
Sergio Bonavida Ponce
Aficiones:
Escribir y Cine
Lugar
donde me gustaría que sucediese: Carmelo-La Teixonera (Barrios de Barcelona de
cuestas empinadas)
(Localizaciones
de interés: Parque Güell, refugio antiaéreo de la guerra civil...)
Estado
Civil: Soltero (pobre y sin dineros)
Miedos:
A las arañas (pero no al punto de odiarlas, me intento hacer amigo, lo juro) y Vertigo
Dos
“algos”: El maravilloso viaje de Nils Holgersson de Selma Lagerloff (Novela) e Interstellar
(Película)
Consigna:
Relato de terror en el que aparezcan fantasmas
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