lunes, 31 de julio de 2017

MÖBIUS

Por Miguel Caballero Miño.

Harry llevaba por lo menos diez días de mal dormir cuando sonó la segunda alarma. El sobresalto no pasó de una sensación de angustia en el pecho, y un recrudecimiento de su acidez gástrica. A esas alturas, pensaba lento, le pesaba el cuerpo, y estaba tan irritable, que logró que Melissa llevase una semana sin hablarle. Recordaba el grito y el insulto que le había soltado en la cara, de madrugada, desnudo y ebrio, cuando ella le comenzó a cuestionar la parte no declarada de su tesis. Como siempre, se quedaron hablando hasta muy tarde después del sexo. Quizás el error había sido cambiar la cerveza y la marihuana de cada sábado por vodka. O tal vez, fue la primera alarma, que habría sido una más si Harry, no hubiese visto lo que vio.
Pero Melissa no sabía nada de los detalles de su investigación. Apenas los conceptos generales asociados al continuo del tiempo, teorizado como una cinta de Möbius, cuyas descripciones geométricas y topológicas ella le había ayudado a formular y entender, como punto de partida para los trabajos experimentales que diseñara con el doctor Rey. Era hipnótico verla apasionarse por un planteo matemático complejo, y desarrollarlo gesticulando con todo el cuerpo, el rostro serio y adusto, la voz de mezzosoprano con inflexiones dramáticas. Sí, era hermosa cuando desataba su pasión.
La alarma era apenas una señal en su teléfono celular, codificada por colores. La pantalla iluminada en amarillo, podía significar una computadora fuera de línea o de una discontinuidad matemática en la simulación. Sentado en la cama, intentó conectar su teléfono con la red del laboratorio. No pudo. Eso aumento el ardor en la boca del estómago. Se levantó descalzo hasta el escritorio y abrió la computadora portátil. Por la ventana, la primavera de Maine se metía como una brisa leve que le dio un escalofrío. Mordió un insulto cuando tampoco pudo conectarse al laboratorio desde la máquina. Se metió en el baño, se duchó, y salió decidido a dos cosas: ir personalmente al laboratorio, y no avisarle nada a Rey. Si tanto le importaba la situación, la alarma también lo movilizaría a él.
Al lado de la computadora había un juguete: una cinta de Möbius de metal con una bola brillante de hierro que la recorría gracias a dos pequeños electroimanes que la atraían alternativamente. Regalo de Melissa. Es de esas personas que siempre encuentran el regalo adecuado para cada ocasión, dotada para la sorpresa. Harry había estado en la defensa de su tesis doctoral. Tesis que ella había dilatado para ayudarlo con la formulación teórica del proyecto Möbius. Cuando terminó, y su director inició un aplauso de reconocimiento a su brillante exposición, ella agradeció delicadamente y corrió hacia Harry, sacando ese juguete de su morral.
Lo tengo hace semanas –le dijo. –Me trajo mucha suerte –y lo besó intempestivamente en la boca. –Ahora es tu turno –. Le dejó el juguete en las manos y con una sonrisa volvió al grupo de profesores y condiscípulos, ya doctora, con una sonrisa de tranquila suficiencia. Harry estuvo seguro, en ese momento, que la amaba.
Condujo en silencio hasta el campus, sin pensar en el problema, sin encender la radio, sin prestar atención al teléfono celular, abandonado en el bolsillo de la campera deportiva. Tuvo que dejarle sus datos al guardia de la entrada. La noche estaba fresca y la ruta de acceso al ala de Tecnología de la universidad estaba muy iluminada y silenciosa. Estacionó frente al edificio anexo, donde el doctor Rey había conseguido un laboratorio extra para la experiencia, lejos de la cátedra principal de Astrofísica, y sobre todo, muy poco concurrido por los colegas. No eran ni las cuatro de la mañana. Ni siquiera se oía el rumor de algún pájaro nocturno.
Salvo por las luces indicadoras de emergencia, el edificio estaba a oscuras. Ingresó por el acceso lateral correspondiente a los servicios de apoyo. Siempre usaban esa entrada, porque Rey la consideraba adecuadamente discreta. Encendió las luces del laboratorio, y abrió la puerta codificada que daba al equipo. Apenas entró, la alarma de su celular se tornó naranja. Volvió a insultar entre dientes. Se dio cuenta de que era el mismo exabrupto que le había dicho a Melissa una semana atrás. Interrumpió dos veces el procedimiento de conexión de su computadora portátil para mirar el teléfono, aún sabiendo que no encontraría ningún mensaje de ella.
El artilugio Möbius funcionaba con dos pilas comunes, que se colocaban en un compartimiento cuidadosamente disimulado en la base de madera lustrada. Funcionando, provocaba un siseo muy suave, con una elevación armónica de la frecuencia cuando la bola tomaba las curvas de la lustrosa cinta infinita, acelerada por la cercanía de uno de los electroimanes. Melissa solía reproducir el sonido con un murmullo gutural, perfectamente afinado, haciendo un gesto con la boca que a Harry le provocaba unas ganas locas de besarla. Así había empezado la charla sobre el proyecto, que terminó en la discusión. Jugando con el artilugio Möbius.
Apenas había terminado de conectar su computadora a la red interna del laboratorio, y activado los protocolos de seguridad, cuando apareció el doctor Rey. Estaba desencajado y se detuvo en seco en la puerta de la sala del equipo, con una expresión que fue desde una inicial sorpresa a un evidente enojo.
¿Dónde mierda está el segundo moderador de frecuencia? –le gritó. Harry se sobresaltó de tal manera que tropezó con su banqueta y tuvo que sostenerse de la mesada de acero para no lastimarse. Se quedó inmóvil mirando fijamente a su director. ¡Te hice una pregunta! ¿Dónde está el segundo equipo, dónde lo metiste? –su mano señaló vagamente el espacio vacío a la derecha de los dos arcos, similares a un gran equipo de resonancia magnética, que ocupaban la mayor parte de la habitación.
Todavía no terminé de calcularle la potencia exacta, profesor –. Mientras, buscaba en  los estantes de la pared el cuaderno de registro correspondiente. –No he podido resolver la iteración. Tengo que pedirle a Melissa que me ayude con la matemática –. Las explicaciones le salían ligeramente balbuceadas, mientras la acidez le iba subiendo hasta la garganta, y le generaba un dolor persistente y extraño en el pecho. Sentía crecer el fastidio por el reclamo de Rey, a la par de su impotencia por no haber resuelto aún el problema del moderador.
La mirada de desconcierto del doctor Rey tomó desprevenido a Harry. La hora absurda le impedía entender algo que no terminaba de cuadrarle en el reclamo que le hacía su director. Mientras, los protocolos automáticos de su computadora habían puesto en marcha todos los respaldos de los sistemas del laboratorio. Cuando los arcos se encendieron con un zumbido bajo, pesado, amplificado, la pantalla de su teléfono celular se puso en rojo, y ahora sí, emitió una señal sonora. Idéntica alarma sonó en el teléfono del doctor Rey, transparentándose la luminosidad en el bolsillo de su camisa.
Cuando el zumbido llenó la habitación y empezó a hacerse más agudo, el doctor Rey pareció dar un salto hacia la cámara de los arcos, cerrando tras de sí las mamparas que los separaban del laboratorio principal. En el espacio entre ambos arcos se disparó una luminiscencia y en su centro, se vislumbró una figura humana.
En la computadora de Harry apareció una rapidísima serie de datos numéricos. La red del laboratorio comenzó su rutina de cálculo, y mientras la luz y el sonido aumentaban, en la pantalla se iba perfilando un diseño geométrico. Levantó la cabeza justo a tiempo para ver al doctor Rey saltar hacia la silueta borrosa que se entreveía en la luminiscencia. Apenas la tocó, se escuchó un grito, el zumbido se tensó en una nota aguda, y el piso pareció vibrar.
Después el silencio. Harry se había quedado rígido, con los ojos desorbitados fijos en el lugar donde habían desaparecido las dos figuras en medio del grito. Giró muy lentamente la cabeza hacia la pantalla de su computadora. El diseño planteado por el sistema era un toroide metido en medio de los bucles de la cinta de Möbius. El eje de ese toroide conectaba dos puntos precisos ubicados en la superficie de la figura.
Harry reconoció detalles de la primera alarma: el toroide, que la simulación apenas había bosquejado; y la sombra humanoide entre los dos arcos, que esa vez no emitió sonido alguno, ni se reveló completamente. También reconoció la ropa de la figura que Rey hizo desaparecer en el empujón. Y cayó de rodillas, vomitando, el cuerpo tensado en un solo espasmo. En la pantalla se refrescaba la imagen y la anomalía había desaparecido. Los números nuevamente se sucedían en una velocidad amable, legible.
Se arrastró lejos de su propia suciedad y se apoyó de espaldas a la pared más alejada de la puerta y de los arcos. La revelación le había disipado la resaca y el cansancio. La camisa de la figura que se desvaneció con un grito, era suya. Y el eje del toroide representaba un camino alternativo en el modelo del tiempo. Volvió a vomitar. Cuando pudo dominar la tos que le siguió, se levantó como pudo y fue al cuarto que era a la vez baño y depósito de limpieza.
Se miró al espejo entrecerrando los ojos. Afuera, el edificio de departamentos y el parque de juegos que lo separaba de la calle estaban completamente en silencio. El ruido del motor del auto de Melissa apenas se había escuchado. Seguía desnudo, y sentía revuelto el estómago. Sus gestos eran tremendamente lentos, su cerebro se daba cuenta que no entendía las distancias. La había vuelto a insultar cuando ella se fue dando un portazo, y sentado en el sofá había bebido, de la botella, dos largos tragos de vodka. “¿Te das cuenta la cantidad de energía que necesitarías para unir dos puntos cualesquiera, por fuera de la cinta? Quizás haría que se formara un vórtice, o algo así entre ambos. ¿Qué características tendría esa recta y su… llamémoslo ámbito?”. El cerebro de ella, borracho y todo, encadenaba ideas y dudas con una facilidad que a él terminó resultándole dolorosa. Por eso la insultó. Fue muy gracioso ver su cara. Harry se hubiese reído a carcajadas; pero no pudo, estaba abrazado al inodoro, vomitando.
Se lavó la cara varias veces. El agua estaba fría. Bebió unos tragos de la canilla porque le temblaban las manos. En el vanitory había desinfectante y escondidos tras la cortina de una ducha inútil, guardaban un escurridor y un balde. Le sobrevino una arcada, pero pudo controlarla.
¡Harry! ¿Estás? –la voz del doctor Rey sonaba firme y tranquila. Hasta que vio lo que había en el piso. –¡Harry, qué carajo pasó!
El joven salió del baño arrastrando el balde y el escurridor. Notó que se había salpicado las zapatillas y que el olor lo seguía desde el baño. Apretando las manos para no temblar revisó la remera. También estaba sucia. Se la quitó con asco, quedando con el torso desnudo, apoyado en el palo del escurridor, mirando fijo a Rey, que movía los labios y gesticulaba, pero sin que él entendiera nada de lo que decía.
Rey lo zamarreó de los hombros y le gritó algo que sonó a preguntarle qué había pasado. Harry dejó caer el mango que le servía de bastón y caminó a su computadora, para mostrarle la modelización que había quedado grabada durante el incidente. Giró un poco la máquina para que pudiera verla. Y lo miró a los ojos.
Esta vez estuviste aquí. Hablamos. Y yo también venía, pero no me dejaste llegar. Me empujaste antes de que saliera de los arcos. Pero me reconocí. Y me escuché gritar.
Rey había abierto grandes los ojos detrás de los anteojos hipster, y había echado la cabeza hacia atrás con sorpresa. Buscó de reojo una banqueta y se sentó. Harry prosiguió explicándole, a medida que su cabeza iba acomodando los sucesos, su impresión de que el “otro” Rey venía del futuro. Le habló del segundo moderador, que aún no había podido calcular. Le contó de su pelea con Melissa, balbuceando una justificación y de cómo la necesitaba. Le señaló el lugar donde supuestamente debería estar. Arrastraba los pies mientras caminaba alrededor de su director, refiriéndole los detalles que iba aclarando en su memoria. Finalmente le puso ante la cara el teléfono, silenciado, que todavía mostraba la pantalla de alarma. Estaba agitado, y tragaba saliva pastosa a cada momento. La voz le salía ronca por la garganta lastimada por las arcadas. En los ojos de Rey estaba la misma mirada de desconcierto del viajero, por eso se cuidó muy bien de mencionar el enojo, el violento tono de demanda que tenía en la voz.
Mi teléfono estaba en rojo, alerta grave. Y cuando apareció esa silueta en los arcos, corriste a empujarla y te fuiste –. Harry lo tuteaba, y hablaba pausado por culpa del miedo y de la náusea que lo amenazaba cada vez que respiraba. Sintió frío. Buscó la campera deportiva que había dejado colgada en el perchero.
El doctor recuperó la compostura. Solo se oía el jadeo de Harry.
Hace rato que sé que el sistema funciona y que el modelo se correlaciona con la experiencia. Supe que este equipo –señaló con su índice derecho los arcos y la habitación aislada– funcionaba tal y como lo pensamos, generando un vórtice, toroidal como lo que has visto, cuyo eje es la recta de salto entre dos puntos del tiempo. Es una especie de agujero negro temporal. No conozco las consecuencias materiales reales, al menos no las he visto directamente, pero sí sé que he podido viajar dos veces… –hizo una pausa– O tres.
Harry lo miraba sin decir nada, esperando que siguiera explayándose. Mientras, en su cabeza le daban vueltas varias cosas: ¿Cómo era posible que no se detectara una masiva transferencia de energía para abrir el vórtice? ¿Fallaban las computadoras y los sensores? ¿Y qué pasaría si no se completaba el paso entre los dos puntos? El grito que escuchó de la silueta que creía que era él lo desconcentraba. Rey continuó explicando.
Lo descubrí con una serie de cálculos durante el invierno, cuando no estabas. Para que el viaje sea preciso y predecible necesitamos el segundo moderador. El primero desencadena la colimación de energía gravitacional y de radiación de alta frecuencia. El segundo es el que regula el crecimiento y la orientación del vórtice, es la brújula que nos lleva de un lado a otro con precisión.
¿Por qué no me lo dijiste? –Rey permaneció en silencio un momento. Harry empezó a dar forma a las dudas que tenía sobre la navegación temporal, con el equipo incompleto que tenían frente a ellos.
Porque creí... sentí que era mi descubrimiento –. El acento en la palabra “mi” fue evidente –. No tengo otra razón. Perdón. De hecho, te confieso que memoricé los planteos y los cálculos, y destruí el cuaderno.
Necesito saberlos, tanto el moderador como el modelo dependen de eso. ¿Te das cuenta, no?. Podrías enseñármelos ahora –. Rey, sin alterarse, negó con la cabeza.
Hay algo más importante que eso, Harry –. Una y otra vez, Rey extendía las manos abiertas hacia su discípulo –Estamos perdiendo el norte, no puede existir un período de secretos entre ambos, ¿te das cuenta, Harry? –. Las manos prolijas de Rey, con los largos dedos separados como quien sostiene algo delicado, se movían afirmando sus expresiones. –Esos secretos son los que nos alteraron el rumbo. Eso y mi actitud.
Hizo otra cuidada pausa. Como un borbotón, Harry le escupió en la cara todas sus dudas sobre la limitación técnica de tener sólo un moderador, la falta de precisión para programar la navegación, la posibilidad de no entender los cálculos porque era Melissa su cerebro matemático. Demasiadas cosas, que Rey disipó con un gesto de suficiencia.
Para que estas cosas que han pasado no ocurran, Harry, no debe haber un período de secretos entre nosotros. Tengo que enviarte al pasado para que leas mi cuaderno y te asegures de que el Harry de entonces lo encuentre, y me interrogue para obligarme a ser sincero.
¿De qué estás hablando? Sin el segundo moderador no tenemos posibilidad de navegar a un momento preciso.
De otro modo no lo haré nunca –. Había en el rostro de Rey, un sincero aire de culpa. –Nunca, ¿lo entiendes?
Harry tenía la mente desbocada. Se convenció de la importancia de que no hubiera mentiras entre ambos. Supuso que si conocía todo desde el principio, algunas cosas no habrían de pasar. Hasta, quizás, la pelea con Melissa no se hubiera producido si él hubiese estado seguro de lo que hacía. Abrumado por las posibilidades, Harry no se reconoció en la firmeza que tuvo su voz al aceptar el viaje. El profesor sonrió y se levantó de un salto hacia su propia computadora.
Podemos reproducir el toroide para que te devuelva al origen–. Explicó, poniendo de nuevo las manos abiertas frente al muchacho para capturar su atención. –Viajarás a un día cualquiera entre dos fechas determinadas, durante el receso de invierno, después de mi descubrimiento. Te llevarás mis llaves y buscarás el cuaderno en mi casa, lo leerás y luego lo dejarás en el laboratorio, al alcance del Harry de entonces, con alguna indicación de que debe preguntarme todo. Bastará con que no te cruces con ninguno. Mientras, yo mantendré abierto el equipo, fijando el origen de la recta. Para volver será suficiente con que mantengas encendidos los arcos para no cortar el camino.
Hicieron los cálculos necesarios. Los dos arcos comenzaron a zumbar y a iluminarse. El simulador de la máquina de Harry comenzó a mostrar los movimientos inquietos del vórtice, mientras se encaminaba al equipo en silencio, mirando al piso con el ceño fruncido. La excitación le había disipado el cansancio y la náusea.
Ahí está mi abrigo –le dijo Rey–. Va a ser invierno cuando llegues.
Harry levantó al pasar el saco liviano de Rey y entró en los arcos. La adrenalina le potenció el encandilamiento en los ojos y empezó a temblar.
Sin darle tiempo a desaparecer del todo, Rey desconectó inmediatamente los equipos. Apagó la computadora de Harry y la arrojó dentro del balde con agua y desinfectante. Desconectó la red de computadoras del laboratorio y cortó la energía de los arcos. El origen de la recta del viaje había dejado de existir. Tal como dijo, en su arranque de sinceridad, el descubrimiento era suyo. Sólo suyo.



- FIN -

Consigna: Este relato inacabado presenta a un estudiante que trabaja en la universidad, en un experimento con una máquina para viajar en el tiempo, y durante una alarma ve cómo es asesinado por su profesor, quien lo obliga a entrar en la máquina y volver el tiempo atrás (máximo 6 hojas).

La historia de Huffman (El hombre enojado)

Por Yolanda Boada Queralt.

Una repentina ráfaga de viento alborotó los cabellos de la niña, arremolinándolos con descaro. Su madre, que se encontraba junto a ella, se inclinó y le apartó el pelo que le cubría los ojos. La pequeña sonrió. Aquella tarde estaba muy contenta, pues mamá no había tenido que ir a trabajar y la había llevado a la feria. Era el día de San Patricio. Habían presenciado el desfile interminable de sombreros e indumentarias verdes, para luego unirse al gentío y avanzar por el paseo marítimo hasta llegar a la feria. Aunque habían nacido en América, algo de sangre irlandesa corría por sus venas y siempre cumplían con esta tradición. Además, a Cara le encantaba la feria.
Deirdre peinó con sus dedos los rubios cabellos de su hija adoptiva y pensó por enésima vez en cuánto se parecía a su auténtica madre: la hermana mayor de Deirdre. Su hermana se había quedado embarazada siendo muy joven y su estricto padre la echó de casa. Una punzada le atravesó el corazón, como siempre que recordaba el pasado. Ahora, todos estaban muertos. Excepto ellas dos. Levantó los ojos hacia el cielo, con la intención de escapar de los viejos fantasmas. Vio cómo unos nubarrones oscuros se extendían sobre el mar, preñados de malos presagios. Cubrían poco a poco el cielo invernal con sus jirones negros.
—Cariño, parece que habrá tormenta. Tendremos que irnos.
—¡Mami! ¡No sé dónde está Kitty! —exclamó de repente la niña, tirando de la falda de su madre. Kitty era su gatita de peluche, y eran inseparables. Prácticamente habían estado juntas toda la vida.
—¡Oh! Se habrá quedado en el tiovivo —dedujo Deirdre—. No te preocupes, seguro que se lo está pasando genial.
Se dirigieron hacia el tiovivo. Cuando los caballos, unicornios, cisnes y caballitos de mar se detuvieron y una sirena avisó de que se había terminado el viaje, Deirdre subió a la plataforma para hablar con el encargado. Cara se quedó esperando, muy nerviosa por lo que le habría ocurrido a Kitty. El hombre escuchó atentamente a la mujer, mientras mordisqueaba un palillo que le sobresalía de entre los labios. Asintió y dijo que las recordaba. Localizaron enseguida el cisne azul y plateado en el que poco antes se había acomodado la niña, y allí encontraron el peluche.
—Muchas gracias —dijo Deirdre, apretando el muñeco contra su pecho. El hombre solo asintió y dio media vuelta—. Mira, cariño, ¡Kitty está sana y salva!
Pero Cara no estaba.
Deirdre miró a su alrededor, buscándola con la mirada. Un escalofrío de terror recorrió todo su cuerpo cuando la vio junto a la entrada de la casa encantada. Un hombre de baja estatura, con barba pelirroja y vestido de leprechaun hablaba con ella. Prácticamente saltó del tiovivo y corrió hacia ellos, gritando el nombre de la niña. Mientras, el leprechaun se sacó el sombrero y, con un florido ademán, lo acercó a la pequeña.
—Dentro del sombrero hay algo para ti —le dijo, arqueando las pobladas cejas—. Cógelo y la suerte te acompañará siempre.
Cara, con los ojos brillantes y llenos de curiosidad, metió su manita en el sombrero. Las yemas de sus dedos palparon algo, en efecto. Era redondo y plano. Lo cogió y extrajo rápidamente la mano. En aquel momento llegó Deirdre, que golpeó el sombrero verde, apartando sin miramientos al desconocido. Abrazó a la niña.
—¿Qué tienes ahí? ¿Qué te ha dado ese hombre? —le preguntó, aún temblando de miedo.
Cara abrió la mano. Ambas contemplaron lo que había en ella: una moneda de chocolate. En el envoltorio dorado destacaba la figura de un trébol de cuatro hojas. Deirdre cogió la moneda, la arrojó al suelo y la pisoteó. Dos lagrimones rodaron sobre las mejillas de la niña.
Deirdre miró alrededor, buscando al desconocido, pero este había desaparecido.
***
NewsdayPost.com
Última hora: El cadáver de una niña fue encontrado ayer en la playa, cerca de la feria de nuestra ciudad. Según informaciones policiales, la pequeña de cinco años fue apuñalada y violada post mórtem. Su madre, que había denunciado la desaparición un día antes, ha tenido que ser ingresada en el hospital a causa de una crisis nerviosa. Al parecer, la niña desapareció mientras su madre hacía unas compras en el mercado municipal.
El muchacho que descubrió el cadáver de Cara M estaba paseando con su perro. «En realidad, fue King quien la encontró. Había llovido y salimos a pasear más tarde de lo habitual. De repente, King se puso muy nervioso y arrancó a correr. Enseguida supe que algo andaba mal. Lo seguí y... Allí estaba la niña. Había un peluche junto a ella, manchado de sangre", ha declarado el chico.
Seguiremos informando sobre el caso.
Kate dejó de leer y se frotó los ojos. Habían publicado la noticia por la mañana y, a las pocas horas, los comentarios ya se contaban por cientos. Pocas veces habían conseguido tantas visitas en su sitio web. Aquello era todo un éxito. Sin embargo, se sentía inquieta. No podía dejar de pensar en el momento en que Stephen había llegado a casa, tembloroso y pálido. Ya tenía dieciséis años, pero seguía siendo su niño enfermizo e impresionable. Cuando le contó cómo había descubierto a la niña, a Stephen le temblaban tanto las manos que ella había temido que volviera a sufrir uno de esos ataques que tenía siendo niño.
El sonido estridente del teléfono interrumpió sus pensamientos.
—Kate Writer.
—La llamamos desde urgencias. Su hijo...
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, apretando con más fuerza el auricular.
—...
—¿¡Una paliza!?
—...
—Sí, sí... Siendo niño sufrió ataques epilépticos... ¡Ahora mismo vengo!
***
No muy lejos de allí, en una de las camas del hospital, Deirdre murmuraba en sueños. Aunque la temperatura había bajado tras la tormenta, su rostro estaba cubierto de sudor y los cabellos se pegaban sobre su piel. Bajo los párpados cerrados, los ojos se movían sin cesar, como si buscaran el modo de escapar de su encierro.
—Yo tengo la culpa —murmuraba—. Dios me la dio y me ha castigado quitándomela...
En ese momento, alguien empujó la puerta de la habitación con suavidad. Una pequeña sombra se deslizó sobre los azulejos blancos, acercándose a la cama. Los deditos de una mano se deslizaron por encima de las sábanas hasta llegar a la altura del antebrazo de la durmiente. La pálida mano se posó sobre la piel.
—Hola, mami.
Los párpados de Deirdre se levantaron, como accionados por un resorte. ¡No podía creer que su pequeña estuviera allí! Contempló esa carita cubierta de churretes negros, los cabellos enmarañados y llenos de arena, y el vestido manchado de sangre. Pero Cara sonreía, y su sonrisa siempre la hacía feliz.
—Ese dios no existe, mami —dijo la niña, haciendo un mohín, mientras enrollaba un mechón de su pelo en el dedo índice—. Solo tú eres la responsable de tus actos.
Deirdre se incorporó rápidamente y abrazó y besó a la pequeña, apretándola con fuerza contra su pecho. Sorprendida, descubrió que estaba llorando de felicidad.
—¿Estás bien, cariño? —le preguntó, acariciándole la cara, el pelo y los brazos—. Pensé que te había perdido para siempre.
—Estoy muy bien, mami.
—¡Oh! Kitty está muy sucia —comentó Deirdre, reparando en el peluche que Cara había dejado sobre las sábanas blancas—. Pero no importa, no te preocupes por nada. Iremos a casa, nos lavaremos y todo volverá a estar bien.
—¿Eso es lo que hiciste con el abuelo, verdad? —preguntó Cara. De repente, sus ojos se habían oscurecido y su sonrisa ya no era la de una niña—. Pusiste fin al problema y te lavaste las manos.
—Pe-pero... ¿Cómo puedes saber eso? —tartamudeó Deirdre, sentándose en la cama.
—He visto al abuelo y sé lo que ocurrió. Hemos estado juntos.
—¡Tú estabas en el vientre de tu madre y él os echó de casa! Él... él era mi padre, pero... ¡lo odiaba! Era una mala persona.
—Lo sé. Y también sé que tenía las manos muy largas... Entre nosotras ya no hay secretos, mami. ¿Y sabes? Ahora está arrepentido de todo eso.
Deirdre abrazó de nuevo a la pequeña y sintió cómo su cuerpo se estremecía. Recordó una vez más lo que sucedió aquel día imposible de olvidar. Aquel hombre, que era su padre pero siempre había sido un extraño, tumbado sobre la alfombra de su despacho. Tenía las manos crispadas sobre el pecho y la boca abierta, ávida de aire y vida. «Pide ayuda, pequeña», consiguió murmurar. Y ella había permanecido en el umbral de la puerta, contemplando cómo la vida se le escapaba y sus ojos se volvían vidriosos. Lo peor fue escuchar los últimos estertores. Cuando todo finalizó, había estado un largo rato observando una de sus manos, esos dedos retorcidos aferrando la alfombra. Pensó que parecía una araña muerta. No había podido tocarlo.
—Sé quién me mató, mami —Deirdre dio un respingo, regresando a la habitación del hospital. Contempló a Cara con los ojos muy abiertos por la sorpresa. La niña la tomó de las manos. ¿Estarías dispuesta a hacer algo por mí?
—Una madre está dispuesta a hacer cualquier cosa por su hija —respondió sin dudarlo.
—Todo volverá a estar bien —aseguró Cara, con una sonrisa angelical.
***
Horas después, en la habitación 237 del hospital, Stephen recuperó la consciencia. La cabeza le latía, aunque lo peor eran las costillas rotas. El solo hecho de respirar le producía latigazos de dolor. Sin embargo, no podía quedarse allí con los brazos cruzados sabiendo lo que sabía... No tenía duda alguna de que lo que «había visto» no era ninguna alucinación. Tal vez aún podría evitarlo.
Siendo niño, durante sus ataques, también «había visto cosas»: dónde estaba escondida esa sortija que su madre había perdido, o en qué consistiría su próximo regalo de Navidad, por ejemplo. Pero siempre fueron episodios muy puntuales y sin importancia. No obstante, en esta ocasión había sido diferente. Había visto al hombre enojado y a la mujer de la habitación 217, la madre adoptiva de la niña muerta. Y lo más inquietante era que Huffman, el hombre enojado, ni siquiera era un hombre...
Stephen logró incorporarse, conteniendo el aliento, y se acercó a su madre, que se había quedado dormida en una silla con el portátil en el regazo. Lo cogió, vio la página del periódico virtual y leyó la noticia:
El muchacho que descubrió el cuerpo de la pequeña Cara, de cinco años, apuñalada y violada en la playa, ha sido hoy brutalmente agredido por dos hombres desconocidos, quienes lo acusaban de la muerte de la niña y pretendían que confesara. El chico ha ingresado en el hospital con la nariz y varias costillas rotas.
Dada la repercusión de este caso, hemos decidido ofrecer dos recompensas: para quienes aporten información sobre el crimen y sobre la paliza...
Refunfuñando, Stephen buscó su ropa en el armario y comenzó a vestirse.
Cuando estuvo listo, lo primero que hizo fue salir al pasillo y buscar la habitación 217. No fue difícil. Empujó la puerta y asomó la cabeza. No había nadie. Entró y se acercó a la cama. En la sábana vio algunas manchas rojas —¿sería sangre?— y también encontró rastros de arena. Por lo visto, se habían marchado ya hacía un rato.
Volvió a su habitación y descubrió que Kate se había despertado y lo buscaba.
—Mamá, estoy bien —le dijo, tomándole las manos y mirándola a los ojos—. Pero es muy urgente que haga algo y te pido que no me lo pongas más difícil, por favor. Tú sabes que, de niño, a veces «sabía» cosas tras sufrir un ataque. Me ha vuelto a suceder. ¿Me ayudarás?
—Por supuesto. Una madre hace todo lo necesario por sus hijos.
—Incluso ofrecer recompensas...
—Especialmente, ofrecer recompensas.
***
Deirdre y Cara, tomadas de la mano, avanzaron hacia el tiovivo. Unos cortinajes negros rodeaban toda la estructura. El sol ya declinaba más allá de los árboles del paseo marítimo y arrancaba destellos dorados de la cúpula del carrusel. La feria se encontraba prácticamente vacía a aquellas horas.
—Tal vez ya no está —dijo Deirdre.
—Está —respondió la niña, guiñando un ojo.
La mujer apartó uno de los cortinajes y subió a la estructura. Enseguida escuchó al hombre, tarareaba una cancioncilla infantil. Siguió el rastro de la melodía mientras rebuscaba dentro del bolso. Allí estaba. Se le acercó por detrás y le hundió el bisturí en los riñones. El hombre gritó como un cerdo y el palillo que había estado mordisqueando cayó. Un chorretón de sangre profanó las inmaculadas plumas de un cisne. Los ojos desencajados del hombre la reconocieron, sí. Y ella sonrió. Seguía sonriendo mientras le abría la barriga y se desparramaban sus tripas.
—Nunca más volverás a hacer daño a un niño —le dijo.
—¡Gracias, mami! —exclamó Cara a su lado.
Pero el cuerpecito de la pequeña empezó a desdibujarse entonces y cambió. Ganó en altura y volumen, hasta conformar el cuerpo de una animadora adolescente con sus pompones rosas. Los agitó ante el rostro alucinado de Deirdre y, seguidamente, se convirtieron en una pelota que sujetaba un mendigo. El mendigo soltó una risotada y se transformó en una matrona con la bolsa de la compra. Y, finalmente, apareció un leprechaun con barba y cabellos pelirrojos. La saludó haciendo un florido ademán con su sombrero verde.
—Ha sido un placer, querida. ¡Qué colaboración tan provechosa! Has podido ajustar cuentas con el asesino de tu hija y yo podré seguir merodeando por esta pútrida y fascinante tierra durante cien años más. ¡Los humanos son una fuente de diversión ilimitada! Nunca sabes cómo te van a alegrar el día. Y la podredumbre humana... ¡Ah, esa sí que es infinita! Nunca pasaré hambre.
Soltó una carcajada y una repentina ráfaga de viento hizo aletear las cortinas negras que los rodeaban. Un cisne estiró su largo cuello, curioso, y uno de los unicornios relinchó, levantándose sobre las patas traseras.
—Sin embargo, querida mía, debo decirte algo más —añadió, acercándose más a Deirdre y bajando el tono de voz, como si se dispusiera a contar un secreto—. De haber aceptado la moneda de la suerte que ofrecí a esa niñita, las cosas podrían haber sido muy diferentes... —Bajó aún más la voz—: Y si has matado a este canalla ha sido por ti, no por tu hija. Además, tu dios no existe, solo existo yo.
***
Cuando Stephen y Kate llegaron, poco después, encontraron a la mujer irlandesa completamente ida. Se había lacerado el rostro hundiendo en la piel sus propias uñas y blandía los puños ensangrentados hacia el cielo.
De reojo, Stephen creyó ver a un mendigo hurgando en una papelera, pero cuando se giró no vio a nadie. Solo había una pelota rosa.


- FIN -

Consigna: "La historia de Huffman". Una tarde de invierno, un hombre le ofrece a una niña de cinco años un caramelo. Más tarde, su madre adoptiva da parte de su desaparición. Poco tiempo después el cuerpo de la niña aparece; ha sido apuñalada y violada post mórtem. Paralelamente, un muchacho sufre una paliza por parte de dos individuos que lo dejan con un ataque epiléptico y varias costillas y la nariz rotas. La madre del chico y el periódico del pueblo denuncian el ataque y se devela que el objetivo de esa paliza era que el muchacho confesara el crimen de la niña. El periódico local ofrece dos recompensas: una por información sobre la paliza y otra por información sobre el crimen.


Ellas heredaran la tierra

Por María Galerna.

     La Terminal 4 del aeropuerto de Barajas amaneció tranquila. A esa temprana hora pocos eran los usuarios que se desplazaban para tomar algún vuelo.
     Fuera, en el parking, sí había un poco de revuelo, una delegación de científicos estaba llegando. Coches particulares, de alquiler, taxis y alguna moto formaban una pequeña confusión en la entrada del recinto.

—Hola doctor Gómez —saludó uno de los motoristas.
—¡Ah!, hola Pablo —correspondió al saludo un tipo canoso, vestido con traje oscuro al tiempo que bajaba de un Audi a8 azul eléctrico— Comienza la aventura —continuó al tiempo que guiñaba un ojo y levantaba el pulgar de su mano izquierda.

     El resto del grupo, cuatro hombres y dos mujeres, portando maletas y maletines les hicieron señas para que se dieran prisa, había que facturar. El vuelo destino Madrid- New York los esperaba en la pista preparado para despegar en cuanto todos estuvieran a bordo.
     Un avión Boeing 757-200 sería el encargado del vuelo. A pesar de que el aparato tenía capacidad para 169 pasajeros, en ésta ocasión irían solos, cortesía del Pentágono. Habían sido invitados por el general Mattis en persona, mandamás indiscutible de ese organismo.
     
—¡Cuidado! —gritó enojado el doctor Gerardo Palacios, experto bioquímico, al ver cómo trataban los maleteros los arcones congeladores donde portaban las muestras— ¡Inútiles! —murmuró para sí. Pensó que en éste país…
—Tranquilícese
—Ya, ya, Verónica —resopló mientras miraba a la atractiva genetista, la doctora  Valbuena —sabes lo que nos jugamos, es una oportunidad única. Y si le pasa algo a los especimenes, todo habrá sido en vano.
—Todo está en orden, no se preocupe doctor —le dijo mientras apoyaba una mano en su brazo.

     No estarían tan tranquilos si hubieran visto la zona de almacenaje de los equipajes.
     Un aburrido auxiliar de sala les hizo señas para que lo siguieran y los llevó con el resto del grupo.

—Síganme —les dijo con voz monótona— el microbús los llevará hasta su avión. Y señaló hacía la puerta 5.

      En silencio se dirigieron hacia el pasillo que los llevaría hasta el vehículo. El comandante James Mathew y el sobrecargo Miguel Morales, ya estaban a bordo haciendo las comprobaciones de rutina.

—¿Combustible? —Preguntaba el piloto
—Correcto
—¿Luces del tren de aterrizaje?
—Correcto —contestó el copiloto, mirando el panel de control y las tablas indicadoras en el libro.
—Miguel ¿qué tal tu mujer? ¿Y los niños?
—Todos muy bien James, me esperan en New York, aprovecharemos este viaje para tomarnos unas vacaciones ¿Y Linda?
—Lo de Linda pasó a la historia, era muy celosa, voy a ver si intimo con Susan, la nueva auxiliar ¿te has fijado? Está para hacerle un favor —dijo mientras se reía de su propia gracia.

“Les habla el comandante Mathew, la duración del vuelo se estima aproximadamente en unas 7 horas. No se esperan turbulencias. Disfruten del viaje”.

     En la bodega de carga no todo era tranquilidad. Unos ojillos rojos y malignos atisbaban el recinto con curiosidad. Un chisporroteo atrajo la atención del ser agazapado, que con pasitos apenas perceptibles, se dirigió hacia una extraña caja blanca y fría -notó la frialdad al acercarse- que despedía chispas eléctricas. Rodeó la caja con cuidado, le resultaba familiar. Olisqueó, conocía ese olor.
     La esquina del contenedor estaba dañada y dejaba al descubierto una parte de la batería encargada de mantener la temperatura constante a  -24ºC.
Sin pensarlo se dirigió hacia los cables y la piel se le erizó. Empezó a morderlos sin sentir los calambrazos que recibía en cada mordida, hasta que una descarga la lanzó a varios metros de distancia, dejándola aturdida y chamuscada. La sacudida desplazó la caja y todo el cargamento cercano, ocasionando que chocaran entre sí los dos arcones congeladores y que de uno saltara el cierre de seguridad, abriéndose, y dejando a la vista el contenido que se desparramó por el suelo. Hielo y bolsas. Decenas de bolsas, cada una con una rata congelada, envasada  al vacío.

—Pablo
—¿Si, doctor Gómez?
—¿Podrías bajar a la bodega de carga y comprobar que todo está en orden?
—Por supuesto, se lo diré a la asistente de vuelo, tiene que abrirme la puerta

    Pablo, el motero friky, como le llamaban en la facultad, era un experto ingeniero informático y se encargaba de que los sistemas funcionaran como era debido. Se levantó y fue en busca de Susan.
     Los demás miembros del equipo se habían sentado separados unos de otros. Todos con sus portátiles, los auriculares para aislarse aún más si cabe, daban un último repaso a sus notas.
     A pesar de trabajar juntos, la convivencia entre ellos nunca había sido buena, ni fácil, Los celos personales y profesionales estaban siempre presentes.

     Por el pasillo central avanzaba un tipo alto de camisa blanca, arrugada y cara de pocos amigos. Se sentó al lado del doctor Gómez.

—¿Crees que los militares nos darán el dinero para terminar el proyecto? —le preguntó Ricardo Suárez, ingeniero biomédico  mientras lo miraba inquisitivamente.
—Para eso es la reunión, tenemos que mostrarles lo que hemos desarrollado e interesarlos. Si lo conseguimos, no tendremos que suplicar más ayudas a la universidad ni a nadie.
—Espero que tengas razón. Estoy harto de trabajar con esos aparatos tan obsoletos existiendo una tecnología más avanzada y acorde con nuestras necesidades —terminó diciendo mientras se levantaba y volvía a su asiento.

     El doctor Gómez volvió a sumergirse en su portátil, repasando los últimos informes.

“Los sujetos de prueba, diez ratas, han sido sometidas a una inyección de la neurotoxina  MIND-20, obteniendo los resultados esperados.
Se observa en cada una, una creciente actividad mental, que las hace más rápidas e inteligentes, al tiempo que controlables.
Hemos comprobados que las conexiones neuronales cambian cuando se les inyecta la toxina.
No se observan efectos secundarios importantes a corto plazo.
Las investigaciones sobre las aplicaciones que se le puede dar a esta nueva neurotoxina, continúan.
Siguiendo el protocolo del proyecto sólo se conservaran los cerebros, los cuerpos serán incinerados”

     Menos los que llevaban en los arcones, pensó. Les habían pedido expresamente que así fueran, para hacer la extracción in situ
     Estaban en el buen camino. Sólo tenia una duda ¿Cómo se habrían enterado en el Pentágono de sus estudios?

      Las bolsas en la zona de carga se movían, decenas de ratas pugnaban por salir de ellas, medio congeladas aún, roían el plástico con saña.

—Hola… —saludó Juan el friky mientras leía el nombre en la chapa de la chaqueta de la azafata—Susan ¿sería tan amable de enseñarme cómo ir a la bodega de equipaje? Tengo que controlar que todo esté en su sitio.
—Por supuesto, sígame —respondió mientras pensaba que en un vuelo normal no estaría permitido, pero éste era especial. Y no era el primero para el que se presentaba voluntaria. Estaba libre cuando se lo dijeron y suponía un ingreso extra que le venía muy bien. Se dirigió a la compuerta que daba acceso a la parte inferior del avión y tecleó el código de apertura.

      Las ratas campaban a sus anchas por toda la zona, parecían un ejército bien entrenado. Un par de horas antes habían estado muertas y congeladas.
Ahora roían los cables que encontraban y los anclajes de todas las maletas y bultos. Todos los ojillos rojos se dirigieron hacia un mismo lugar cuando oyeron  unos golpeteos tenues y seguidos.

     Juan bajó los peldaños de la escalera despreocupado, silbando y fue lo último que hizo, Decenas de dientes se le clavaron apenas puso un pie en el suelo de la bodega de carga. No le dio tiempo a gritar. Apenas unos instantes y del analista informático sólo quedó la ropa cubriendo sus huesos descarnados.

—Miguel, parpadean algunas luces, hay problemas con alguna conexión, mira los paneles. No debería ocurrir, según los informes pasó la revisión la semana pasada sin incidentes.
      El copiloto se quitó los cascos, se levantó y se dirigió a la pequeña compuerta que había en el suelo donde se ubicaban todos los cables que controlaban la cabina.

—Aquí está todo en bien James. Lo comprobaré con los datos del libro técnico. Si, como dije, todo está correcto.
—Pues algo falla, las luces no dejan de parpadear, tendrás que bajar a la bodega de carga, igual el problema viene de allí. Si no se resuelve, tendremos que valorar si regresamos al punto de partida.

     Susan entró en la zona de servicios, tocaba repartir un refrigerio entre los pasajeros. Preparó el carrito y abrió el frigorífico para sacar las bebidas. Las bandejas de comida estaban ya preparadas.
     Se quitó la chaqueta para estar más cómoda y puso la tarjeta con su nombre sobre la blusa blanca. Doblando la chaqueta, abrió el compartimiento privado que tenían los auxiliares para sus objetos personales y… docenas de ratas se abalanzaron sobre ella, El grito se escuchó por todo el avión, aunque nadie lo oyó, sordos como estaban con los auriculares, pero si vieron… Ratas, montones de ratas saliendo de todas partes. Se quedaron petrificados, cada rata tenía un número impreso en el lomo ¿Cómo era posible? Eran las de sus experimentos, pero estaban muertas cuando las congelaron.
Y ahora habían revivido ¿Cómo? Eso habría nuevas preguntas para futuras investigaciones, que nunca llegarían.
    
     Susan yacía muerta, mordida, con zonas donde faltaban pedazos enteros de carne. Su pecho se movía dando la impresión de respirar.
     En la cabina el comandante Mathew esperaba el regreso de su copiloto. Desconocía que su uniforme hacía compañía a los huesos de uno de los pasajeros.
     Ana Mendizábal, la neuróloga, corrió asustada y se encerró en el aseo. No le sirvió de mucho, La acorralaron y devoraron en cuestión de minutos. Sólo los costosos zapatos de Manolo Blahnik se salvaron.
     El avión se convirtió en un caos, chillidos, sangre, alguna rata pisoteada o aplastada con el portátil y que revivía al instante…
     Y el piloto ajeno a todo, se preguntaba por qué tardaría Miguel y si el asunto era grave ¿Daría la vuelta? Apenas les quedaban dos horas de viaje, mejor sería seguir hasta el aeropuerto más cercano.
     Los instrumentos empezaron a fallar, se encendieron todas las luces de emergencia. El piloto automático, el tren de aterrizaje, el altímetro, la conexión con el satélite, hasta la radio, no se podría comunicar con ninguna torre de control. Oyó un ruido en la puerta de la cabina

—Miguel, ya era hora, estamos jodid…

     El controlador de tierra que seguía el vuelo del Boeing 757-200 dio la alarma al perder la señal en el radar.

    El destrutor US Zumwalt de maniobras por la zona del accidente, fue enviado para comprobar si había supervivientes. No encontraron ninguno, sólo cadáveres flotando que llevaron a bordo del navío. Del avión apenas quedaba rastro, sólo unos fragmentos diseminados en un amplio radio que indicaban que el impacto tuvo que ser terrible.
     Los cuerpos recuperados serían refrigerados y llevados a la base para su posterior repatriación. Ignoraban que venían cargados de huéspedes.


     Alguien dijo alguna vez: “La inmortalidad tiene efectos secundarios”
Esta vez los tendría para la raza humana.


- FIN -

Consigna: (Sin título) ¿Qué sucedería si en un vuelo alguien pidiese una almohada y, cuando una azafata abría el compartimiento para tomar una, muchas ratas saliesen del mismo, saltando sobre ella y mordiéndole la nariz y el cuerpo mientras ella gritaba. Lo asqueroso de la escena forzaba a una persona en primera clase a abrir el compartimiento para tomar la máscara de oxígeno, y del mismo salían más ratas. De todos lados salían ratas. El título de la historia iba a ser “Las ratas están sueltas en el vuelo 74”.