Muchos años
después, frente al pelotón de fusilamiento, hube de recordar aquella tarde
remota en que mi padre me llevó a conocer al Gabo. El ferrocarril de la
compañía bananera llegó a mediodía a Aracataca, entre nubes de mariposas
amarillas que ocultaban la luz del sol hasta reemplazar sus rayos con los
incesantes aleteos dorados. Descendimos en un andén solitario, sobre cuyos
tablones agrietados flotaba el olor a pueblo por la tarde, que huele a guayabo
y a la lavanda de los viejos jugando dominó. Nos encaminamos por las soleadas
calles polvorientas, en las que revoloteaba libre la hojarasca como moscas sin
rumbo. En la plaza, que consistía en un simple cuadrado de tierra mal
apisonada, un gitano viejo de nombre Melquíades desorbitaba miradas
mostrándoles la solidez del agua. Mi padre no me permitió detenerme a mirar a
la gente que miraba el hielo, porque –me dijo– la ignorancia no se contempla, y
el aprendizaje se respeta. Pero yo contemplé sin pena la cara del niño que
sería coronel en una guerra, y memoricé su expresión de descubrir el hielo para
después compararla con la de estar a punto de morir fusilado. Aunque esto no lo
sabía entonces, claro, sólo lo supe muchos años después, frente al mismo
pelotón de fusilamiento que me debía borrar todos estos recuerdos de un
tronido.
Era yo aún muy
niño entonces como para dejar de ver las cosas, debiera o no. Mariposas,
hojarascas y miradas me revolotearon alrededor todo el camino de la estación a
la casa, sin dejar de aletearme la curiosidad, y no se alejaron de mi vista y
mi mente hasta que traspusimos, mi padre y yo,
el cerco que circundaba la propiedad hasta la altura donde a mi padre le
latía el corazón emocionado por el cada vez más próximo encuentro con el autor
cuyos libros eran los únicos que teníamos en casa que habían sido leídos tantas
veces que varias páginas se le habían deshecho a mi padre en las manos,
obligándolo a transcribirlas palabra por palabra en medias cuartillas para que
no se perdiera nada que él no supiera ya de memoria. Nos abrió la puerta una
mujer tan vieja que olía ya a lirios e incienso. Llevaba mantilla y un rosario
cuyas cuentas no paraban de dar vueltas entre sus dedos nudosos, como un
ciempiés extraviado en un sarmiento. Nos hizo pasar a una oscura estancia en la
que los fantasmas de niñas novias nos observaban con perplejidad desde los
daguerrotipos descoloridos y las niñas que aún no eran novias ni muertas se
avocaban concienzudamente a lamer el encalado de las paredes sin detenerse a
dedicarnos una mirada. Observé las oscuras costras de mis rodillas durante todo
el tiempo que tomó a mi padre contar Arcadios en un árbol genealógico
imaginario. Hasta que apareció por el corredor una muchacha tan bella que mi
padre me cubrió los ojos para que no terminara de enamorarme de ella. Cuando
retiró la mano que cubría mis ojos aún tenía la otra cubriendo los suyos, y
permaneció así mucho después de que los pies descalzos de la muchacha dejaron
de hacer oír sus pasos hacia la cocina, explicándome que ya la última vez se
había enamorado un poquito de ella, como yo entonces, y que eso era lo máximo
que un hombre vivo podía soportar sin enloquecer por completo. Fue entonces
cuando la vieja mujer del rosario volvió para anunciarnos:
–Don Gabo los
recibirá bajo el castaño en flor, rogándoles que perdonen las hormigas.
Cuando pasamos
al huerto, vimos con alivio que habían tenido la deferencia de desatar las
extremidades del Gabo del añoso árbol, para que pudiera gesticular libremente a
sus anchas, aunque permanecía el tronco atado al tronco.
–Buenas tardes,
amigos, disculparán las hormigas y las fachas.
Don Gabriel José
de la Concordia García Márquez era un hombre de blanca guayabera y corta
estatura, cuya rebelde pelambre canosa alcanzaba apenas el nacimiento de las
ramas más bajas del castaño, y su bigote blanco daba sombra a un acento musical
de mestizo caribeño. Su mirada inteligente y tierna sacaba chispas a esas dos
yescas negras que llevaba bajo las cejas gordas como nubes de tormenta. Uno de
los ojos estaba renegrido de tanto mirar con deseo las corvas de la ayudanta de
la cocinera, una mulatita preciosa de pechos como berenjenas que le traía la comida
y le quitaba los piojos.
–Tomen asiento
donde le plazca al culo.
Giramos en
redondo sin ver más que dos piedras filudas y un tocón embreado. Las dos manos
agrietadas de la cocinera negra, gorda y redonda como una pesadilla bien
soñada, nos acercaron las sillas de mimbre y desaparecieron antes de recibir
las gracias, que quedaron flotando del árbol como guirnaldas incómodas. Hicimos
crujir las sillas a la vez y nos quedamos quietos, contemplando ese tótem
parlante que floreaba con su cadencia de las Antillas.
–¿Tengo carta?
Un gallo de
pelea picoteaba los pulgares de los pies del Gabo, sin que éste pareciese
reparar en ello, atento como estaba a las pulpas carnosas que la mulatita
llevaba por labios.
–Nada, don Gabo,
ya le dije que yo le aviso.
–Dicen que me
van a imprimir, ¿saben? –Gabo se dirigía a nosotros–. Una editorial de la
capital. Pero creo que se han desanimado, porque dicen que mis historias no se
las cree nadie. ¡Como si yo me las inventara!
En ese momento,
el gallo puso un huevo entre sus talones. Los del Gabo.
–Yo que creía
que le habían comido la cresta en la arena. En fin, habrá tortillas.
El animal
aludido levantó el pico tintado de yemas, dedicándonos una nerviosa mirada de
soslayo.
–¿Gustarían un
caldo? Meme no demora nada entre quebrar el pescuezo y hervir las patas.
–No, gracias,
don Gabo, hemos venido únicamente a ver cómo se encontraba usted. No queremos
importunar.
–No importunan,
igual este bicho termina en la cacerola porque termina. ¡Niña, hazme consomé de
gallo!
–¡Que no es
gallo, don Gabo! ¿No ha visto cómo le pone los huevos?
–¡La que me pone
los huevos así eres tú, pollita!
Enfurruñada, la
mulatita cogió al animal del pescuezo y se lo llevó a la cocina. Un grito
ahogado seguido del sonido de hueso quebrado anunció que el consomé estaría
pronto en camino. Mi padre carraspeó, reacomodando el culo en el asiento.
–¿Y qué me
contaba usted, don Gabo, de esa editorial que piensa publicarlo?
–¿Editorial?
¿Publicarme? ¿Qué me dice usted, amigo Buendía? ¡Si yo jamás he garrapateado
una línea!
–Don Gabo, yo no
soy...
–¿No es quién?
–En efecto: no
soy quién para contradecirlo. Le pido disculpas por mi confusión.
–¿Ha leído usted
a Kafka, amigo Buendía? Era un escritor checo que escribía en alemán historias
muy latinoamericanas.
–Sí, don Gabo,
he leído a Kafka, me gusta mucho cómo escribía.
–¿Verdad que es
muy bueno? Yo algún día escribiré así. Cuando aprenda a escribir.
–No lo dudo, don
Gabo.
Levanté la vista
hacia mi padre, extrañado. Él me hizo un gesto para que guardara silencio.
–Meme me está
enseñando a leer y escribir. Aunque yo prefiero que me enseñe la muchacha,
claro.
–Lo imagino.
–Meme me lee
libros de Kafka, pero ella no los entiende.
–Me lo imagino.
–¿Y usted qué me
cuenta, don José Arcadio?
–Pues nada, don
Gabo, sólo vine a verlo trayendo a mi hijo para que lo conozca.
El Gabo me
observó fijamente, como queriendo recordarme de alguna parte.
–¿Aureliano,
verdad?
–Yo...
–Sí, don Gabo
–intervino mi padre–. Aureliano, como su
abuelo.
–Buen nombre. ¿Y
doña Úrsula? ¿Y Amaranta? ¿Cómo están ellas?
–Muy bien, don
Gabo, gracias por preguntar.
–Bien, bien
–dijo el Gabo, con la mirada perdida en los guayabos, para luego volver–.
¿Tengo carta?
Mi padre me miró
una vez más. Me hizo señas de que nos levantáramos.
–Bueno, don
Gabo, nosotros pasamos a retirarnos.
–¿Tan pronto?
¿No se quedan para el almuerzo? Están preparando caldo, me parece. ¿Alguien ha
visto al gallo?
Mi padre y yo
dejamos al Gabo en el huerto, esperando su carta atado al castaño en flor,
rodeado de excremento de gallo muerto y con el olor del caldo flotando en el
aire caliente. Caminamos de regreso por las soleadas calles polvorientas, entre
la hojarasca, las mariposas y las miradas, camino del andén.
–Papá, ¿el Gabo
está loco?
Mi padre pareció
meditar un momento.
–No lo sé. Tal
vez sólo está viejo. O tal vez se volvió loco por estar tanto tiempo amarrado a
ese árbol.
–Yo creía que lo
habían amarrado porque estaba loco.
–Oh, no. Lo
amarraron para que no siguiera tumbando mulatitas empujándolas por las corvas.
–¿Y por qué las
tumbaba?
–Pues porque no
se querían tumbar solas, ¿por qué más?
El tren partió
de Aracataca a la hora del almuerzo. Nuestros estómagos gruñeron a la vez
apenas abandonamos la estación entre los aleteos dorados.
–Debimos aceptar
ese caldo de gallo.
No volví a
Aracataca hasta muchos años después, como he dicho, cuando la guerra mató más
gente que el cólera. Entonces me reencontré con el niño del hielo, que era ya
coronel, pero tenía la misma expresión de asombro frente al pelotón de
fusilamiento que apuntaba al centro de nuestros pechos en ese patio de quinta
como la que tuvo al contemplar la solidez del agua en la feria que el gitano
Melquíades montaba en la plaza del pueblo, donde vendía, entre otros
cachivaches, los pergaminos que estoy escribiendo ahora.
Entonces dirigió
su mirada hacia mí. Me guiñó un ojo. Y se elevó al cielo flotando entre las
sábanas del cordel.
Lo último que yo
oí fue al sargento gritar "¡fuego!". Y el aleteo de mil mariposas
flotando en el aire caliente, como una hojarasca arrastrada por los vientos
huracanados que nos desterraron de la memoria de los hombres.
FIN
Consigna: deberás escribir un relato en primera persona en el
cual nos contarás tu experiencia de haber conocido a Gabriel García Márquez.
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