Por Diego Hernández Negrete.
Retocó
su rostro con aquel gel que se tornaba en una suave capa de espuma fragante. A
la par con el individuo de mismos gestos y facciones, comenzó a retirar la
espuma suavemente con la navaja de afeitar de antaño, dejando al descubierto
una nueva piel que lucía ligeramente más clara que el resto de la cara.
Otrora
le hubiese sido más sencillo utilizar la máquina de baterías recargables que le
había regalado su prometida, sin embargo, ella ya no estaba. Prefirió sentir
por última vez el delgado filo del acero inoxidable empezando no muy lejos de
su yugular hasta un dedo del lóbulo de la oreja. Habiendo terminado de
rasurarse dejó el rastrillo sobre el alféizar, trató de convencer a sus múltiples
facetas de ese momento si sería o no, la mejor decisión. Existía en él una
ausencia de sentimientos que le hacían perder cualquier esperanza de vida. Todo
se había ido al carajo.
Amaneció
un día más después de pernoctar su primera y última noche en el lugar que sería
su misa de agradecimiento, decidió convertirlo en su lecho de muerte.
Habían
pasado tan solo unas cuantas horas desde que había recuperado la conciencia
después de aquel aparatoso accidente. Recordaba vagamente ir manejando
tranquilamente con Ely a su lado. De pronto aquel camión de dieciséis ruedas
embistió su lado izquierdo haciéndolo rebotar contra una fila de carros
aparcados en el carril del extremo derecho. Dos vueltas y todo se tornó en
obscuridad.
Despertó
una vez en el hospital aunque de eso recuerda nada. Él pregunta sobre Ely
aunque se vuelve a sumergir en el sueño.
Sebastián
creyó que Ely había sobrevivido al accidente. Sin embargo su familia mintió para
tranquilizarlo cuando éste apenas recuperaba su conciencia. No recordaba
detalles aunque él mismo se culpaba de haber ocasionado la muerte de su amada.
Ningún recuerdo podía servir de consuelo. Después de tantos planes ni siquiera
podía encontrar un solo motivo para seguir en pie.
No
había un dolor físico, mas bien sentía una agonía mental que desvalorizaba todo
aquello a su alrededor. Era incapaz siquiera de derramar una lágrima,
simplemente su alma se había mudado a otro lado y su cuerpo vagaba sin razón
alguna en la triste e irremediable realidad.
La
ilusión del indulto pareció más como la esperanza de que todo se tratara de una
mala pesadilla o inclusive una pésima broma. Sin embargo Sebastián perdonó su
vida toda la mañana.
Ya
a medio día sacó una cuerda gruesa de aproximadamente cuatro metros de largo
que le sería suficiente para hacer un nudo bajo la parhilera de la pérgola
floral que en los días futuros inexistentes sería su altar de boda. Regó sobre
el suelo los pétalos secos que arrojarían las inocentes criaturas al celebrar
la utópica unión, colocó una de las sillas que sería destinada para los padres
de la novia y subió a ella. No vestía el mismo traje que llevaría porque ese
había sido olvidado en la tintorería.
Sebastián
ató la soga cuidadosamente por debajo de su hueso hioides y sin decir una
palabra de despedida se arrojó al abismo en busca de su prometida.
Riesgoso presentar al suicidio como acto romántico, casi poético.Las posibilidades inmensas de una persona deben incrementarse y alimentar su espíritu en los momentos de sufrimiento. Que no sea el dolor quien mate a la persona. Más bien que muera su vanidad o sus defectos. Que sirvan las penas atravesadas para exaltar sus valores, pues si al fin se morirá no tiene caso apresurar el deceso. Eso siembra dolor. Mejor vivir y sembrar algo glorioso.
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