Basado en el siguiente titular:
Por Raúl Omar García.
Miro a los jóvenes que hay detrás de mí mientras aplico
todas mis fuerzas sobre el picaporte para que no abran la puerta que trabo con mi
cuerpo, el cual se sacude por las embestidas que dan del otro lado, y lo que
veo es solo a niños asustados y no a los drogones que creía encontrar.
No los culpo. Yo también estoy aterrado.
*****
Esa mañana había llegado a mi despacho un matrimonio
con un pedido de lo más peculiar, aunque no poco habitual. Una misión sencilla
que no merecía los gastos de mis servicios si se dedicaran a ser buenos padres.
La mayor parte del tiempo habló la mujer. El hombre
le susurraba cosas al oído que, al parecer, ella repetía. Una actitud sumamente
inquietante, les diré. No suelo sentirme incómodo, mucho menos en mi oficina,
pero puedo asegurar que esa escena me resultó embarazosa.
Después de que me explicara los motivos de su
visita, la señora rompió en llanto. Y hago un paréntesis aquí mismo, porque… A
ver. Tanto su rostro como su cuerpo demostraban que había entrado en una crisis
nerviosa. Sus hombros subían y bajaban, los ojos se encontraban entornados y
sus labios formaban un horrible ocho. De arriba abajo era la viva imagen de una
persona que lloraba desconsoladamente, pero faltaba lo esencial: lágrimas. No
soltaba una puta gota. Disculpen la palabra…: una sola gota. O era una buena actriz, o presenciaba yo un evento insólito
de ausencia de lagrimales.
Su marido apenas parecía sobarle el lomo como quien
acaricia a un perro.
En fin, dadas las circunstancias, demás está mencionar
que tuve mis reparos al tomar el encargo, pero la «acongojada» pareja me colocó un fajo de billetes sobre el
escritorio que me fue imposible rechazar (clink
caja, acepto).
Era prioridad empezar el seguimiento de inmediato.
Ah, sí, mi nuevo caso era encontrar pruebas de que el gurrumín de la familia era un drogón en potencia.
El hijo de la pareja partió de su casa a las tres de
la tarde. Tiré el cigarrillo a medio fumar por la ventanilla del auto y encendí
el motor para seguir sus pasos. Anduvo muchas cuadras y pegó más vueltas que
una calesita. Por momentos se volteaba, como si supiera que alguien lo venía siguiendo.
Eso me puso tenso. Sé hacer mi laburo, y la manera de actuar del muchacho
parecía dejarme en evidencia aunque yo supiera que no era así. Lo cual me llevó
a una suposición: intentaba rehuir de alguien y no era de mí.
Finalmente se detuvo frente a una ruinosa vivienda,
a la cual ingresó no sin antes efectuar el famoso acto de ver si había moros en
la costa. Entró deprisa y sin golpear: el pendejo tenía llave.
Anoté la dirección del domicilio en mi libreta y la
guardé en el bolsillo interior de la campera de cuero. Luego
usé el teléfono celular para llamar al inspector Víctor Vega para que me proporcionara
información sobre los dueños de la propiedad. Cómo presumí, era una residencia
abandonada en terreno fiscal.
Bajé
del auto y rodeé el sitio para poder espiar por alguna ventana. Localicé una,
pero el cortinado apenas me regalaba figuras de siluetas deformes. Eran cinco
allí dentro.
Escuché
ruido en la entrada principal y me escabullí detrás de un arbusto. Apareció un muchacho
alto y desgarbado, que caminó hacia la esquina, donde se detuvo. Revisaba su
teléfono a cada rato, ansioso, hasta que un coche dobló la esquina y se paró cerca
de él. El conductor estiró un brazo y manoteó el dinero que el pibe le ofrecía
y a continuación le proporcionó una bolsita. ¡Digan whisky! Capturé la imagen del día con la Polaroid Spectra 1200i que me había
regalado un amigo forense de Estados Unidos, una maquinita que largaba una
instantáneas impresionantes. Terminada la transa, el flacucho regresó al hogar.
Retorné a mi auto y me quedé ahí sentado hasta el
anochecer. Comenzaba a adormecerme de aburrimiento. Encendí la radio y busqué una
AM que pasara tangos. El cambio de dial efectuó su interferencia habitual
cuando la portezuela del acompañante se abrió de golpe.
—Sabía que tu retiro no duraría mucho —dijo Vega
tras acomodarse en el asiento.
—La concha de tu hermana, vas a matarme de un
infarto.
—Te ofrecí un lugar en la fuerza y lo rechazaste.
—Y yo te dije que la fuerza es muy corrupta. ¿Qué haces aquí?
—Lo recuerdo… ¿Andabas con ganas de acción?
—La necesidad no tiene nada que ver con las ganas
—le respondí. Y Era verdad.
—¿Necesitas dinero? Sabes que puedes contar conmigo,
¿no? —Claro que sabía, pero no le respondí, hurgué en la guantera, saqué el
recorte de un diario y se lo entregué.
—Clarín miente —soltó en seguida.
—Sí, lo sé, pero en esta ocasión no.
Lo que le invité a leer fue lo siguiente:
AUMENTA
EL NÚMERO DE PADRES QUE CONTRATAN DETECTIVES PARA VIGILAR SI SUS HIJOS SE
DROGAN
Buscan
saber qué hacen y con quiénes se juntan. Droga, alcohol, adicción a Internet y
pedofilia son las mayores preocupaciones. Para los expertos, la tendencia habla
de padres alejados de sus hijos que usan "intermediarios" para
enterarse de sus vidas.
Las agencias de detectives privados,
famosas por descubrir infieles y cazar deudores o estafadores, ahora también se
dedican a seguir chiquilines para ver dónde y con quiénes vaguean, si se drogan
o se emborrachan. Sus sofisticados servicios también permiten meterse en sus
computadoras y leer sus mails, ver cada página por la que navegan, seguir paso
a paso sus chats. Lo mismo con sus celulares. Los temerosos padres pueden así
obtener informes pormenorizados de sus hijos en tan sólo un santiamén. Eso sí,
la falta de confianza y la incapacidad de dialogar les salen carísimo, hasta
mil pesos diarios.
Hace poco, dos consultoras distintas
hicieron dos encuestas sobre los temores de los padres de adolescentes. Los
resultados son prácticamente iguales: le temen, fundamentalmente, al consumo de
drogas y alcohol, también a la inseguridad. Y reconocen que lo que más les
cuesta es ponerles límites a sus hijos.
Según los detectives, la pedofilia,
la droga y el alcohol son los principales fantasmas de los padres. También hay
otro: la homosexualidad. Pero en ese tema, aseguran los espías, ellos no se
meten porque "es asunto privado". Igual, a veces les pasa que
investigan porque los padres sospechan por drogas y terminan descubriendo una
relación homosexual.
Investigadores informan que son
padres que arrastran sospechas desde hace mucho. Confirman que son padres que
quieren saber en qué andan sus hijos: si trabajan, si estudian, qué parejas
tienen, si están en la droga, ya sea porque consumen o venden. Algunos también
porque están perdidos, buscan su paradero. Los chicos que ellos deben “espiar”
van de los doce a los veintiséis años.
También nos cuentan que el
"problema" de los más chicos es la adicción a Internet. Sus padres
quieren sabe con quién chatean, y también temen que caigan en bandas de
pedófilos. Los motivos de investigación en los más grandes están relacionados
con la adicción a las drogas y al alcohol. Los siguen a la salida del colegio, ven
si toman cerveza, si fuman. También van a boliches, observan si se meten en
líos, etc. Se interviene la PC con aparatos, o programas especiales, con
autorización de los padres. Se vigilan los celulares (se ve a quiénes escriben,
a quienes llaman), se interviene el teléfono de línea de la casa para asegurarse
si lo usan cuando los padres no están. Se les sigue en sucesivas ocasiones, el lapso
en que no están en sus casas. A la hora de seguirlos utilizan chicas jóvenes
que pasan desapercibidas y generan menos sospecha, y saben sacar más
información. Utilizan softwares y equipos usados para intervenir las
computadoras llamados keyloggers, los cuales se consiguen en Internet, pero afirman
que no todos los detectives saben usarlos. Coincide la mayoría en que los
chicos son muy hábiles con la computadora y sólo gente acostumbrada a esto sabe
cómo hacer la intervención. Se investigan sus contactos celulares y de
facebook, sus contactos en MSN, sus charlas. Todo.
El oficio que implica develar
misterios, secretos o verdades ocultas tiene estrategias especiales a la hora
de tratar con adolescentes.
“Que seas paranoico no quiere decir
que te estén persiguiendo”, dice una conocida frase popular. Pero quizá sí,
cualquiera podría observar tus movimientos desde atrás de un árbol, seguirte con
el auto o hasta infiltrarse en tu grupo de amigos o en tu computadora.
Vega me observó con pesadumbre.
—¿Te dedicas a esto, Norman? —Asentí y bajé la vista—.
El Norman Brichta que yo conozco resuelve hechos que el común de nosotros jamás
lograría y me confirmas que investigas…
Interrumpió la perorata a la mitad. Un grito se alzó
del interior de la casa que estuve vigilando. Vega y yo nos bajamos a toda
prisa. Víctor avanzaba con su arma en la mano. Se me adelantó y, a la carrera, arremetió
contra la puerta de una patada. El joven al que le seguía la pista se hallaba
inconsciente en el piso, rodeado de sus compañeros: el larguirucho, un morrudo
y dos señoritas que no pasarían los dieciséis años.
—¿Qué tomó? —rugió Vega guardando la pistola. Los adolescentes
parecían no reaccionar—. Le agarró una sobredosis, ¿no? ¿De qué?
—¿So-sobredosis? —balbuceó el alto, y Vega lo cazó
de la oreja—. Dame la falopa, borrego del orto, o te pego semejante patada en el
culo que te vas a cagar de hambre en el aire.
—¡Fueron
nuestros padres! —aulló una de las chicas. Víctor y yo la contemplamos
desconcertados—. No son humanos. Y quieren matarnos por no ser como ellos.
Vega me lanzó una mirada que expresaba: ¿De qué carajo habla…? Pero no pudo articular
ni un vocablo. Un sonido como de una tela sacudida por el viento fue el
preludio a la llegada de una sombra surgida de la noche, que succionó a mi
amigo hacia el exterior. La casa tembló. Las niñas se abrazaron y, de rodillas,
lloraron a moco tendido. El morrudo intentó huir, pero un ser inmenso y
monstruoso volaba hacia nosotros. Me precipité hacia la puerta, la cerré y apliqué
todas mis fuerzas sobre el picaporte para que no la abrieran. Mi cuerpo se
sacudía por las embestidas que daban del otro lado. Contemplé a los jóvenes que
tenía detrás de mí y lo que vi fue solo a niños asustado y no a los drogones
que creía encontrar.
No los culpé. Yo también estaba aterrado.
*****
Abro los ojos y tardo en darme cuenta me encuentro
en la habitación de un hospital. Parado a los pies de la cama, el inspector
Vega me regala una de sus sonrisas socarronas.
—Ay, Norman. Más viejo, más pelotudo.
—¿Qué me pasó? —carraspeo. Me duele la garganta.
—Pasó que
la viga podrida a la que ataste la corbata para ahorcarte se quebró. —Cierro
mis párpados y suelto un suspiro—. Cuando charlamos anoche no te noté bien. No poseo
tus facultades deductivas, pero me considero un sabueso que sabe cuándo algo
huele mal. Fui a verte y no atendías cuando toqué timbre. No me quedó más
remedio que forzar la puerta de una patada. Te encontré tirado junto a la silla,
con la cara tan azul como un pitufo. Norman, si quieres mantenerte ocupado,
atiende mis llamados y juega en serio, y deja esos trabajos de mierda.
Mi semblante le debe comunicar mi desconcierto,
porque a continuación agrega:
—Dejaste esta hoja de diario en el suelo. —Me
extiende el papel y comprendo de inmediato al leer el titular sobre el aumento
de número de padres que contratan detectives para vigilar si sus hijos se
drogan—. Recupérate pronto. Mañana vendré a visitarte. Tengo un deceso que
quiero que analices. Un fiscal fue hallado muerto en el baño con un tiro en la
sien.
—Y no piensas que sea suicidio —murmuro.
—No existen rastros de pólvora en sus manos. —Sonríe—.
Extraoficialmente, esto es para ti. Pide que te traigan un Clarín para que te
vayas empapando en el tema, pero no te dejes llevar por sus noticas,
tergiversan la realidad —dice, me guiña un ojo y da media vuelta para retirase.
—Víctor —le llamo, y él se vuelve—. Gracias. Y sí sé
que puedo contar contigo—. No comprende qué le quiero decir con eso, pero le
debía la respuesta a esa pregunta que no sabe que me formuló en mis locas
fantasías. Me dedica un gesto de saludo militar y se va.
oh, totalmente inesperado el resultado ajajajajaja *.* me gusto!
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