Basado en el siguiente titular:
Por Daniel Echeverría.
Diario
el Termómetro de Uruguay.
A
partir de las cero horas de mañana, primero de enero, en Jericó, un pueblo de
cuatrocientos habitantes al norte de Uruguay, los médicos –que son tres- del
único hospital de la localidad, iniciarán una huelga. El hecho no revestiría
importancia periodística si no fuera por una circunstancia al menos llamativa:
los enfermos decidieron acompañar a los facultativos en el cese de actividades.
Antes
de avanzar en la nota, nuestro diario cree pertinente una aclaración.
Permítasenos: Se preguntará el lector de qué manera puede una persona enferma
realizar una huelga. Sabido es que tal acto impone que una persona deje de
realizar su actividad en señal de protesta. ¿Cuál sería entonces la actividad que
puede suspender un enfermo? Porque generalmente los enfermos se hallan
inactivos.
Ante
la posibilidad de un error en el titular; hace dos días, esta redacción envió
un corresponsal para que investigara el hecho.
Recibimos
el siguiente cable: noticia confirmada. Los enfermos iniciarán una huelga
acompañando a los médicos. Y a continuación: el modo de huelga que utilizarán
los enfermos es más curioso que el título de la nota. Los enfermos acompañarán
a los médicos deteniendo sus enfermedades.
Los
cables que se sucedieron son los siguientes.
No
es esta la primera vez que en Jericó sucede un hecho de características
extrañas. Carter Manfredi, vecino del lugar, reveló que el nombre del pueblo
deriva de un acontecimiento asombroso. En tiempos de la fundación, unos
escarabajos consumían los cultivos de los campos adyacentes. No habiendo
remedio contra los insectos, los habitantes buscaron auxilio en un monasterio
cercano. Del monasterio enviaron a un fraile jesuita que, mediante oraciones,
consiguió detener el sol por tres días. Sí, estimados lectores (se disculpará
el coloquialismo), como lo han leído: el sol detuvo su marcha en el cielo por
setenta y dos horas. Semejante lapso de luz aniquiló la plaga de escarabajos,
pero también secó los cultivos y endureció la tierra. Este problema colateral
fue resuelto por el mismo monje. Había llevado consigo unas semillas. Las
semillas se plantaron y germinaron dando vida a un vegetal cuyo fruto en forma
de chaucha sirvió como alimento a los pobladores. El pueblo se salvó.
Hoy
día, dicha planta se cultiva en todos los campos y jardines del lugar. Los
agrónomos que la han estudiado afirman que se trata de un vegetal muy común en
Asia y no han encontrado en él particularidades extrañas.
La
detención del sol, claro, pertenece más al terreno de la leyenda que de la
historia. Pero otro hecho no: en Jericó no existe cementerio. Y la ausencia de
un campo santo no implica que los habitantes entierren a sus muertos en los
jardines de las casas, o que desarrollen con los cadáveres algún ritual
crematorio. O que, como en las antiguas tradiciones celtas, introduzcan a sus
muertos horadando el tronco de los árboles para que con la primavera vuelvan a
la vida. No, la versión es mucho más inquietante: nadie muere en Jericó. Por
supuesto, las industrias alrededor de la muerte tampoco prosperan. No hay casa
velatoria, no se fabrican ataúdes ni lápidas, nadie conoce el ancestral oficio
de enterrador.
Quienes
van más allá en esta hipótesis sobre la ausencia de muerte entre los habitantes
de Jericó, sostienen que el mismísimo José Saramago basó su conocida novela
“Las intermitencias de la muerte” en lo que ocurre en la localidad uruguaya. Y
que un pacto de privacidad que asumió con quienes le revelaron la historia, lo
obligó a disfrazar la realidad en una ficción.
Pero
aquí no terminan las particularidades en Jericó. Un culto iconoclasta se
profesa entre sus habitantes. Los adeptos a la herejía sostienen que Cristo no
murió sino que, en un hecho borrado por la Iglesia, fue descendido de su cruz
antes de su muerte y sanado de sus heridas con las mismas chauchas misteriosas
que, en tiempos bíblicos, ya se conocían en Jerusalén. En la trama que sustenta
el culto se especula que participó José de Arimatea, poseedor de las
influencias necesarias para obrar el subterfugio que, con el tiempo, engañaría
a media humanidad.
Ahora
bien, volviendo al tema que nos ocupa, debe saberse que si en “apariencia” (las
comillas señalan nuestra incredulidad acerca de la inmortalidad de los
habitantes) los habitantes de Jericó no mueren, sí enferman. Y que sería ese el
motivo de la existencia de un hospital de médicos en el lugar.
No
obstante, debemos reconocer que al día de hoy, el motivo de la huelga de los
médicos y el apoyo a dicha protesta de parte de los habitantes enfermos de
Jericó, es un misterio que no hemos podido desentrañar ya que nadie, a
excepción del Sr. Carter Manfredi se ha prestado a hablar con la prensa.
Por
tanto sería absurdo, incongruente y atentatorio contra la lógica más común hablar
de crisis en una situación privilegiada por la ausencia de la muerte.
Carter
Manfredi vecino de Jericó.
Aunque era sábado y no tenía que ir a
trabajar, Carter Manfredi se levantó a las seis en punto. Al bajar de la cama
sintió las piernas hinchadas y recordó que a su abuela, un doctor le hundía los
dedos en las piernas para comprobar si los riñones le funcionaban correctamente.
La hinchazón en las piernas de Manfredi
no tenía que ver con los riñones o sí, pero él prefería echarle la culpa al
cigarrillo.
Llegó
hasta el baño y mientras orinaba con dificultad, vio sobre la mochila del inodoro
uno de los tantos atados que tenía desperdigados por la casa. Encendió el
primero del día. El paso del humo le irritó la garganta y tosió. La misma
molestia lo iba a esperar no menos de cuarenta veces ese día. Recordó que había
comprado tres atados la tarde del viernes y ya no sabía cuántos le quedaban o
si alguno le quedaba. Recordó que dos años atrás había conseguido dejar el
vicio por un mes, y que estaba contento; pero que cuando le diagnosticaron
cáncer ya no tenía sentido seguir privándose del placer de fumar y agarró otra
vez. Recordó el gusto que les sentía a los cigarrillos cuando joven sólo fumaba
después de las comidas o en alguna fiesta.
Recordó cuando compraba sus primeros atados en un kiosco del pueblo y
los escondía en el hueco de un árbol antes de entrar en su casa. Recordó con
fidedigno malestar, el mareo que le dio la primera pitada del primer cigarrillo
que encendió a los doce años. Recordó los días en que volvía del colegio en
colectivo y subían las chicas del Santa María; y él, para impresionar a una que
le gustaba, mantenía un cigarrillo entre los dedos sin encenderlo. Recordó que
esa chica se convertiría en su primera novia y que ella le pedía que no fumara
–porque ya esa altura fumaba-. Pero en la barra de amigos no podía no fumarse.
Y recordó que la chica sería después su esposa y que no pudieron tener hijos. Y
que un día se fue con otro tipo de otro pueblo. No porque el otro no fumara y
él sí. Simplemente nunca supo por qué se fue. Y tampoco preguntó.
Su
padre padece cáncer en la vejiga, el mismo que él. También provocado por el
cigarrillo. Sonrió con resignación. En lo que duró una meada –y un cigarrillo-,
pudo recordar su vida entera. Tiró la colilla al inodoro. Llevó el atado a la
cama. Se sentó y encendió otro. Sacó del cajón de la mesa de luz revolver
viejo, de seis balas, que había sido de su padre. En calzoncillos, con el
cigarrillo sostenido en los labios, ubicó el cañón en el hueco debajo del
mentón. Y apretó el gatillo.
Todas
las mañana de su vida Carter Mafredi repetía la misma escena. Lo único que
hacía distinto cada seis días, era recargar el revolver.
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