Por Ada Liliana Jalile.
Cuando el hombrecito salió del baño, del ómnibus sólo quedaba la polvareda y el quejido lejano de la carrocería. Aterrado, corrió al mostrador:
Cuando el hombrecito salió del baño, del ómnibus sólo quedaba la polvareda y el quejido lejano de la carrocería. Aterrado, corrió al mostrador:
–Señor, ¿a qué hora pasa el
próximo para la capital?
–Martes, 7.30 de la mañana.
–¿No hay otro antes? ¿Hoy…?
–Acá entra los martes nomás.
–Pero… ¡yo venía en el que acaba
de salir! Me bajé al baño… Hay que avisar al chofer para que vuelva –dijo con
mirada convulsiva.
–La radio no funciona desde la
tormenta de marzo. Marzo del anteaño pasado, digo.
Pasó el día buscando un medio para
seguir viaje. No había ninguno. Al anochecer, tomó una habitación en la única
pensión del pueblo. Colgó con cuidado su traje en una silla y durmió en
calzoncillos: algo encontraría al día siguiente para marcharse. Pero el
miércoles tampoco cumplió con sus expectativas.
El jueves, más resignado a la
demora, compró algunas ropas y las colgó en el enorme ropero. Había dos
pensionistas más: un viejo empleado de la estafeta y una maestra joven. Compartía
el almuerzo con ellos y con Elvira, la propietaria (una india de caderas
amplias y mirada lejana), más los dos pequeños hijos de ésta. El viernes
abandonó su actitud furtiva y conversó familiarmente con los demás comensales;
lo sorprendió descubrir que su torturante timidez había desaparecido.
El domingo, desistió de la
infructuosa búsqueda de transporte. Se dijo vagamente que no habiendo hijos que
mantuvieran ocupada y entretenida a su esposa, ésta podría estar afligida. Estaría
bien telefonear para avisarle del percance; aunque seguramente un par de días
más no la matarían. Además, ella solía aprovechar cualquier ocasión para
dejarle en claro que casarse con él había sido uno de sus mayores errores, tal
como se lo había dicho su difunta madre, bla, bla, bla. Pensó inmediatamente en
la seguidilla de reproches humillantes que se estaba ahorrando, y la culpa
incipiente se desvaneció por completo.
El lunes salió temprano y regresó
con doce naranjas perfectas para Elvira, unas bagatelas para los niños y
alpargatas para él, y pasó el día trabajando como burro en remover tierra y
plantar hortalizas en el campito adosado a la casa. Ahí descargó sus últimos
restos de tensión.
El martes, ella lo despertó antes
del alba para que se preparara para el viaje. A través de la puerta dio las
gracias, pensó en la esposa lejana y seguramente furiosa y siguió durmiendo un
par de horas. Al mediodía, mientras le alcanzaba un humeante plato de locro,
sin mirarlo, ella dijo:
–Ha perdido el ómnibus.
–Así es –respondió, y pensó que
había que podar la viña.
Después de comer se puso a la tarea, silbando una tonada que no recordaba
dónde había escuchado antes. Luego juntó los vástagos podados en un haz y fue a
dejarlos en el galponcito del fondo, para que secaran. “Buena chamicita para el
fogón” se dijo. En eso estaba cuando desde la semioscuridad de un rincón surgió
un suspiro y el frufrú de un movimiento entre la paja. Achicando los ojos para
acostumbrarlos, vio que era la doña de la pensión durmiendo a pata suelta. A
decir verdad, la siesta era una delicia en esos rumbos. Inmóvil en mitad de la
amplia pieza, recordó las otras, cuando salía del banco a comer refritos a las
apuradas en el barcito de la esquina; el gerente, ese sapo negrero de mierda,
contaba los minutos que tardaban en regresar al yugo. Lo curioso es que esa
imagen, lejos de nublarle el ánimo, lo llenó de un inesperado cosquilleo de
felicidad. Depositó la chamiza en cualquier lugar y se acercó a la durmiente. Ya
fuera por ese sexto sentido que el mito atribuye a las mujeres en general, o
porque esta en particular había estado fingiendo descaradamente, la cosa es que
cuando él estaba a dos o tres pasos, ella abrió los ojos y le sonrió con cara
de sueño. Él se dijo que si eso no era una invitación, bien habría tiempo
después para pedir disculpas y se recostó suavemente a su lado, sin decir una
palabra, con los ojos muy abiertos. El primer contacto de su mano con el muslo
moreno le disparó chispas eléctricas que después de recorrerlo de cuerpo
entero, encontraron su terminal justo en el órgano apropiado. Viendo que no
había quejas, quiso ponerse encima de la recién descubierta Eva, pero esta le
dijo “no” graciosamente con un dedo. Lo desnudó con suave agilidad y después se
deshizo de su vestido en un solo movimiento. Debajo no llevaba nada. “Ahora sí”
se dijo él, en el colmo de sus arrestos y trató de acostarla de espaldas; pero
otra vez, el índice negador lo detuvo. No entendía nada. Al borde de la
desesperación, le lanzó una mirada suplicante, y ella, siempre sonriendo, tomó
su miembro entre ambas manos y dulcemente fue acariciando, como sopesando y
disfrutando su sedosidad. Él pensó que nunca nadie antes lo había acariciado
así y creyó que había llegado al punto máximo de la delicia; pero segundos
después tuvo que rectificar ese juicio, cuando la tibieza de una lengua lo
abrasó conduciéndolo rumbo al paraíso. Supo que había llegado a él cuando ella,
incorporándose, se puso a cuatro patas y le entornó las pestañas por encima del
hombro.
El viernes regresó del mercado, dejó las bolsas de la compra sobre la mesa
de la cocina, cerró con parsimonia la puerta medio desvencijada y le puso la
tranca. Elvira, desde el fogón, lo miró de reojo y siguió revolviendo el
puchero, con los ojos achinados de anticipación. Cuando sintió las faldas
levantadas inclinó sabiamente la grupa si dejar de atender la olla del potaje y
esperó el primer embate. Y el segundo, y el tercero hasta que decidió dejar de
contar y de revolver porque ahora el ritmo era otro y además necesitaba apoyar
ambas manos. Un galope lento fue acercándolos al final del camino; pero él
comprendió que no quería arribar a ningún lado, sino seguir cabalgando con los
ojos cerrados, envuelto en la fragancia lúbrica de las especias. Tomó por riendas
las dos suaves, redondas, tersas tetas morenas y alargó el camino todo lo que
pudo hasta ese horizonte de gemidos apagados que los recibió en sucesivos
estallidos agónicos.
El sábado Elvira le dijo en un susurro:
–Ha andado gente preguntando por Dardo
Héctor Gutiérrez; que diz que está desaparecido.
–¿Y usté qué le dijo?
–Que no lo conozco.
–Bien
dicho –respondió, mientras se metía bajo las sábanas, rumbo a la tibieza
definitiva de esas caderas.
¡Muy bueno, me encantó!
ResponderEliminarSaludos.