Por Juan Carlos Santillán Villalobos.
—¿Mantuvo usted relaciones sexuales con la menor? ¡Conteste sí o no!
—¿Mantuvo usted relaciones sexuales con la menor? ¡Conteste sí o no!
El
Profesor puede sentir aún en las yemas de los dedos su piel suave. La textura
de su blando vello púbico. Su tierna vulva húmeda.
—Sí.
Conoció
a Ivonne en una cafetería.
—También
me gusta Oé.
Bajó
el libro y la observó a través de sus gruesas gafas de montura negra. Era
bastante menuda, parecía aun menor de lo que en realidad era. Llevaba uniforme
de colegio. Un colegio católico, de monjas. Pulóver verde y falda tableada a
cuadros. El cabello muy negro y lacio, corte paje. Los ojos almendrados, algo
separados. Los labios delgados abultados en el centro, de manera que lucían
carnosos. No llevaba maquillaje ni aretes. Un brillante crucifijo dorado
descansaba sobre su pecho casi infantil. Su voz... su voz era ronca y
acariciadora. Toda su sensualidad se concentraba en su voz y en su mirada.
—Perdón,
¿cómo dices?
Levantó
su mano pequeña, de dedos flacos y uñas carcomidas. Traía una diminuta tira de
cuero atada al índice que apuntó hacia él.
—El
libro.
Estúpidamente,
dio la vuelta al libro y miró la portada, como si él mismo no supiera qué
estaba leyendo. "El grito silencioso", de Kenzaburo Oé.
—Ah,
sí. Lo estoy releyendo. Me gusta mucho también.
—Esos
orientales son unos pervertidos.
Él
sonrió.
—¿Te
parece?
—Sí,
claro. ¿Has leído "El amante de la China del Norte"?
—Marguerite
Duras. Originalmente se llamó "El amante", a secas, pero a la gente
le parecía raro un chino alto y blanco, así que la autora decidió hacer el
añadido. Por cierto, la autora es una mujer francesa, no un hombre oriental.
—Pero
las cosas que le hizo el tipo...
—Es
un libro.
—Dice
que la historia es real.
—Lo
sé.
Ella
lo observó en silencio un momento.
—¿Ocurre
algo? —le preguntó él.
Entonces
ella lo dijo.
—Soy
Ivonne. Y soy sapiosexual.
Estaban
solos en ese ambiente. Él volvió a sonreír, nervioso.
—Pues
yo no soy pedófilo.
—Porque
no has tenido la oportunidad. No me has dicho tu nombre. Te diré
"Profesor". ¿Quieres tener la oportunidad, Profesor?
—¿Cómo...
cómo dices?
Ella
no sé relamió los labios ni se recogió la falda. No desabotonó la blusa que
quedaba oculta bajo el pulóver y el crucifijo. Se limitó a repetir:
—¿Quieres
tener la oportunidad?
Y
él, con treinta y nueve años y diez meses de vida, con un matrimonio feliz, con
un hijo adolescente casi de la misma edad de ella, que lo hacía sentir
orgulloso de sus logros, y con un trabajo bien remunerado que dependía en buena
medida de su imagen intachable, él, con todo eso, respondió sin embargo con el
único monosílabo que podía destruir su vida:
—Sí.
—Sal
primero. Sube a tu auto y da la vuelta a la manzana. Recógeme en la calle de
atrás.
—¿Has
hecho esto antes?
—Voy
al baño.
Sin
más, se levantó y se fue. Él se quedó sentado, asiendo aún el libro abierto, con
la garganta reseca y las manos empezando a temblarle. Cerró el libro, salió del
local y se dirigió a su auto.
Se
aferró fuertemente al volante.
—Voy
a ir preso —dijo en voz alta.
Lo
interrumpieron los golpes en la ventanilla del lado del copiloto. Miró alrededor.
Como un autómata, había conducido hasta el lugar acordado casi sin darse
cuenta. Ella golpeaba el vidrio con los nudillos. No había nadie más en la
calle. Él abrió la puerta. Ella subió y se acomodó en el asiento con la pierna
izquierda doblada, su rodilla tocando el muslo de él. Entonces él notó
realmente lo menuda que ella era: el flequillo de colegiala quedaba a la altura
de su barbilla mal afeitada.
—No
me digas que te arrepentiste, Profesor.
Su
voz ronca, su rodilla contra el muslo de él, su muslo descubierto. Una fuerte
erección inflamó el pantalón de mezclilla. Ambos lo notaron a la vez.
—Nada
de eso —respondió el Profesor. Y puso el auto en marcha.
Es
increíble lo fácil que resulta, en ciertas partes de esta ciudad, entrar a un
hotel con una menor de edad sin que nadie haga pregunta alguna. Dejaron el auto
en el estacionamiento y subieron a la habitación. 306A.
—El
número de mi casillero —dijo ella, tomando la llave de la mano de él—. Tal vez
nos trae suerte.
Se
adelantó y buscó la habitación. Viéndola caminar delante de él, como guiándolo,
al Profesor le entró una pena profunda, acompañada de náuseas, que le revolvió
el estómago al pensar una vez más cuántas veces habría hecho la chica eso
antes. Llegó junto a ella, que se había quedado de pie frente a la puerta.
—Es
aquí —anunció Ivonne, como burlándose de la obviedad.
—Haz
lo honores: tú tienes la llave.
Ella
sonrió a medias. Llevó la llave a la cerradura e intentó introducirla, pero el
temblor de sus manos se lo impidió. En ese instante el Profesor quiso cubrirla
de besos. Ella volteó. Lo encaró, desafiante. Logró mantener la voz firme al
preguntarle:
—¿No
deberías abrir tú y llevarme en brazos?
Él
abrió la puerta y dio la vuelta hacia ella, haciendo el ademán de cargarla.
—Era
una broma —dijo ella, entrando sola.
Fue
directamente a la cama. Se sentó con las piernas muy juntas, la cabeza baja.
Durante un momento, el Profesor no supo qué hacer. Finalmente pasó, cerró la
puerta con seguro y se sentó a su lado. La observó. Ivonne tenía el rostro
encendido, casi parecía congestionado. Sus ojos lucían vidriosos. Los dedos
temblorosos jugaban con el anillo de
cuero sobre la falda. Las rodillas entrechocaban.
—No
tienes... no tenemos que hacer esto
Ella
volteó hacia él y colocó la mano en su pantalón, sobre el miembro aún erecto.
—Eso
te decepcionaría mucho.
—No
lo niego.
—Hagámoslo.
Házmelo.
Lo
soltó, se dejó caer de espaldas en la cama y así se quedó, quieta. Por segunda
vez, el Profesor permaneció un momento sin hacer nada. Después se quitó el saco
y las gafas. Se dirigió al interruptor de la luz.
—No
la apagues... por favor —susurró Ivonne.
Su
voz ronca. El Profesor decidió no pensar más. Cuando metió las manos bajo su
falda, sentió la ropa interior húmeda. No hubo más preámbulos. Le quitó la diminuta
tanga, se abrió la bragueta y bajó su bóxer. La levantó y la hizo sentar sobre
él. La penetró sin más. Ella lanzó un alarido. Era virgen. Él no se detuvo Ella
se aferró a su espalda, clavándole las uñas. Él la cogió del cabello con
fuerza. Ella gimió. Ambos descubrieron que les gustaba la violencia.
—¿Empleó
la violencia con ella?
—No
—miente el Profesor.
—¿Y
cómo explica los moretones?
Salieron
muy tarde de la habitación.
—¿A
dónde te llevo?
—Tomaré
el autobús.
—Pero
tengo el auto, puedo llevarte.
—Sería
peligroso.
Hablaba
sin mirarlo a los ojos. Terminó de arreglarse y se dirigió a la puerta. Se
detuvo.
—Estudio
en el Carmelitas, el colegio —le informó—. Salgo a las seis.
Y se
fue.
Se
vieron casi a diario durante un par de semanas. Pero un día, ella desapareció.
Al tercer día de ausencia, él empezó a preocuparse. Al cuarto, ella apareció en
la cafetería. No llevaba puesto el uniforme. Traía unos jeans y un jersey muy
sueltos.
—¿Qué
ha ocurrido? —le preguntó él Profesor
—Mi
madre vio los moretones.
El
profesor se revuelve en la silla,
nervioso.
—La
madre.
—¿Fue
la madre, me dice?
—Sí.
Se
acomoda las gafas, por hacer algo.
—¿Y
qué hizo?
—Se
lo dijo a mi padre. Nos mudaremos.
—¿A
dónde?
—Lejos.
Él
guardó silencio.
—Fuguémonos
—dijo ella de pronto.
—¿Qué?
—Vámonos
juntos a cualquier parte, Profesor. Deja a tu familia. Yo dejaré a la mía.
Él
miró alrededor. Había gente ese día. Los miraban.
—Baja
la voz. No sabes lo que dices.
—Sí
lo sé. Estoy harta de ellos.
—Ya.
Eso es normal.
—¿No
quieres?
—No.
Se hizo
el silencio. Ella lo miró durante un largo minuto. Luego se levantó y se fue.
Él no la siguió.
La
hallaron muerta dos días después. La noticia apareció en todos los titulares.
—Ivonne
se suicidó.
—Eso
dijeron los medios.
—Estaba
embarazada.
—Sí.
—¿Usted
lo sabía?
—No.
—Y
nos dice que los moretones que presentaba el cuerpo se los provocó la madre.
—Fue
lo que ella me dijo.
—¿Qué
hizo cuando supo que había sido hallada muerta?
Se
masturbó pensando en ella, llevándose a la nariz un mechón que había arrancado
de su cabello. Después fue a la comisaría.
—Me
entregué a la justicia.
—Pero
usted no tuvo nada que ver con su muerte.
—No.
—¿Entonces
por qué se entregó?
—Sabía
que llegarían a mí. Averiguarían que habíamos tenido algo.
La
fiscal resopla.
—No
tengo más preguntas, señor juez.
—Bien.
El acusado póngase de pie.
El
Profesor obedece.
—Se
dictará sentencia el día de mañana a mediodía. Hasta entonces, seguirá en
prisión preventiva. Se levanta la sesión.
Le
colocan las esposas. Lo llevan al vehículo. En el camino pasan junto a un grupo
de muchachas. Son las amigas de Ivonne, que han asistido a la audiencia. Una de
ellas logra acercarse al Profesor. Es una rubia alta, bastante desarrollada.
—¡Hijo
de puta! —le grita. Y le escupe en el rostro.
Él
ha cerrado los ojos por inercia. Al volver a abrirlos, le sostiene la mirada.
Pasa la lengua por sus labios, saboreando la saliva que escurre por ellos. Ella
lo observa asqueada. Se da la vuelta. En el grupo hay una chica morena, menuda
y esmirriada. Parece menor que las demás. Contempla al Profesor como
hipnotizada.
—Saldré
en dos años —anuncia el Profesor, dirigiéndose a la morena, que abre los ojos,
sorprendida.
Sólo
serán dos años. Con un recurso, su abogado conseguirá que la pena no sea
efectiva. Por entregarse, por colaborar, porque no tiene antecedentes. Y porque
no dejó huellas en el frasco.
La
morena le sonríe, tímida. Él le devuelve la sonrisa. Sólo serán dos años. Tal
vez mucho menos.
Debo confesar que cuando empecé a leer este relato me repugnó. El tema pedofilia me produce un rechazo sin vueltas. Tragué saliva y continué; hice bien. No es que me parezca buena la primera parte; está al borde de la pornografía, para colmo infantil. Pero la resolución del nudo narrativo es impecable y sorprendente (por usar un lugar común siempre eficiente). Bien mirado, se asiste a la caída de un hombre, no al “pecado”, sino a su lado oscuro, que él mismo ignoraba tener. Me ha parecido contundente como un mazazo. La alusión al crimen, reducida a una sola frase corta: para aplaudir. El final, macabro y redondito.
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