Por Daniel Canals Flores.
La orden directa provenía del propio General. Quería que yo mismo, el único superviviente de la masacre, relatara lo acontecido plasmándolo en un informe. Aún no se, sí para cubrir el expediente de las bajas con más exactitud o como relato para la posteridad.
La orden directa provenía del propio General. Quería que yo mismo, el único superviviente de la masacre, relatara lo acontecido plasmándolo en un informe. Aún no se, sí para cubrir el expediente de las bajas con más exactitud o como relato para la posteridad.
Como no me lo habían indicado,
decidí seguir el camino del relato y mientras en la radio sonaba una canción
melancólica, empecé a escribir la cruel historia en las gastadas hojas del
cuaderno de campaña. Deduje que después de mi trabajo, alguien se molestaría en
pasarlo a limpio mecanografiando, para presentarlo a los ojos del General.
Puse por título: “Diario de un
soldado afortunado”.
“Amaneció con frío y una espesa niebla que abarcaba todo el
entorno. No se distinguía una tienda de campaña de la otra. Adormilados, nos
dispusimos a vestirnos y luego a preparar un rápido y maloliente café de
campaña. Era la rutina de siempre desde que habíamos entrado en aquella zona
infecta. Te levantabas con grandes ronchas coloradas provocadas por las
picaduras de unos mosquitos que nunca eras capaz de ver, pero si de oír.
Parecían cazas aéreos nocturnos, pero sin luces.
El sargento mayor empezaba a
gritar nada más levantarse. Nos lo imaginábamos haciendo lo mismo en su casa
dando órdenes a las gallinas y a los
gorrinos de su granja al amanecer.
—¡Venga inútiles, en marcha! ¡El
que no haiga desayunao que se joda!
El hombre era un dechado
literario en todas sus apreciaciones y se distinguía por tener una empatía
absoluta hacia los demás.
Cargamos los bártulos y
rascándonos por todos los lados, empezamos otra pesada marcha a través de aquel
inmenso pantano. El Sargento abría el camino con su inmenso corpachón y los
demás del grupo lo seguíamos chapoteando detrás de él. La columna estaba
formada por quince hombres incluyendo al Sargento.
Cerca del mediodía, en un momento
dado, levantó el antebrazo con el puño cerrado parando toda la columna en
mojado. Un sol abrasador atravesaba las copas de los árboles creando formas
difusas en el vapor de la eterna niebla que reinaba allí.
Poniendo cara de experto
explorador, vimos como su nariz empezaba a olfatear el pútrido ambiente, siendo
capaz de distinguir entre los aromas algo que había marcado la diferencia, un
olor que no debía estar allí.
—¿Qué ocurre mi Sargento?
—pregunté algo asustado.
De pronto lanzó una horrible
risotada que retumbó alrededor.
—¡Ja, ja, ja! He olido el culo de
una marrana y si nos espabilamos igual esta noche cenamos tocino. Si la
encontramos pronto igual alguno de vosotros puede pinchársela y todo, aunque
recordad, está prohibido enamorarse ¡Ja, ja, ja!
Con este hombre no sabíamos nunca
si bromeaba o estaba diciendo la verdad. Pero empezamos a prestar atención al
entorno por si alguno veíamos a tan preciado animal. La mayoría estábamos con
hambre atrasada y otros, los menos, con ganas de cariño…
Seguimos la marcha despacio,
poniendo los cinco sentidos en ello, mientras todos los bichos del pantano
aprovechaban para alimentarse de nosotros en aquel ambiente infernal. Había
incluso unas sanguijuelas grandes como ratones.
Media hora más tarde, el sonido
fue perceptible por casi todos, ¡Oink, oink, oink! Aquello era un cerdo, sin
duda, y además de gran tamaño. Empezamos a salivar pensando en las posibilidades
culinarias y aquí fue donde empezaron los problemas.
Cuatro del pelotón, los que
marchaban más retrasados, se perdieron en la asfixiante niebla al salir de la
columna persiguiendo lo que ellos consideraban que era el animal. No los
volvimos a ver jamás.
El resto, pegados al Sargento,
esperábamos sus instrucciones con los fusiles preparados.
—No os mováis, vamos a dividirnos, tres hombres por la
izquierda, tres por la derecha y el resto esperad aquí por si aparece asustado
y se dirige hacia vosotros.
Dividir al grupo fue el segundo
error, en aquel lugar cambiante, todos los escenarios eran parecidos o iguales
por completo. Me uní al grupo del Sargento y seguimos sus pasos con medio palmo
de fango incrustado en las botas. Era difícil avanzar por allí, aunque nos
animamos al pensar que tampoco sería fácil para la marrana. Y de pronto… ¡Boom!
Estalló una mina matando a los tres que se habían adentrado por la derecha. Los
gritos y el pánico no tardaron en aparecer y debido a que los hombres empezaron
a correr sin sentido ni orientación ninguna, empezaron a estallar más minas de
fragmentación. Aquello fue una auténtica y estúpida carnicería.
Luego nos envolvió el silencio.
De un grupo de quince
hombres solo quedábamos tres y el
gorrino que nadie era capaz de encontrar. Los ojos del Sargento brillaban
extraños con un asomo de locura.
—Os juro por mi madre que esta
cerda va a ser mía aunque me tenga que quedar solo en el Universo. Ahora es una
cuestión de honor.
Estaba tan obcecado que volvió a
cometer el mismo fatídico error, el dividirnos. Ordenó que fuéramos cada uno
por un lado con las armas preparadas y al mínimo asomo porcino debíamos
disparar sin compasión. Por nuestros compañeros, aquella caza se había
transformado en una venganza.
Avancé sigiloso mirando al suelo
con el temor de pisar algún artefacto en aquel jardín de minas explosivas y
pensé «a ver si tenemos suerte y el propio cerdo pisa una de ellas. Así no
tendremos que cocinarlo y mataríamos dos pájaros de un tiro».
Empezaba a disminuir la luz solar
y no tardaría mucho en oscurecer. Sonó una ráfaga de fusil a la derecha, y empecé a marchar en esa dirección con la
esperanza de que el Sargento hubiera abatido a la presa.
Nada más allá de la realidad, el
Sargento había disparado contra el otro superviviente confundiéndolo entre los
matorrales. Yacía muerto en el suelo.
Me miró, con la locura
desbordándole `por la cara y medio llorando y riendo a la vez, cayó de rodillas
en el suelo oyéndose un característico clic. Se había derrumbado encima de una mina
de presión.
Juro que intenté ayudarle pero no
se podía hacer nada por él. Encendí un cigarrillo, se lo lancé y mientras me
alejaba de espaldas al lugar, oí la tremenda explosión”.
Hasta aquí la versión oficial
para el General. Me cuentan que tras leer mi relato, ordenó destruir el
documento y realizar otro de carácter oficial con un mensaje típico y lacónico:
“Pelotón atacado por hordas
enemigas es masacrado en el interior del pantano. 14 fallecidos y un solo
superviviente que recibe la baja definitiva del cuerpo con un ascenso por el valor
demostrado”. Así se solucionaban las cosas allí.
La realidad es que tras la onda
expansiva, caí al suelo y permanecí en posición fetal con los ojos cerrados. De pronto me vi como un perro de nadie,
ladrando, a las puertas del cielo. Solo y abandonado, hasta que…una inmensa
lengua sonrosada empezó a lamerme la cara y a llenármela de babas.
Era una cerda soldado, rusa con toda seguridad, preparada para el
combate porque estaba pintada de camuflaje con franjas verdes y negras. Por eso
fue imposible verla.
Aquel animal había sido
adiestrado para confundir al enemigo y causar confusión entre sus filas,
llevándolos mediante engaño a las zonas minadas. Llevaba en su haber más de
quinientas bajas enemigas y la llamaban con cariño “La Bruja del pantano”.
Nos había cazado ella a
nosotros llevando al desquicio a la columna con sus insinuantes gruñidos. Por
un instante pensé en cargármela allí mismo, pero sus ojillos destilaban una
ternura inusual. Brillaban como dos luceros y acabé abrazándome a ella. Tanto la quería que tardé en aprender a
olvidarla diecinueve días y quinientas noches.
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