—¡Vamos, imbécil! —espetó la
decrépita anciana cubriéndose la cabeza con la capucha al caer las primeras
gotas de lluvia—. ¡Me retrasas!
La indumentaria informal y el
delgado cuerpo de la mujer habrían engañado a cualquiera. Vestía como una joven
más de la ciudad: camiseta con remaches, mallas rotas, botas estrafalarias y su
característica sudadera roja con capucha. Sin embargo, los profundos surcos de
su rostro y una larga trenza plateada la delataban.
—¡Gollum! ¡Gollum! —acertó a
decir la criatura que la acompañaba.
—Sí, sí, lo que tú digas. ¡Venga!
No podemos llegar tarde. Atravesar esta puta ciudad nos va a costar más de lo
que pensaba —añadió con una intensa mirada posada sobre el valle—. Se avecinan
tiempos aciagos.
El ser la miró de reojo. Logró
comprender por un momento que aquella mujer era sabia. Supo durante unos segundos
que no estaría en mejores manos y que, aunque le gritaba y descargaba su ira
contra él, ella siempre estaría ahí. Pero pronto desapareció ese fugaz pensamiento
para dar paso a algo mucho más básico: el hambre. La mujer reconoció el gruñido
al instante y lo miró con lástima. Estaba en los huesos, como ella.
—Vamos a ver qué encontramos hoy
en el mercado de Ki-Pong, Gollum. Si es miércoles, tendremos suerte y habrá
caracoles vivos. —Se le marcaron las gruesas venas en las manos al agarrar la
mochila que se cargó en la espalda. —Y leche… —añadió pensativa.
El pequeño monstruo abrió las
fauces y comenzó a salivar profusamente. Sus ojillos soñaron con un puñado de
babosos y enormes caracoles grises deslizándose por su boca. Correteó alrededor
de la anciana antes de poner rumbo hacia el mercado.
La ciudad se había transformado.
No había llegado a desaparecer después de las Furias, pero se había convertido
en otra cosa. Desde lo alto de la colina divisaron los restos de algunos
edificios en pie, partes resquebrajadas de rascacielos apuntando al cielo como
cuchillas y tramos de calles con lenguas de asfalto destrozadas. Parecía que
quería hablarles. Una ciudad que escupía lodo y excrementos, que se lamentaba y
gritaba desde su interior podrido por cada alcantarilla. Desde allí arriba
pudieron divisar grupos enormes de lobos cruzándola como si fuera suya. Porque
lo era. Alarmando a quienes se encontraban a su paso y marcando el territorio
que ahora les pertenecía. Las Furias les habían fortalecido, habían sacado lo
más instintivo y feroz de ellos. Habían creado alianzas ante el peligro y la
devastación, no como los humanos, que peleaban todavía los unos contra los otros
por un puñado de comida. El trabajo en equipo les había hecho fuertes y
peligrosos. Iba a ser complicado, pero no tenía otra opción. Debía llegar cuanto
antes a casa.
El descenso fue lo más sencillo.
Gollum era un excelente rastreador y conocía aquellas tierras inhóspitas como
la palma de su mano. Dejaron atrás la explanada que una vez fue un frondoso
bosque ahora plagada de troncos calcinados, antesala de la gran urbe gris. Para
cruzar el puente de piedra que daba acceso a la ciudad, necesitaron usar las
cuerdas y arneses que llevaban, pues los destrozos de los bombardeos de la
segunda Furia todavía no se habían reparado. Caperucita, como solían llamarla
en su juventud, mantenía por suerte una espléndida forma física para su edad.
Gollum se encargaba de ayudarla en lo posible. Tras el esfuerzo, destellos
plomizos en los charcos de agua auguraban una mañana complicada.
Callejearon sonrientes al ver que
los lobos no hacían acto de presencia. «Deben de dormir», pensó la anciana, así
que aprovecharon para pasear con relajada tranquilidad, pero sin bajar el
ritmo, hacia el mercado. Al llegar, todo era alboroto, risas, gritos, insultos…
«Hogar, dulce hogar», ironizó en su interior, y se perdieron entre la mugrienta
multitud.
—¿Veinte rómulos? ¿Estás loco?
—gritó Caperucita al comerciante—. Tú lo flipas. Estos caracoles no valen más
de cinco. Bah, tienen las cáscaras medio rotas. Los he visto en el puesto de
Lea por mucho menos.
—Oye, oye, preciosa, no te vayas
—añadió el vendedor en seguida—. Te los dejo a doce.
—Ni lo sueñes. ¿Me has visto cara
de pardilla? —contestó ella—. Diez y tan amigos.
—Vale, pero te estoy haciendo un
favor, guapa —finalizó guiñando un ojo.
—Trae acá. El favor te lo estoy
haciendo yo, baboso. —Y se largó de allí escupiendo y buscando a Gollum con la
mirada.
Lo encontró acuclillado en una
cornisa rota mirando hacia el final de la calle principal, observando
detenidamente un puesto de joyas baratas. Sin duda, buscaba su anillo. Su
tesoro. Tenía esa mirada de nuevo.
—¡Eh! ¡Gollum! Vayamos a por la
leche y larguémonos de aquí —replicó ella con prisa—. En cualquier momento
pueden aparecer los lobos.
Gollum le dirigió una mirada
enfurecida, no encontraba su tesoro por ninguna parte, pero el hambre hizo
mella de nuevo y, al olfatear los caracoles, sonrió y corrió rápidamente hacia
Caperucita. Le esperaba un festín.
Encontrar el sendero que conducía
a casa fue demasiado fácil. Después de los ataques químicos, ya no crecía
vegetación alguna que obstaculizara el camino, así que pronto se adentraron en
el bosque de Gandalf. Lo llamaban así porque decían que el mago que recibía ese
nombre había morado durante décadas allí en la abstinencia y la oración, aunque
ahora no quedaba ni un solo árbol en pie. «Menudo chalado», se dijo Caperucita,
«La ciudad en plena primera Furia y este payaso cobarde aquí resguardado de
todo mal, esperando a que se mataran los unos a los otros. Gente sencilla,
gente normal enfrentada en una debacle provocada por los políticos que acabó con
todo. Y después de la primera, llegó la segunda. No fue suficiente con
desahuciar a la población y privarla de todo, incluso de lo más básico, sino que
tuvieron que arremeter quince años después para asegurarse de que nada se
mantendría en pie. Sin embargo, aquí estamos. Los supervivientes no dejaremos
de luchar por… » Un aullido desgarrador interrumpió sus pensamientos.
—¡Por todos los demonios!
¡Gollum, escóndete! —gritó la anciana.
Pero Gollum había desaparecido de
su campo de visión. Corrió lo más sigilosamente posible y se acurrucó en el
hueco deforme de un roble calcinado. «Venga, venga, venga. No, no, no», suplicó
cerrando los ojos con fuerza. «No me puede pasar esto, por favor. No puedo
fallarle. La niña necesita leche. Si no, morirá…» Se cubrió el rostro con la
pesada mochila y lloró de rabia.
Las pisadas se intuían cada vez
más cercanas. Eran bastantes. Una manada de al menos diez lobos gruñían,
olfateaban, jadeaban y buscaban comida. Su pelaje gris contrastaba con la tierra
y las rocas negras del lugar y brillaba cuando algún finísimo haz de luz atravesaba
las nubes. Siempre tan compactas, tan oscuras. Caperucita se atrevió a apartar
la mochila y abrir los ojos. No podía, quería cerrarlos y que todo aquello
pasara, pues no podía luchar contra diez lobos feroces, pero el instinto la
obligó a abrirlos. Entonces los vio.
Jamás había estado tan cerca de
ninguno de ellos. Eran hermosos. Encogida dentro de aquel tronco podía
contemplarlos sin ser vista. Su pelaje se agitaba suavemente al viento, las
fauces, aunque temibles, poseían una belleza animal inigualable y los ojos,
esos ojos inteligentes, buscaban. ¿Qué buscaban? La anciana salió de su
ensimismamiento y volvió a la realidad. «Gollum.» Un chasquido provocó que la
manada al completo avanzara hacia aquella dirección, dejando tras de sí restos de
tierra seca de sus pezuñas y a Caperucita.
«Gollum, maldito, ¿dónde estás?»
Salió de su escondite y miró en todas direcciones. A lo lejos, le pareció ver
una polvareda y a las bestias corriendo. Los lobos se alejaban. Pero, ¿y su
compañero? Un ruido y una respiración agitada a su espalda hicieron que se
volviera.
—¡Gollum! —gritó la mujer
mientras giraba sobre sí.
Pero no era él. Uno de los lobos continuaba
allí, moviéndose con lentitud de un lado a otro sin dejar de mirarla. Sus ojos
penetrantes parecían sabios y la observaban en silencio. Su pelaje plateado
refulgía entre las ramas secas. Y no era lobo, sino loba.
—Tranquila, tranquila… —dijo
intentando aplacarla extendiendo el brazo—. No tienes por qué…
De pronto, un grito las
sobresaltó. Era Gollum. O lo que quedaba de él. Uno de los lobeznos había
vuelto con su presa entre las mandíbulas chorreando sangre. Entre estertores,
intentó abrir la boca para volver a gritar, pero no lo consiguió. La anciana se
echó las manos a la cara y soltó la mochila, que cayó pesadamente al suelo. El
animal, al percatarse, se acercó con velocidad, la olfateó y comenzó a rasgarla
con los colmillos dejando los restos del hobbit a un lado. «Mierda, Gollum,
amigo…» Caperucita se quedó paralizada ante el horrendo espectáculo. La bestia
lamía la leche en polvo que había guardado celosamente hasta el momento. «Es
tan difícil encontrarla. Traje toda la que pude encontrar. ¡Maldición! Todo
estaba siendo demasiado fácil. No puedo más…»
—¡¡Gollum!!
El grito desgarrador recorrió
kilómetros. Los animales se asustaron y se quedaron quietos mirándola. La
mujer, hecha un guiñapo, lloraba sobre la tierra yerma. El lobo joven miró a su
madre y, recogiendo los restos de su presa, se alejó tranquilamente. La loba,
sin embargo, se acercó a Caperucita, y se sentó a su lado agachando la cabeza
hasta ponerla junto a la suya.
Se mantuvieron así durante un
largo rato, hasta que Caperucita miró al
animal a los ojos. Ya poco tenía que perder. La loba, clavando sus brillantes
pupilas en ella, la intentó levantar con el hocico y comenzó a gruñir
suavemente. «Ahora o nunca», se dijo, y comenzó a correr hacia casa
desesperadamente. El corazón palpitaba fuerte, resonaba su respiración con
fuerza, las piernas volaban. Llevó la vista atrás en varias ocasiones, pero
nada. No la seguía. «Venga, un último esfuerzo. Vamos, ya casi estás». Al cabo
de unos minutos, apareció la casa frente a ella. Divisó luz en la planta
superior, y eso le dio esperanzas.
—¡Hija! ¿Estás arriba? —preguntó
subiendo los escalones de dos en dos—. Ya estoy aquí. No te vas a creer lo que
me ha pasado. ¿Y la niña? ¿Está bien? —interrogó faltándole el aliento al oír
el llanto de la bebé.
Cuando abrió la puerta de la
habitación, se quedó petrificada. Su hija, enferma, reposaba en la cama. Su
nieta, una bebé de pocos meses, lloraba desconsolada en los brazos de un
desconocido.
—¿Quién eres tú? ¡Dámela ahora
mismo! —Y arrancó rápidamente la niña de los brazos de aquel ser estrafalario.
—No temas, anciana, soy Gandalf.
Gandalf el mago. He venido a ayudaros —dijo serenamente el hombre que olía a
tabaco aromático.
—¿Ayudarnos cómo? ¿Traes leche?
¿Sabes algún truco para calmar a una bebé hambrienta o solo meditar y esperar a
que las cosas se arreglen?
El mago, ataviado como tal, con
su túnica mugrienta en la que todavía se apreciaban algunas figuras de estrellas
cosidas con cuerda y botas con las punteras largas y retorcidas hacia arriba, mesó
su barba.
—Verás, mujer… —comenzó. Pero le
interrumpió un portazo seguido de un aullido.
Entonces, apareció la loba. La
había seguido. Qué ingenua había sido. Creía que podía despistar a un animal
como aquel. Gandalf dio un paso atrás asustado, pero tuvo tiempo para extraer
su varita mágica del bolsillo de aquella vestidura de feriante y la apuntó con
ella.
—¡No! —exclamó Caperucita— ¡Déjala!
No me hizo daño cuando tuvo ocasión y ahora… — Interrumpió su discurso para
mirar atónita cómo se acercaba sigilosamente a ella.
La miró, y la anciana comprendió.
Ante el desconfiado rostro de Gandalf, que comenzaba a salir a hurtadillas de
la habitación, Caperucita se agachó. La loba se tumbó y sus ubres rezumaron
leche. El instinto hizo lo siguiente.
– FIN –
Consigna: Deberás
reescribir «Caperucita». La trama debe transcurrir en un futuro postapocalítptico.
Y deberás incluir dos protagonistas de la saga «El Señor de los Anillos».
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