lunes, 29 de octubre de 2018

Caperucita feroz

Por Yol Anda.

—¡Vamos, imbécil! —espetó la decrépita anciana cubriéndose la cabeza con la capucha al caer las primeras gotas de lluvia—. ¡Me retrasas!
La indumentaria informal y el delgado cuerpo de la mujer habrían engañado a cualquiera. Vestía como una joven más de la ciudad: camiseta con remaches, mallas rotas, botas estrafalarias y su característica sudadera roja con capucha. Sin embargo, los profundos surcos de su rostro y una larga trenza plateada la delataban.
—¡Gollum! ¡Gollum! —acertó a decir la criatura que la acompañaba.
—Sí, sí, lo que tú digas. ¡Venga! No podemos llegar tarde. Atravesar esta puta ciudad nos va a costar más de lo que pensaba —añadió con una intensa mirada posada sobre el valle—. Se avecinan tiempos aciagos.
El ser la miró de reojo. Logró comprender por un momento que aquella mujer era sabia. Supo durante unos segundos que no estaría en mejores manos y que, aunque le gritaba y descargaba su ira contra él, ella siempre estaría ahí. Pero pronto desapareció ese fugaz pensamiento para dar paso a algo mucho más básico: el hambre. La mujer reconoció el gruñido al instante y lo miró con lástima. Estaba en los huesos, como ella.
—Vamos a ver qué encontramos hoy en el mercado de Ki-Pong, Gollum. Si es miércoles, tendremos suerte y habrá caracoles vivos. —Se le marcaron las gruesas venas en las manos al agarrar la mochila que se cargó en la espalda. —Y leche… —añadió pensativa.
El pequeño monstruo abrió las fauces y comenzó a salivar profusamente. Sus ojillos soñaron con un puñado de babosos y enormes caracoles grises deslizándose por su boca. Correteó alrededor de la anciana antes de poner rumbo hacia el mercado.
La ciudad se había transformado. No había llegado a desaparecer después de las Furias, pero se había convertido en otra cosa. Desde lo alto de la colina divisaron los restos de algunos edificios en pie, partes resquebrajadas de rascacielos apuntando al cielo como cuchillas y tramos de calles con lenguas de asfalto destrozadas. Parecía que quería hablarles. Una ciudad que escupía lodo y excrementos, que se lamentaba y gritaba desde su interior podrido por cada alcantarilla. Desde allí arriba pudieron divisar grupos enormes de lobos cruzándola como si fuera suya. Porque lo era. Alarmando a quienes se encontraban a su paso y marcando el territorio que ahora les pertenecía. Las Furias les habían fortalecido, habían sacado lo más instintivo y feroz de ellos. Habían creado alianzas ante el peligro y la devastación, no como los humanos, que peleaban todavía los unos contra los otros por un puñado de comida. El trabajo en equipo les había hecho fuertes y peligrosos. Iba a ser complicado, pero no tenía otra opción. Debía llegar cuanto antes a casa.
El descenso fue lo más sencillo. Gollum era un excelente rastreador y conocía aquellas tierras inhóspitas como la palma de su mano. Dejaron atrás la explanada que una vez fue un frondoso bosque ahora plagada de troncos calcinados, antesala de la gran urbe gris. Para cruzar el puente de piedra que daba acceso a la ciudad, necesitaron usar las cuerdas y arneses que llevaban, pues los destrozos de los bombardeos de la segunda Furia todavía no se habían reparado. Caperucita, como solían llamarla en su juventud, mantenía por suerte una espléndida forma física para su edad. Gollum se encargaba de ayudarla en lo posible. Tras el esfuerzo, destellos plomizos en los charcos de agua auguraban una mañana complicada.
Callejearon sonrientes al ver que los lobos no hacían acto de presencia. «Deben de dormir», pensó la anciana, así que aprovecharon para pasear con relajada tranquilidad, pero sin bajar el ritmo, hacia el mercado. Al llegar, todo era alboroto, risas, gritos, insultos… «Hogar, dulce hogar», ironizó en su interior, y se perdieron entre la mugrienta multitud.
—¿Veinte rómulos? ¿Estás loco? —gritó Caperucita al comerciante—. Tú lo flipas. Estos caracoles no valen más de cinco. Bah, tienen las cáscaras medio rotas. Los he visto en el puesto de Lea por mucho menos.
—Oye, oye, preciosa, no te vayas —añadió el vendedor en seguida—. Te los dejo a doce.
—Ni lo sueñes. ¿Me has visto cara de pardilla? —contestó ella—. Diez y tan amigos.
—Vale, pero te estoy haciendo un favor, guapa —finalizó guiñando un ojo.
—Trae acá. El favor te lo estoy haciendo yo, baboso. —Y se largó de allí escupiendo y buscando a Gollum con la mirada.
Lo encontró acuclillado en una cornisa rota mirando hacia el final de la calle principal, observando detenidamente un puesto de joyas baratas. Sin duda, buscaba su anillo. Su tesoro. Tenía esa mirada de nuevo.
—¡Eh! ¡Gollum! Vayamos a por la leche y larguémonos de aquí —replicó ella con prisa—. En cualquier momento pueden aparecer los lobos.
Gollum le dirigió una mirada enfurecida, no encontraba su tesoro por ninguna parte, pero el hambre hizo mella de nuevo y, al olfatear los caracoles, sonrió y corrió rápidamente hacia Caperucita. Le esperaba un festín.
Encontrar el sendero que conducía a casa fue demasiado fácil. Después de los ataques químicos, ya no crecía vegetación alguna que obstaculizara el camino, así que pronto se adentraron en el bosque de Gandalf. Lo llamaban así porque decían que el mago que recibía ese nombre había morado durante décadas allí en la abstinencia y la oración, aunque ahora no quedaba ni un solo árbol en pie. «Menudo chalado», se dijo Caperucita, «La ciudad en plena primera Furia y este payaso cobarde aquí resguardado de todo mal, esperando a que se mataran los unos a los otros. Gente sencilla, gente normal enfrentada en una debacle provocada por los políticos que acabó con todo. Y después de la primera, llegó la segunda. No fue suficiente con desahuciar a la población y privarla de todo, incluso de lo más básico, sino que tuvieron que arremeter quince años después para asegurarse de que nada se mantendría en pie. Sin embargo, aquí estamos. Los supervivientes no dejaremos de luchar por… » Un aullido desgarrador interrumpió sus pensamientos.
—¡Por todos los demonios! ¡Gollum, escóndete! —gritó la anciana.
Pero Gollum había desaparecido de su campo de visión. Corrió lo más sigilosamente posible y se acurrucó en el hueco deforme de un roble calcinado. «Venga, venga, venga. No, no, no», suplicó cerrando los ojos con fuerza. «No me puede pasar esto, por favor. No puedo fallarle. La niña necesita leche. Si no, morirá…» Se cubrió el rostro con la pesada mochila y lloró de rabia.
Las pisadas se intuían cada vez más cercanas. Eran bastantes. Una manada de al menos diez lobos gruñían, olfateaban, jadeaban y buscaban comida. Su pelaje gris contrastaba con la tierra y las rocas negras del lugar y brillaba cuando algún finísimo haz de luz atravesaba las nubes. Siempre tan compactas, tan oscuras. Caperucita se atrevió a apartar la mochila y abrir los ojos. No podía, quería cerrarlos y que todo aquello pasara, pues no podía luchar contra diez lobos feroces, pero el instinto la obligó a abrirlos. Entonces los vio.
Jamás había estado tan cerca de ninguno de ellos. Eran hermosos. Encogida dentro de aquel tronco podía contemplarlos sin ser vista. Su pelaje se agitaba suavemente al viento, las fauces, aunque temibles, poseían una belleza animal inigualable y los ojos, esos ojos inteligentes, buscaban. ¿Qué buscaban? La anciana salió de su ensimismamiento y volvió a la realidad. «Gollum.» Un chasquido provocó que la manada al completo avanzara hacia aquella dirección, dejando tras de sí restos de tierra seca de sus pezuñas y a Caperucita.
«Gollum, maldito, ¿dónde estás?» Salió de su escondite y miró en todas direcciones. A lo lejos, le pareció ver una polvareda y a las bestias corriendo. Los lobos se alejaban. Pero, ¿y su compañero? Un ruido y una respiración agitada a su espalda hicieron que se volviera.
—¡Gollum! —gritó la mujer mientras giraba sobre sí.
Pero no era él. Uno de los lobos continuaba allí, moviéndose con lentitud de un lado a otro sin dejar de mirarla. Sus ojos penetrantes parecían sabios y la observaban en silencio. Su pelaje plateado refulgía entre las ramas secas. Y no era lobo, sino loba.
—Tranquila, tranquila… —dijo intentando aplacarla extendiendo el brazo—. No tienes por qué…
De pronto, un grito las sobresaltó. Era Gollum. O lo que quedaba de él. Uno de los lobeznos había vuelto con su presa entre las mandíbulas chorreando sangre. Entre estertores, intentó abrir la boca para volver a gritar, pero no lo consiguió. La anciana se echó las manos a la cara y soltó la mochila, que cayó pesadamente al suelo. El animal, al percatarse, se acercó con velocidad, la olfateó y comenzó a rasgarla con los colmillos dejando los restos del hobbit a un lado. «Mierda, Gollum, amigo…» Caperucita se quedó paralizada ante el horrendo espectáculo. La bestia lamía la leche en polvo que había guardado celosamente hasta el momento. «Es tan difícil encontrarla. Traje toda la que pude encontrar. ¡Maldición! Todo estaba siendo demasiado fácil. No puedo más…»
—¡¡Gollum!!
El grito desgarrador recorrió kilómetros. Los animales se asustaron y se quedaron quietos mirándola. La mujer, hecha un guiñapo, lloraba sobre la tierra yerma. El lobo joven miró a su madre y, recogiendo los restos de su presa, se alejó tranquilamente. La loba, sin embargo, se acercó a Caperucita, y se sentó a su lado agachando la cabeza hasta ponerla junto a la suya.
Se mantuvieron así durante un largo rato, hasta que Caperucita  miró al animal a los ojos. Ya poco tenía que perder. La loba, clavando sus brillantes pupilas en ella, la intentó levantar con el hocico y comenzó a gruñir suavemente. «Ahora o nunca», se dijo, y comenzó a correr hacia casa desesperadamente. El corazón palpitaba fuerte, resonaba su respiración con fuerza, las piernas volaban. Llevó la vista atrás en varias ocasiones, pero nada. No la seguía. «Venga, un último esfuerzo. Vamos, ya casi estás». Al cabo de unos minutos, apareció la casa frente a ella. Divisó luz en la planta superior, y eso le dio esperanzas.
—¡Hija! ¿Estás arriba? —preguntó subiendo los escalones de dos en dos—. Ya estoy aquí. No te vas a creer lo que me ha pasado. ¿Y la niña? ¿Está bien? —interrogó faltándole el aliento al oír el llanto de la bebé.
Cuando abrió la puerta de la habitación, se quedó petrificada. Su hija, enferma, reposaba en la cama. Su nieta, una bebé de pocos meses, lloraba desconsolada en los brazos de un desconocido.
—¿Quién eres tú? ¡Dámela ahora mismo! —Y arrancó rápidamente la niña de los brazos de aquel ser estrafalario.
—No temas, anciana, soy Gandalf. Gandalf el mago. He venido a ayudaros —dijo serenamente el hombre que olía a tabaco aromático.
—¿Ayudarnos cómo? ¿Traes leche? ¿Sabes algún truco para calmar a una bebé hambrienta o solo meditar y esperar a que las cosas se arreglen?
El mago, ataviado como tal, con su túnica mugrienta en la que todavía se apreciaban algunas figuras de estrellas cosidas con cuerda y botas con las punteras largas y retorcidas hacia arriba, mesó su barba.
—Verás, mujer… —comenzó. Pero le interrumpió un portazo seguido de un aullido.
Entonces, apareció la loba. La había seguido. Qué ingenua había sido. Creía que podía despistar a un animal como aquel. Gandalf dio un paso atrás asustado, pero tuvo tiempo para extraer su varita mágica del bolsillo de aquella vestidura de feriante y la apuntó con ella.
—¡No! —exclamó Caperucita— ¡Déjala! No me hizo daño cuando tuvo ocasión y ahora… — Interrumpió su discurso para mirar atónita cómo se acercaba sigilosamente a ella.
La miró, y la anciana comprendió. Ante el desconfiado rostro de Gandalf, que comenzaba a salir a hurtadillas de la habitación, Caperucita se agachó. La loba se tumbó y sus ubres rezumaron leche. El instinto hizo lo siguiente.
  
– FIN –

Consigna: Deberás reescribir «Caperucita». La trama debe transcurrir en un futuro postapocalítptico. Y deberás incluir dos protagonistas de la saga «El Señor de los Anillos».


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