Por Salvador Bayona Bou.
Cuando se despertó no recordaba nada de la noche anterior.
- Demasiadas cervezas – dijo al ver mi cabeza al lado de la suya en la almohada.
Y la besé otra vez. Pero ya no era ayer, sino mañana, y un insolente sol, como un ladrón, entró por la ventana.
Tampoco yo recordaba nada y, perdido en el profundo azul de sus ojos, lo lamenté profundamente. Supuse que aquel debía de ser el color de los estanques del Edén, y me acerqué con la intención de besarla de nuevo.
Por fin la fortuna me sonreía. Apenas llevaba un día en California y ya tenía mi propia concesión minera y despertaba junto a la mujer más hermosa que había conocido nunca. Ella, sin embargo, rechazó mi aproximación con evidente disgusto y se puso en pie con ligereza. Comenzó a vestirse, ganando encanto con cada prenda. Su expresión daba a entender que su memoria regresaba, poco a poco.
- De modo que me sedujiste. ¿No es así forastero? Me sorprende que sigas aún aquí. O eres un temerario, o un bobo.
- Generalmente no suele haber diferencia entre las dos cosas.
- Generalmente tanto unos como otros acaban arrepintiéndose cuando Bobby los encuentra. Y no creo que tarde mucho en llegar.
- ¿Y por qué razón ese tal Bobby había de encontrarme a mí?
- Te acabas de acostar con su mujer. Es razón suficiente. A Bobby no le molesta lo que yo hago. Hace tiempo que llegamos a este pequeño acuerdo, pero le molesta tremendamente lo que han hecho mis amantes. Y si hay algo que no podría tolerar de ninguna manera, algo que menoscabaría definitivamente su honor, sería que viera a un mismo hombre dos veces, por eso, si lo encuentra, lo mata.
- ¡Maldita sea! ¿Y el sheriff?, ¿es que no tenéis sheriff en este pueblo de mierda?
Hubo algo de tierno en su risa. Y sin embargo me heló la sangre y me enamoró perdidamente de ella o, mejor dicho, de lo que ella era en aquel mismo instante, como uno de esos daguerrotipos que había visto en Boston, que contenían un solo segundo de la existencia misma de alguien, o un fragmento de sus almas, como creen los indios.
La luz matutina, filtrada por sus largos cabellos castaños, bailaba en torno al corpiño, jugando con los cordones, y se enroscaba, enamorada, en torno a las enaguas. Acariciaba su rostro que, con la barbilla hacia lo alto, era la viva imagen de la vitalidad, con sus ojos sonriendo entrecerrados, en forma de arcos deliciosos.
Si no hubiera estado hablando de mi propia vida o, mejor, de mi propia muerte, yo mismo me habría dejado llevar. En aquel momento esa risa era toda la existencia a la que yo podía aspirar y, como el cristal del daguerrotipo cuando cae al suelo, se quebró con su siguiente frase:
- ¡Ay, tontorrón!, Bobby es el sheriff.
Me incorporé con el corazón encogido. Había bebido toda mi buena suerte de un trago y ya volvía a ser el desgraciado que se había visto obligado a emigrar hacia el lejano oeste. Pronto sería también el imbécil que había muerto sin haber cumplido un solo día desde que se bajó del ferrocarril.
- ¿Pe… pero qué tipo de hombre es ése?, ¿y qué tipo de mujer eres tú?
- Bueno, él es a California lo que el juez Roy Bean es a Texas, pero antes del accidente no era del todo un mal hombre. Por lo que respecta a mí… ya no me lo pregunto. A veces pienso cómo habría sido nuestra vida si Bobby siguiera siendo… un hombre completo, pero creo que no habría mejorado. La violencia de Bobby estaba ahí mucho antes, y habría acabado por salir de todas formas. A mí nunca me ha puesto la mano encima. Sabe que le abandonaría o, mejor aún, que me mataría, y eso sería fatal para él: soy lo único que aún le recuerda que una vez fue un hombre completo.
- Eso es fascinante –me esforcé en dejar claro el sarcasmo- ¿pero qué puedo hacer yo ahora?
- Coge tu caballo y sal del pueblo. Escóndete en las montañas unos días y luego huye hacia el norte, tan lejos como puedas.
- ¿Caballo? ¡Pero, si llegué ayer en el ferrocarril! ¡Debo conseguir uno inmediatamente!
- ¿Después de haberme hecho el amor? Me temo, querido, que ninguna persona de este pueblo te ayudará. Bobby les tiene atemorizados. Cualquier persona que te preste ayuda sabe que morirá también.
- ¿Y qué puedo hacer?
Me derrumbé. Comencé a sollozar como un niño. Al fin y al cabo no era más que un humilde chico de Boston que había creído las historias que contaban de estas tierras. Había sido un tonto, y lo iba a pagar con mi propia vida. Ella se acercó, se sentó en la cama junto a mí y acarició mi cabeza.
- No llores, querido. No puedo tolerar ver llorar a un hombre. Mira, es posible que haya una posibilidad: el mismo ferrocarril que te trajo ayer ha de regresar hacia el este, y creo que hay una posibilidad. Espérame aquí.
Salió de la habitación y sus pasos resonaron por las escaleras hasta el salón y se perdieron. Algunos minutos más tarde regresó. La acompañaba un hombre cetrino y taciturno, que no podía ocultar su empleo.
- Es el Sr. Cooper, nuestro enterrador. Él le explicará.
- Ambos corremos un gran peligro con esto, pero puedo arriesgarme si vale la pena, ¿Cuánto dinero tiene?
- Unos seiscientos dólares – y viendo su cara de disgusto, añadí:- y mi concesión minera. Está en una cuenca aurífera, hoy vale mil dólares, pero mañana podrían ser decenas, tal vez cientos de miles.
- De acuerdo. Esto es lo que haremos: En unas horas ha de regresar el ferrocarril que le trajo ayer. Yo debería embarcar hacia Denver el cuerpo de un vecino, muerto de cólera. El ataúd es bastante grande para los dos. Bobby no mirará dentro. Haré unos pocos agujeros para que pueda respirar. Si accedo a ayudarle deberá usted permanecer en la caja hasta el final. No debe usted hacer ningún ruido ni salir bajo ningún concepto. Es muy posible que el convoy se retrase. Usted espere, que yo vendré a llevármelo cuando sea la hora. En cuanto llegue a Denver podrá salir cuando no haya nadie alrededor, pero si el sheriff Bobby lo encuentra, o lo detienen en el ferrocarril, estamos los dos perdidos.
Me abracé a él llorando, esta vez de alegría. Le entregué todo lo que tenía y firmé la venta de la concesión en el reverso del documento, y a cambio me sacaron del edificio por la puerta trasera, hasta el patio de la funeraria, sin que nos viera nadie. A ella la besé por última vez antes de entrar al ataúd, sabiendo que aquel beso me mantendría con vida más que las galletas y cantimplora que llevaba. Esperé durante horas, a oscuras, junto al hediondo cadáver de un desconocido, y habría aguantado más tiempo…
- …Si esta mañana no le hubiera encontrado el Sr. Willock –me interrumpió socarronamente el hombre al que le estaba contando mi historia, y que lucía una flamante estrella dorada en su pecho.
- Ya le he explicado que ése no era el hombre que yo vi.
- Y yo le repito a usted, que soy el Sheriff de este pueblo desde hace más de diez años, que no me llamo Bobby y que conozco sin lugar a dudas a nuestro enterrador, que se llevó un buen susto al encontrarlo dentro de la caja. Y usted, amigo mío, ha sido desplumado como el lechuguino que es. Esos dos que le han engañado se han esfumado y con ellos todo su dinero y su concesión. ¡Bienvenido al far west!
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