Por Yolanda Boada Queralt.
Cuando Casimiro despertó aquella mañana, todo parecía tan rutinario como siempre. Como todos los domingos, su esposa estuvo dos horas arreglándose y probándose toda clase de complementos de bisutería antes de salir juntos para ir a la misa de las doce. No es que la mujer no tuviera joyas, pero nunca salía a la calle con sus "tesoros" más preciados; los mantenía bajo llave y, por lo menos una vez a la semana, se encerraba en la habitación para disfrutarlos a solas.
Cuando Casimiro despertó aquella mañana, todo parecía tan rutinario como siempre. Como todos los domingos, su esposa estuvo dos horas arreglándose y probándose toda clase de complementos de bisutería antes de salir juntos para ir a la misa de las doce. No es que la mujer no tuviera joyas, pero nunca salía a la calle con sus "tesoros" más preciados; los mantenía bajo llave y, por lo menos una vez a la semana, se encerraba en la habitación para disfrutarlos a solas.
El caso es que aquel domingo,
mientras Engracia, su esposa, decidió entrar en una pastelería de camino a la
iglesia, Casimiro tomó asiento en un banco de la plaza intuyendo que la espera
sería larga. Se quitó las gafas y empezó a limpiarlas con un pañuelo de papel
mientras unas palomas se bañaban alegremente en la fuente. Deseó ser una de
ellas, emprender el vuelo y dejar todo atrás.
Justo en ese instante, tan de
improviso como suceden los acontecimientos más trascendentes, una ventolera
azotó la azotea de un edificio cercano. La ropa tendida aleteó ferozmente y, al
ceder una de las pinzas, una de las prendas se elevó hacia el cielo. Grácil
como una mariposa, la prenda descendió por el patio de luces, pasó ante la
ventana de una cocina sin que la inquilina que fregaba los platos reparara en
ella y volvió a remontar el vuelo. A continuación se dirigió a la calle,
sobrevoló sobre un grupo de peatones que avanzaban con la mirada perdida y a
punto estuvo de enredarse en la retorcida rama de un árbol, pero el caprichoso
viento la empujó de nuevo dirigiéndola hacia la plaza. Allí, por fin, aterrizó
sobre la cabeza de un hombre que estaba sentado en un banco.
En un primer momento,
sobresaltado, Casimiro se debatió contra aquello que cubría sus ojos. Tomó la
suave prenda entre sus manos y, cuando reparó en lo que era, sus labios y ojos
formaron al unísono tres «O» perfectas: ¡eran unas bragas! Unas bragas de color
verde que no tenían nada que ver con las que usaba su mujer. Acarició el suave
y hermoso encaje maravillado y, por primera vez, se preguntó quién sería su
propietaria. Entonces se apresuró a mirar a su alrededor y comprobó que nadie
había sido testigo del excepcional acontecimiento, salvo las palomas. En sus
labios se dibujó una sonrisa y se apresuró a guardar la prenda en un bolsillo
del pantalón.
Un instante después, Engracia
salió de la pastelería con una cajita roja en la mano. Mientras él se
incorporaba, ella le acercó la caja y levantó la tapa.
—¿Quieres un bombón?
—No, cariño. Ya sabes que no me
gustan. Será mejor que nos apresuremos, o llegaremos cuando ya estén
repartiendo las hostias.
—¡Casimiro! —exclamó ella muy
escandalizada ante la blasfemia.
Casimiro hizo un ademán con el
brazo para apremiarla y avanzó unos pasos. Justo entonces, como un castigo
divino, apareció un mojón bajo su zapato.
—¡Mierda!
—¡Pero bueno! ¿Qué te ocurre
hoy? ¡Estás imposible!
—¡Mierda, mierda! —repetía él
restregando la suela del zapato en un bordillo.
—¡Madre mía! ¡Vaya peste!
—Engracia se tapó la nariz y echó a andar por la acera—. ¡Lo mejor que puedes
hacer es volver a casa!
—Tienes razón, como siempre...
¡Me voy!
Casimiro se sintió liberado
mientras regresaba. Estaba harto de ir a la iglesia todos los domingos solo
para que Engracia pudiera lucir sus vestidos y complementos nuevos. Ella
presumía de ser muy devota y buena samaritana, pero tras veinticinco años de
casados él sabía muy bien que solo era una falacia. Engracia solo creía en
Engracia. Con la excusa de ser caritativa, en una ocasión había regalado uno de
los trajes de Casimiro a un mendigo, pero lo cierto es que solo lo hizo porque
a ella nunca le había gustado ese traje.
Entonces se acordó de las bragas
y metió la mano en el bolsillo del pantalón para acariciarlas. Ya eran su
tesoro.
Cuando se encontraba ante el
portal, salió la señora Paquita precedida de sus tres perritos falderos. Las
narices de los canes detectaron al unísono los efluvios que el mojón había
dejado en el zapato de Casimiro y se lanzaron sobre él arrastrando a la
anciana. El accidente podría haber ocasionado daños irreparables, tanto físicos
como anímicos, si en aquel momento no hubiera llegado la vecina del quinto.
Engracia se refería a ella como «la casquivana», pues consideraba que una
cuarentona tenía que vestir con más decoro.
La mujer sujetó con pericia las
correas de los tres perros con una mano y con el otro brazo le ofreció apoyo a
Paquita. Casimiro, consciente del hedor que llevaba encima, se sonrojó hasta
las orejas.
—Se nota que tienes buena mano
con los animales, querida —comentó la anciana, recolocándose unas agujas del
moño.
—Tengo mucha experiencia, señora
Paquita.
—¡Oh! No sabía que alguien más
del edificio tenía mascotas.
—No tengo, pero tuve que lidiar
con un marido sinvergüenza y trabajo en un bar.
—¡Cáspita! Eso sí que es tener
experiencia, cariño.
***
Transcurrieron los días y las
bragas de la desconocida acompañaban a Casimiro permanentemente. Sin embargo,
aunque sentirlas en el interior del bolsillo hacía que las tareas cotidianas
fueran más livianas, una inquietud por conocer a quién pertenecían fue
creciendo en su interior hasta el punto de que apenas podía dormir por las
noches. Y, cuando lo conseguía, soñaba que corría tras unos ojos verdes. Verdes
como las bragas, verdes como la esperanza.
Necesitaba averiguarlo. Por eso,
desesperado como estaba, elaboró un plan que rozaba la locura. Esperó a que
Engracia se durmiera y, de madrugada, salió a la calle con las octavillas que
había preparado, tijeras y un rollo grande de cinta adhesiva.
De esta manera, y no de otra,
Casimiro, el hombre sensato que siempre sabía estar en su lugar, que odiaba
llamar la atención y que nunca había engañado a su mujer, se convirtió en un
Colombo trasnochado que se ocultaba entre las sombras con una gabardina que
olía a naftalina. Incluso los gatos se giraban al cruzarse con él, aunque
enseguida detectaban que se trataba de un alma confusa que buscaba su camino y
lo dejaban en paz.
Al alba, los más madrugadores
fueron los primeros en descubrir las octavillas que cubrían las farolas,
árboles y paredes de todo el barrio. Al ver la fotografía de unas bragas de
encaje bajo el título en letras grandes «BUSCO A MI DUEÑA», todos se acercaban
como moscas a la miel. El resto del anuncio decía: «Si estas braguitas son
tuyas y las quieres recuperar, solo tienes que escribirme a bragasextraviadas@hotmail.com y
decirme qué marca distintiva tienen».
Durante
una semana entera no se habló de otra cosa en el barrio, incluso llegaron unos
periodistas de la televisión local para hacer un reportaje. Sin embargo,
Casimiro no llegó a enterarse de esto último porque estuvo muy ocupado
revisando el correo electrónico. Recibió toda clase de mensajes: desde
propuestas deshonestas hasta declaraciones de amor, aunque nadie respondía
correctamente acerca de qué peculiaridad tenía la prenda. Transcurridos cinco
días, empezó a perder la esperanza, pero al sexto cambió su suerte.
@MistressPanther: Esas bragas
son mías, perro. Tienen una mancha roja de esmalte de uñas en la nalga
izquierda. No tengo ni puñetera idea de cómo llegaron a tus indignas manos,
pero las quiero de vuelta.
@bragasextraviadas: Por supuesto, Señora,
quiero devolvérselas. A sus pies —respondió enseguida Casimiro con el corazón
bombeando a toda máquina.
@MistressPanther: Me ha molestado
mucho tener que ver la foto de mis bragas en todas las farolas, ¡como si fueran
el careto de un político en plena campaña electoral! Exijo una compensación.
@bragasextraviadas: Faltaría más, Señora. La recompensaré como
usted desee.
Tras cruzar algunos mensajes, Mistress Panther
le ordenó que el martes a las seis de la tarde la esperara en el bar del hotel
Bellavista, junto al puerto. Debía llevar una corbata roja y ella vestiría de
negro. Casimiro vivió en un sinvivir hasta que llegó el día tan ansiado y, al
mismo tiempo, tan temido. Era un manojo de nervios. Por suerte, Engracia tenía
reunión aquella tarde con sus amigas del Club de Lectura, por lo que no tuvo
necesidad de inventarse ninguna excusa.
Incapaz de esperar más, salió de casa a las
cinco y echó a andar hacia el puerto, pensando en esos ojos verdes que
rivalizaban con el mismo mar, de tan profundos e inabarcables, ideales para
perderse en ellos. La brisa marina le acarició la piel al llegar al malecón,
augurando una noche de mayo muy agradable, y siguió paseando junto a aquel
hotel que era tan diferente de todo lo que había conocido, con el oleaje del
mar a su lado.
Tal vez porque uno no aprende ni vivo ni
muerto, a las seis de la tarde Casimiro entró en el hotel y se dirigió al bar.
Pidió un vaso de whisky, sin hielo, y buscó el reflejo de unos ojos verdes en
todas las mujeres que llegaban mientras se iba haciendo tarde. Tosió, ya que no estaba
acostumbrado a beber, pero en aquel momento lo necesitaba con toda el alma.
Los
minutos transcurrieron con una lentitud agónica y, cuando faltaba poco para que
dieran las siete, Engracia entró en el hotel junto con otro hombre, el cual le
rodeaba la cintura con un brazo: era el pintor de brocha gorda que habían
contratado hacía unos meses para unos arreglos en el piso. Una amiga de ella lo
había recomendado. A Casimiro se le cayó el vaso de whisky de la mano, el cual
rodó sobre la barra y le salpicó la camisa y la corbata. No obstante, al ver
que la pareja avanzaba hacia el bar, reaccionó con rapidez y fue a ocupar una
mesa del fondo.
Mientras pedían las bebidas, el tipo le metió
la lengua hasta la campanilla y le sobó el culo. Casimiro reparó en ese
instante en que Engracia lucía un vestido negro entallado muy sexy. No tenía
nada que ver con la ropa que solía vestir y casi parecía otra mujer... ¿Acaso
las braguitas eran de ella y él había estado ciego todo el tiempo? Este
pensamiento perturbador le produjo tal impacto que sintió que la estancia daba
vueltas a su alrededor. «No puede ser ella, ¡no puede ser!», murmuró mientras
se dirigía al exterior para tomar el fresco.
—¡Oh! ¡A ver si mira por dónde and...!
—exclamó una mujer con la que chocó en la puerta del hotel—. ¡Don Casimiro!
—Perdón, iba despistado. He tenido una fuerte
impresión... —explicó él medio aturdido aún a la vecina del quinto, sin
reconocerla—. Mi mujer está con otro hombre en el bar.
—¿La estirada de doña Engracia? ¡No me lo
puedo creer! —En ese instante la chica reparó en la corbata roja de Casimiro y
sus ojos verdes se abrieron como ventanas al infinito—. ¡Es usted! Venga
conmigo, don Casimiro —dijo, tirando de su corbata y riendo a carcajadas. Lo
llevó hasta un jardín que había junto al hotel.
—Me parece un poco desconsiderado que se ría
de semejante situación...
—Siento haber llegado tarde, el jefe me ha
obligado a hacer una hora extra. Soy Mistress Panther.
Casimiro la contempló asombrado y al fin lo
comprendió todo. Sonrió y se asomó a esos ojos verdes que siempre habían estado
tan cerca y de los que no había sido consciente. Pasó de la más profunda
confusión a la más intensa felicidad.
—Me debes una compensación, ¿recuerdas? —dijo
ella apoyando el pie sobre un banco—. Puedes empezar besándome el pie.
Él se
arrodilló, admirando su pierna de diosa enfundada en medias negras, acarició
suavemente el tobillo por encima del tacón de aguja y posó con devoción sus
labios sobre el pie. Sabía que nunca conseguiría olvidar aquella noche de
mayo, enfrente del puerto; ya no podría sacar a esa mujer de sus pensamientos
ni, mucho menos, alejarse de sus ojos verdes.
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