Por Ars Gratia Artis.
—Nave llamando a chigre, nave llamando a chigre.
—Nave llamando a chigre, nave llamando a chigre.
—Aquí Centro Espacial Europeo, le
escuchamos alto y claro. ¿Qué sucede, coronel Menéndez?
Menéndez no dice nada. Se seca el
sudor de la frente, antes de que las gotas de agua salina decidan flotar sin
rumbo, y reprime una blasfemia. A quinientos millones de kilómetros de
distancia, el más nimio problema puede agriar el carácter de cualquiera.
—Marcho afuera, a reparar una
fuga en el conducto de los meados.
—De acuerdo, coronel. ¿Puede
informarnos de la situación en la aeronave interestelar?
Menéndez se lleva una mano a la
cabeza. Mira en derredor, y un silbido brota de sus labios. «La situación,
dicen estos cachondos».
—A ver, vosotros, tengo al
comandante Salceda herido en el brazo, al capitán Escobar con un esguince en el
pie y al subteniente Aguirreche con vértigos, que no es vasco ni es nada. ¿Qué
hostias queréis que os cuente?
—Mantenga la calma, coronel —dice
una voz joven, mientras al coronel Pelayo se lo llevan los demonios.
—La calma, la calma... ponedme
una canción para animarme, antes de que le prenda fuego a todo esto.
—De acuerdo, coronel. Le
pondremos «El vals del adios», de La Fuga.
—Bueno, cántabros son pero si no
hay más, me presta. Venga, salgo.
Abre la compuerta y sale al
exterior de la nave, a la oscuridad eterna. Si no estuviera en peligro, rodeado
de un montón de incapaces y a un mundo de distancia de su hogar, hasta
disfrutaría del prodigioso espectáculo que es el Universo
—There's a starman, waiting in the sky... ♫
—Cago'n mi manto, chigre, ¿qué
carajo ye esto?
—Ha habido un pequeño problema
con la música, coronel —responde la voz joven, mientras reprime una risita—,
tendrá que conformarse con David Bowie.
Pelayo se muerde la lengua hasta
hacerse sangre. Da gracias a Dios de que aquel faltoso esté tan lejos, porque
si no le iba a partir hasta el calcañal.
Así, el coronel Menéndez, único
miembro de la tripulación que no ha resultado herido aquel día, intenta
arreglar los desperfectos de la aeronave antes de poner rumbo a casa.
* * *
El comandante Salceda analiza los
datos que llegan a su pantalla. Con el gesto ceñudo, revisa una miríada de
coordenadas que indican el rumbo que ha seguido la nave hasta ese momento. Mira
a su tripulación, a los mejores hombres que Nueva Hispania ha podido brindarle.
Con la llegada del siglo XXII, la
carrera espacial ha tomado impulso, y el país ha volcado todos sus esfuerzos en
poner un nuevohispano en Júpiter por primera vez. Si los franceses han llegado
hasta Marte, ¿por qué ellos no van a poder hacer una hazaña semejante?
El comandante mira al coronel
Menéndez, un gañán con galones que no debería haber salido de su aldeína; al
capitán Escobar, más preocupado por su alopecia que por la misión encomendada;
y qué decir del subteniente Aguirreche, un estorbo que ha formado parte de
aquel viaje por pura aritmética política. «Si al menos —piensa Salceda—
hubieran negociado con los murcianos, ahora tendríamos a alguien que no
balbucearía incoherencias y hablaría nuestro idioma. Bueno, algo más inteligible,
al menos.»
El comandante Salceda suspira y
se concentra nuevamente en los números. Si los cálculos son correctos, en pocas
jornadas cruzarán el cinturón de asteroides que separa a Marte de Júpiter. Es
muy difícil que alguno de esos cuerpos impacte contra la nave, pero la remota
posibilidad le preocupa y le roba el sueño a un hombre acostumbrado a
controlarlo todo. Quizá la vida, en su perpetua ironía, le tiene deparada
aquella prueba de fuego en un lugar del que no podría huír aunque quisiera.
Las horas pasan, y el ánimo de la
tripulación es tan voluble como una pluma de ave en plena galerna. Menéndez
pasa del mayor de los desánimos a la euforia sin motivo aparente. Escobar llora
cuando no encuentra su peine, y lo abraza como un hijo cuando lo recupera. Aguirreche
es el único que no vacila, pertinaz en su intento de mantener la boca cerrada
durante todo el viaje; únicamente se le ha oído un inopinado eskerrak de
ciento en viento, y hasta él dio un respingo al decirlo. Aquel lugar es como
una jaula de oro, pero recubierta de heces y hedor.
Cuando llega el momento aciago de
cruzar el cinturón, todos los astronautas aprietan los glúteos y tragan saliva.
Salceda coteja los datos de que dispone, Escobar sube y baja constantemente una
palanca, Menéndez revisa los niveles de combustible, Aguirreche fija la mirada
en el suelo y reza un padrenuestro:
—Gure Aita, zeruetan zarena...
Y así, con la ayuda de todos los
presentes, el cinturón de asteroides queda finalmente atrás.
Salceda asiente, satisfecho. Era
una maniobra exenta de riesgo, pero nunca se sabe dónde puede estar el peligro.
En unos días, dice Escobar con
ánimos renovados, estarán todos en las inmediaciones de Júpiter. A punto de
hollar el planeta gigante y plantar sobre su superficie la idolatrada bandera
nacional. Es, seguramente, el mejor homenaje que pueden hacerle a un país tras
el sufrimiento de su tercera guerra civil.
Menéndez propone guardar un
minuto de silencio en recuerdo de los nuevohispanos caídos en el frente, y
todos secundan la idea. Es entonces, en la quietud del espacio, cuando algo
golpea la aeronave con violencia y provoca que salgan disparados los
astronautas en todas direcciones, y una columna de humo brota en el exterior.
Las luces rojas parpadean en la nave, las sirenas de alarman martillean los
tímpanos de los maltrechos hombres, la tranquilidad de la misión se desintegra
en un instante.
* * *
Pelayo se afana en arreglar los
desperfectos de la nave para poder continuar su misión cuanto antes. La mayoría
de desperfectos son meramente estéticos, pero debe arreglar el tubo de vaciado
de excrementos, o pronto el olor a
letrina les inundará a todos. Y ahí arriba no tienen ventanas para ventilar la
casa.
—Pa' qué me metería yo en este
fregao', cagonros...
Aprieta un par de tuercas con fuerza
y el tubo parece recolocarse en su sitio, al mismo tiempo que los restos
biológicos comienzan a fluir por él. El coronel Menéndez esboza una sonrisa, lo
más acuciante ya está resuelto. «Cuando vuelva a Siero lo llevo al taller, si
eso», piensa.
Más calmado, se para a analizar
el golpe que porta la nave en uno de sus laterales. Demasiado grande para ser
un aerolito, demasiado pequeño para no serlo. Parece como si, al salir del
cinturón de asteroides, se hubieran rozado con una columna del garaje.
«Pero el cinturón de asteroides
había quedado ya atrás», medita Menéndez.
En esas suposiciones se
encuentra, cuando una luz inopinada ilumina su rostro y lo sobresalta. ¿Habrá
salido Salceda a ayudarlo?
Pero, cuando se gira para
comprobar de dónde proviene el haz de luz, no es a Salceda, ni mucho menos, a
quien se encuentra.
* * *
—¡Jiuston, Jiuston!
—Aquí Centro Espacial Europeo,
coronel Menéndez —dice la voz joven, exasperada—. ¿Qué sucede ahora?
—¡Ya están aquí! ¡Nos han
encontrado!
Un silencio aterrador los envuelve
a los dos.
—¿Quiénes? —dice, con un hilo de
voz—. ¿Quiénes les han encontrado?
—¡Los foriatus, rediós! ¡Van
a...!
La emisión se entrecorta, el
ruido de fondo crece y pronto las palabras de Pelayo se vuelven inaudibles. En
el centro espacial, la estancia de intercomunicaciones se silencia hasta
convertirse en un silencioso sepulcro. Nadie se atreve a desgarrar el manto
tétrico que los oprime hasta la asfixia.
—Coronel. ¡Coronel! ¿Me recibe?
¿Me oye, coronel?
Nadie responde.
* * *
Los cuatro astronautas yacen
sobre el suelo de la nave, inmóviles. Sobre ellos, flotando a un metro de
distancia, un ser extraño los observa con atención. Su color violáceo contrasta
con los tonos plateados del habitáculo, aunque no tanto como sus alargados
miembros en forma de sierra. Algo que semeja ser un ojo se acerca a los humanos
y escruta cada resquicio, cada pliegue oculto de sus cuerpos.
El ser flotante se aleja del
lugar, quizá en busca de nuevos y emocionantes hallazgos. Poco a poco, los
cuatro hombres se desperezan y empiezan a recordar. Rememoran el instante en
que Menéndez entró atropelladamente en la nave, gritando de forma desaforada.
Recuerdan el fulgor de luz que inundó sus pupilas. Recuerdan... lo recuerdan.
Dos, tres seres flotantes, allanando su guarida, descubriendo los entresijos de
un lugar que ellos, si no inexpugnable, si creían a salvo de cualquier tipo de
visita.
Escobar intenta levantarse, pero
no puede. Está bloqueado, como si hubieran apretado un interruptor en su
cerebro. Como si alguien, desde la distancia, controlara su mente. Todos lo
intentan, sin éxito. Salceda aprieta los puños, presa de la rabia y la
confusión. Menéndez masculla insultos en bable, sin que nadie intente calmarlo.
Solamente Aguirreche mantiene el gesto taciturno al que les tiene
acostumbrados.
Aparecen más seres flotantes,
ahora con un extraño objeto entre sus tentáculos. Los astronautas desconocen de
qué se trata, pero la apariencia es de taladro percutor. No es difícil dejarse
llevar por la angustia y el terror.
Dos de los seres dialogan en su
extraña lengua. Dura un par de segundos, nada más. Acto seguido, emiten
extraños sonidos que parecen ser risas.
Cuando se acercan a Salceda con
el taladro apuntando a su cabeza, este no puede evitar cerrar los ojos y
sollozar.
Por eso, porque tiene los ojos
cerrados y solo piensa en una muerte rápida, no puede ver cómo Aguirreche, ante
el asombro generalizado, se levanta de un salto y se aproxima a los seres
flotantes, desafiante.
* * *
—Aquí Centro Espacial Europeo,
aquí Centro Espacial Europeo. ¿Coronel Menéndez? ¿Comandante Salceda? Tierra
llamando a nave. Tierra llamando a nave.
Los intentos son continuos, pero
infructuosos. El pesimismo se extiende sin control por toda la estancia. Han
pasado varias horas desde que la comunicación se perdió de forma abrupta y,
pese a que el protocolo obliga a seguir intentándolo, son pocos los que confían
en volver a oír sus voces.
«Al menos han muerto como
héroes», piensan.
Entonces, el crepitar de la radio
se suaviza y se atisba a oír una voz. Una voz conocida.
—Nave a centro espacial,
comandante Salceda al habla. ¿Me reciben?
La alegría se desata en el centro
de comunicaciones y los auriculares vuelan por una sala desbordada de
felicidad, aliviada.
—Aquí Centro Espacial Europeo,
—dice la voz joven, emocionada—, le escuchamos alto y claro. Cambio.
—Hemos tenido un problema tras
pasar por el cinturón de asteroides de Marte, lo que, unido al anterior impacto
de un asteroide, nos ha inutilizado la radio durante mucho tiempo. Pero ya está
arreglado. Cambio.
—El coronel Menéndez habló de
unos... "foriatus". ¿Cuál es el estado actual de la nave, cambio?
—El coronel Menéndez sufrió un
leve episodio de ansiedad, algo lógico teniendo en cuenta la situación de
estrés vivida. Su estado actual es bueno, y pronto estará completamente
restablecido. —Entonces, todo está en orden en...
—Uhhh... qué pronto se hizo
tardeeee... Pido la cuenta, dos besos de propina y hasta otra vez. Continuamos la misión. Cambio y cierro.
El comandante Salceda apaga la
radio y exhala un suspiro. Se frota los ojos, se tapa la cara y suspende la
mirada en el vacío un momento, antes de girarse para volver a enfrentarse a la
realidad.
Escobar y Menéndez, completamente
epatados. A su lado, tres seres flotantes, departiendo amistosamente con
Aguirreche, que hace gala de una locuacidad desconocida hasta el momento.
—Harrigarria da, ba,
euskararen hiztunak hain urruti aurkitzea! Nola izan daiteke?
—Gure asabak, dirudienez,
Lurrara joan zineten errege doilor batetik ihes egiten. Eta hauek dira
ondorioak.
—Kideak hilko dituzue? —pregunta
Aguirreche, tembloroso.
—Ez horixe! Gure
lagunen lagunak lagun minak dira guretzat, kar-kar!
Aguirreche prorrumpe en
estentóreas risotadas y los seres flotantes parecen secundarlo. Es como si unos
viejos amigos se hubieran reencontrado despues de mucho, mucho tiempo. Ni
Salceda, ni Menéndez ni Escobar se atreven a decir nada. Están demasiado
asombrados como para verbalizar lo que piensan en ese momento.
Lo importante es que, al menos
por el momento, la misión puede continuar.
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