Por Ernesto V. Salcedo.
Cinco de Agosto de Mil Novecientos Treinta y Siete.
Cinco de Agosto de Mil Novecientos Treinta y Siete.
Con
las primeras luces del alba, del que sé que es mi último día en la tierra,
comienzo a escribir en estas pocas hojas inmaculadas que he encontrado entre
mis viejos mapas, la que será mi postrera anotación en este improvisado
cuaderno de bitácora, guardián de mis pensamientos. De todo lo que ha pasado y
voy a narrar, la mayor víctima, y por quien más lo he sentido, ha sido, y será
por siempre, Frederick. Mi enfermedad nos obligó a intentar salvarnos bajo el
auspicio de un descabellado plan, que al final, como era de esperar, fracasó.
Estoy convencida que, sin la disentería debilitándome a pasos agigantados,
podríamos haber sobrevivido en esta isla hasta que nos hubieran encontrado,
pero, el tiempo jugaba en nuestra contra y, sin la cantidad de agua potable que
mi cuerpo necesitaba para recuperarse, mis días estaban contados. Nos lo
jugamos todo a una carta y perdimos. Él cayó primero y ahora me toca a mí.
Mientras
trazo estas líneas con pulso endeble, rememoro un pasado glorioso, repleto de
éxitos que hablaran de mi durante años. Heroicos momentos que han llenado las
páginas de los periódicos más importantes del mundo. Mi foto, portada de
innumerables revistas, ha marcado tendencia. Pero la fama no fue nunca el
acicate que me llevó al enfrentamiento con el mundo. Desde aquel día en que
decidí volar en solitario y cruzar el Atlántico, mi vida quedó marcada a fuego
lento por la aventura. Jamás me planteé que lo que hice fuera nada más que una
batalla personal contra mis demonios interiores, contra ese espíritu indomable
que ansiaba retos que pudieran acallar el grito interior de mi descontrolada
alma. Y la incipiente aviación me ofreció lo que necesitaba.
Con
tesón, y pasando muchos momentos difíciles, lo conseguí y a raíz de mis triunfos
sé que, numerosas mujeres de todas las partes del globo, me tomaron como
ejemplo a seguir. Vieron en mi a alguien que les ofrecía la posibilidad de
lograr aquello que anhelaban en su interior, la convicción de un sueño
alcanzado, el aliento embriagador con el que despertar esas mentes anestesiadas
por una sociedad patriarcal que las mantenía aprisionadas y amedrentadas con
corsés, estereotipos y absurdas normas de etiqueta aun victorianas. Un mundo de
hombres que se sustenta en la máxima que, desde hace siglos, ha maniatado
nuestras voluntades, corazones y almas sin piedad. Una mentira granítica que
nos obliga a creer que lo que nos conviene
saber y aceptar es el lugar que nos corresponde y que no es otro que permanecer
sumisas bajo la protección de un hombre.
Tras
superar tan ardua prueba volví a mi país como una amazona libre y entendí que,
todas aquellas reflexiones que invadieron mi mente mientras me enfrentaba a un
horizonte lejano y esquivo, a tormentas hercúleas o a momentos de desidia y
derrota, debían traducirse en combustible de alto octanaje que hiciera arder y
derrumbarse la jaula que mantenía encarceladas a muchas de mis iguales a lo
largo y ancho del mundo. Y así fue como me convertí en una de las abanderadas
de la causa más justa en la que nadie puede luchar hoy en día, la igualdad de
la mujer. Pero si bien mis aventuras abrieron muchas puertas, me daba cuenta
que nunca eran suficientes. Debía hacer algo grandioso y no sola. Entendí que
debía mandar un mensaje a todos, sin excluir a nadie y por eso, cuando
comprendí que solo un hito como dar la vuelta al mundo sería lo que elevaría mi
voz por encima de la intolerancia que buscaba mi fracaso para mantener el régimen
establecido, supe que debía hacerlo con un varón a mi lado, no porque no
pudiera hacerlo en solitario, sino porque esta arcaica sociedad debía aprender
que la humanidad solo podrá alcanzar las cotas para las que está destinada si hombres
y mujeres unimos nuestras manos y espíritus.
Así
fue como formamos un triunvirato a todas luces mágico. Mi fiel avión Lockheed,
Frederick y yo. Sin temor, con el impulso que dan las alas de un propósito
mayor que nosotros mismos, nos embarcamos en el viaje de nuestras vidas. Y todo
iba a la perfección hasta que llegamos a Bandung. Allí se nos acabó la suerte y
sellamos nuestro destino con las decisiones que tomamos. Tal vez podríamos
habernos quedado allí y reconocido la derrota, pero jamás pasó por nuestras
cabezas esa posibilidad. Seguimos adelante, no por nosotros mismos, sino por el
ideal que nos guiaba. Teníamos que apurar las opciones aceptando que, si
fracasábamos, sería nuestro fin, pero no teníamos dudas, nuestros actos serían
leyenda y propósito de cambio.
Continuamos
adelante sin miedo, pero la noche, la tormenta y la desorientación se
conjugaron para lanzarnos al Pacífico, a lo que parecía una muerte segura. Pero
no, con su aliento final, nuestro querido aeroplano, en un vuelo digno de un
albatros, nos mantuvo en el aire el tiempo suficiente para hacernos llegar a
las inmediaciones de la isla Nikumaro. El impacto fue brutal pero nuestro
aparato nos dejó sanos y salvos en su playa. La alegría inicial se convirtió
pronto en preocupación al darnos cuenta que este atolón era insuficiente para
aguantar vivos hasta el rescate.
Los
días pasaban y, aunque teníamos comida cazando tortugas y pescando peces, las
reservas de agua, que trajimos con nosotros, disminuían con extrema rapidez y
la isla no tenía agua bebible en toda su extensión. La sombra de la
deshidratación acechaba, y más, estando enferma como estaba. Es por eso que decidimos
utilizar los vacíos tanques de fuel como improvisada balsa e intentar llegar a
Arariki, una isla a doscientos kilómetros al este, mucho más grande y con más
posibilidades de amparo que Nikamoro. Nos lanzamos al océano, pero este no
tardó en mostrarnos el grave error que habíamos cometido. Creímos que al ser
ases del aire podríamos salir airosos de la batalla contra el impetuoso mar,
pero las olas de diez metros que nos recibieron embravecidas no nos dieron ni
una sola oportunidad. Frederick no tardó en ahogarse a escasos metros de mí. Vi
horrorizada como era engullido en un abrazo terrible y frío. Yo, no sé cómo,
pude volver al punto de partida ilesa, pero sin fuerzas.
Y
así es como, al final, he terminado sola y agonizante, escribiendo un legado
que estoy convencida que jamás llegará a nadie. No he encontrado un refugio para
mi cuerpo salvo el abrigo de una sobresaliente piedra. El insaciable sol me
está absorbiendo las pocas energías que me quedan y ya solo permanezco tumbada
esperando el final. Sé que, cuando fallezca, que será más pronto que tarde,
estas cuartillas yacerán bajo mi mano inerte hasta que el tiempo inmisericorde
borre mi rastro y el viento, al quedar liberadas, se las lleve, si es que antes
no quedan desechas por alguna tormenta tropical, esa que no tuvo la clemencia
de venir a alimentarme cuando más la necesitaba. Aun así, no estoy triste, he
escrito estas líneas por mí no por nadie más. Para todas las mujeres que en
algún momento pensaron en mí como una guía, como un faro que las iluminaba a
fin de encontrar la salida a sus oscuras vidas, les he dejado la historia de mi
vida y no tengo duda que mi recuerdo infundirá valor a femeninos corazones
durante décadas, llenándolos de confianza y orgullo de ser quienes son. Y
también ruego que los hombres, inspirados por mis logros, vean a las mujeres,
no solo como objetos de deseo o de ostentación sino como compañeras capaces y
valientes.
Termino ya. Ahora dejaré
el lápiz descansando en la ardiente arena y levantaré la vista al cielo azul
por última vez. Me iré admirando al reino que tanto me dio y al que ofrecí mi
vida con pasión y verdad. Adiós, mi verdadero amor.
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