Y
así fue como Hades, harto de intrigas entre hermanos decidió marcharse y
empezar de nuevo en un lejano confín de la galaxia. Tras una eternidad de
búsqueda al fin encontró el lugar perfecto donde practicar sus juegos
favoritos. El planeta Trappist-1 y sus siete lunas tenían el potencial necesario
para crear un reino de oscuridad, lejos de las absurdas leyes del Olimpo. Lo
primero que tuvo claro es que necesitaba un palacio a la altura de su magnificencia.
Levantó con su poder una fortaleza que empequeñecía a su vieja morada y una vez
estuvo orgulloso de su creación, transformó el planeta a su imagen y semejanza
llenándolo de azufre, ríos de lava y calor asfixiante. Cuando ya se sentía como
en casa buscó adoradores que sufrieran en ella y colmaran el aire de gritos
desgarradores. Para poblar cada terruño, arrastró a su lado a las almas de los
adeptos de las más locas sectas terrícolas. Trajo a los Raelianos, Tifonianos, a
los miembros de la Iglesia de la Cienciologia y a los hijos del Templo del Sol.
Y, para terminar, a sus dos grupos preferidos, los Davidianos y los acólitos del
Templo del Pueblo, por haber demostrado una verdadera vocación de sacrificio,
los ubicó en los satélites más próximos a él.
A
todos ellos, Hades les ofreció la tecnología necesaria para que en poco tiempo
fueran las sociedades más avanzadas del universo. Eso sí, les puso una
condición. Podían seguir con sus orgías, lavados de mente, alucinaciones
conjuntas, no tenía problema con nada de eso, es más, les ordenaba que todo lo
hicieran en su nombre, pero les impuso que solo podían salir de sus satélites
para la celebración anual que él organizaba. En ese día, el dios enviaba a su mano
derecha, el hijo de Hermes, a los diferentes mundos, volando con sus botas
aladas, para entregar las invitaciones al baile. En dicha fiesta, cada familia
gobernante está obligada a enviar a un representante con la misión de ofrendar una
nueva arma con la que él pueda disfrutar de nuevas emociones a la hora de torturar
a aquellos que viven bajo su yugo. Y todos sabían que, algún día, el dueño de
sus destinos encontraría, en dicha ceremonia, a la elegida para ocupar el hueco
que quedó vacío en su oscuro corazón desde que Perséfone lo traicionó. Él necesita
una diosa con la que deleitarse con el dolor y el sufrimiento de sus víctimas.
Y
hoy es de nuevo ese día y Jim Jones, líder del Templo del Pueblo, está ansioso.
Desde la última vez que su invento fue seleccionado ha pasado ya demasiado
tiempo y para esta ocasión ha tirado la casa por la ventana. Irá con dos de sus
más hermosas hijas del amor y conseguirá el favor de Hades. Tan ensimismado
está en sus elucubraciones que no ve llegar a Ródope y choca con tal violencia
con ella que caen al suelo redondos. De las manos de la chica vuelan por el
aire dos aros dorados y un bastón de mando que, al precipitarse, golpea en la
cabeza de Jim con un impacto brutal. Los bramidos que escapan de su garganta se
escuchan por todo el palacio y, de la nada, aparecen sus preferidas y lo ayudan
a levantarse. Se deshace de ellas con un ademán brusco y empieza a golpear e
insultar a la causante de su dolor que aguanta el correctivo con estoicismo y
resignación ya que está acostumbrada a los castigos. Al final el líder nota
cansados sus brazos y baja la intensidad y es en ese momento, aunque su mente
se empeña en gritarle que no lo haga, cuando la joven intenta enseñarle el arma
que ella misma ha desarrollado en los pocos descansos que puede tener, pero, Jim
Jones, harto de ella ni la escucha, coge una de las mazas que cuelgan de las
paredes y destroza los artilugios por completo. Una vez hecho esto, al no ver aplacada
su furia y para no terminar haciendo algo que luego pueda lamentar, se da media
vuelta y se aleja agarrando las cinturas de sus amadas hijas.
Ródope
ve como se marchan y la frustración se convierte en llanto. Por un momento fue
valiente y olvidando todas las vejaciones, malos tratos y humillaciones
sufridas en esta mansión de pesadilla, pensó que tal vez se atrevería a pedirle
a Jim poder acompañarlos al baile, pero todo se ha ido al traste. Derrotada, con
la cara oculta entre sus manos, no ve como, en un fulgor ocre que surge a sus
espaldas, aparece una extraña figura que apoya una mano en su hombro y la
consuela. La adolescente alza la cabeza y contempla a una mujer muy hermosa que
la observa con atención. Su primer impulso es huir, pero la desconocida, que se
presenta como su Hada Madrina, la tranquiliza. Este ser maravilloso asegura que
ha venido a este recóndito lugar del universo para ayudarla a alcanzar sus
deseos más oscuros.
Ante
su incrédula mirada, el hada, con un simple gesto de su mano derecha, eleva en
el aire los miles de pedazos que hasta hace unos minutos eran, según la
muchacha, el arma destructora definitiva y los funde en un miasma incandescente
que se moldea hasta recobrar la forma y funcionalidad de antaño. Ródope quiere
reír y llorar al mismo tiempo. Está feliz por recuperar todo el trabajo
perdido, pero sigue teniendo el problema de la enorme y vacía distancia que hay
entre ella y el planeta de Hades. Su salvadora sonríe mientras arquea sus cejas
y chasquea los dedos. Sin creer lo que ven sus ojos, por cada uno de los pasillos
que vierten su aire al lugar donde aún descansa en el suelo apaleada, surgen centenares
de robots que comienzan a ensamblarse en un loco rompecabezas que, si bien al
principio no tiene sentido, termina por mostrar una astronave calcada a un
halcón espacial. Hecho esto, la benefactora se acerca a escasos centímetros de
su ahijada, levanta su dedo índice, cuya punta brilla incandescente, y lo posa
en la frente de una sorprendida joven. Sin esperarlo, un torrente de
conocimientos inunda su cerebro a fin de poder pilotar esta magnífica nave
interplanetaria. Para terminar, solo falta ir vestida para matar. Con un par de
moños a ambos lados de la cabeza y un vestido blanco rodeado por un cinturón
plateado ya está preparada para surcar las estrellas. Antes de partir el hada insiste
en que la nave se desmantelará justo a las doce de la medianoche y que, si ella
no está de regreso antes de esa hora, quedará atrapada para siempre en el mundo
de pesadilla del dios de la muerte.
Sin
perder más tiempo, Ródope despega y vuela a velocidad de crucero para alcanzar
su destino. Aterriza junto a la puerta del palacio donde el heraldo la recibe
solícito. Para poder entrar, ella debe darle el arma. Sin mostrarse nerviosa
entrega solo el cañón y accede al salón de baile. Allí, el lujo y la pomposidad
griega inundan cada rincón. El pabellón central, acotado por inmensas columnas
invita al regocijo y al libertinaje. Conocía por
rumores el estilo y gusto de la deidad, pero la decadencia que exhuma esta estancia
es excesiva. Un incesante gorgoteo la acompaña en cada uno de los pasos que da
sobre el mármol rosado y brillante sobre el que camina. Proviene de cada una de
las decenas de fuentes que la rodean. De todas ellas, en un correr incesante y
eterno, no deja de brotar vino. Letreros escritos en griego, que indican la
procedencia de tan delicioso y cautivador néctar, van cambiando conforme la
bebida que fluye por ellas cambia de tonalidad y, seguro, de sabor. Las
gárgolas que observan desde los capiteles, sonríen ante la perspectiva de la bacanal
que se avecina.
De
pronto lo ve. Al fondo, sentado en su trono de huesos y almas, permanece Hades,
hastiado a más no poder, mientras le muestran, uno tras otro, los regalos que
le han traído. En su mirada se puede ver que nada le satisface. En este mismo momento
son Jim Jones y sus hijas quienes acuden a ofrendar. Su expresión de satisfacción
muda al instante a terror en cuanto el dios los expulsa asqueado. Ahora le toca
a ella. Ródope se arrodilla y observa como el dios juguetea aburrido con el
bastón en la mano. Por mucho que lo intenta es incapaz de hacerlo funcionar. Ella,
con una sutil finta, escapa del tardío acto reflejo del heraldo y coge el arma mientras
roza con sensualidad los dedos de su señor susurrándole al oído que solo puede
dispararse si se llevan puestas las tobilleras. Para que todo quede más claro,
alza el arma con sus delicadas manos y lanza un rayo destructor hacia uno de
los invitados, alcanzando al mismísimo David Koresh, líder de los Davidianos.
Este, envuelto en un brillo cegador, comienza a sufrir en sus carnes toda la
maldad que ha acumulado durante toda su existencia. El dolor y sufrimiento que
siente fluye a través de sus ojos, que muestran un padecimiento más allá de
toda comprensión. El macabro espectáculo solo dura unos segundos, pero es
suficiente para seducir a su anfitrión, que maravillado, observa complacido.
Pero eso no es todo. Koresh, de pronto, se convierte en un vapor rosado que
queda flotando en el aire. La doncella acaricia la cintura de su acompañante y lo
empuja hacia la ambrosía que flota frente a ellos.
Sin
poder evitarlo, Hades se sumerge en el éter y lo aspira. Jamás, en su milenaria
existencia, había sentido nada igual. El éxtasis que inunda su ser es abrumador
y adictivo. ¡Por fin ha encontrado a aquella que reinará junto a él! Coge la
mano de Ródope y la lleva a la pista de baile. Allí, entre besos y magreos,
ella le explica que, a mayor maldad en el alma de la víctima, más exquisita y
sabrosa será la esencia a devorar. El tiempo vuela entre los brazos de los dos
enamorados. Y así, sin darse cuenta, la medianoche acecha a la vuelta de la
esquina. Ella, temerosa de mostrarse al dios tal y como es, suelta una nimia
excusa sobre que debe ir al baño a retocarse y se aleja. Él, mientras tanto,
vuelve a su silla y agarrando la pistola sueña con los buenos ratos que van a
pasar juntos, su amada y él, embriagándose con los miles de voluntarios
forzosos que pasarán a formar parte de su despensa de dulce elixir.
Ensimismado, alza la vista y ve como ella sale corriendo por la puerta del
palacio. Intranquilo, se da cuenta que se ha llevado consigo las tobilleras. Es
por esto que sale en su persecución.
Ródope
oye los brutales gritos de Hades a sus espaldas y acelera el paso. En este impase,
una de las tobilleras se abre y cae por los peldaños de la escalera. Ella ni se
da cuenta, se mete en su nave y se lanza al espacio a velocidad hiperespacial
justo en el momento en que el dios sale por la puerta y la ve marchar. Furioso,
jura que no la dejará escapar así como así y comienza a lanzar inútiles rayos
de fuego que jamás la alcanzarán pero que aun así provocan una destrucción
apocalíptica a su alrededor. En ese momento sale su fiel heraldo y cauteloso lo
calma. Le dice que ella no habrá huido para quitarle el arma, ya que fue ella
misma quien la trajo. Cree que hay otra razón y que será él quien la descubra.
Es lo mínimo que puede hacer por el amo que lo salvó del inframundo, allí donde
fue enviado por el innombrable hijo de Poseidón.
Con
un ágil ademán, coge las dos partes del arma, se calza sus mágicas zapatillas y
vuela por el universo en busca de la futura diosa de la muerte. Visita todos y
cada uno de los planetas aguantando, de forma serena, los sermones con los que
taladran su mente todos y cada uno de los líderes de las sectas que visita. Pero
no encuentra a la afortunada. Tras seis fracasos, llega al séptimo astro, el de
los seguidores del Templo del Pueblo y se entrevista con Jim Jones. Mientras lo
hace, no puede evitar fijarse en la zarrapastrosa chica que limpia el suelo
tras el aterciopelado y ornamentado asiento de Jim. Las vanas y falsas palabras
del idiota, esas con las que intenta jurar que fue una de sus hijas la que
llevó el arma a Hades pero que lamentándolo mucho ella había perdido la otra
tobillera, no surten efecto. Es más, las miradas furtivas de Jim hacía la criada
no hacen más que confirmar sus sospechas. La ha encontrado.
Sin
avisar, el heraldo levanta el puño y golpea a Jim en la cabeza, dejándolo
inconsciente. Con paso grácil, se acerca a la fregona, apoya sus dedos en su
barbilla y le levanta la cara mientras pregunta lo que desea saber. Ella, tal
vez alentada por lo que el visitante acaba de hacer con su padrastro, no tarda
en reconocer todo lo sucedido. Y para corroborarlo, saca la tobillera que
guarda en el bolsillo del delantal y se la calza. Un brillo de satisfacción ilumina
la faz del enviado. El emisario coloca la tobillera gemela en la otra pierna y
le pasa el bastón. Ella, con un ademán rápido, se revuelve como una pistolera
endemoniada del oeste y dispara dos ráfagas que volatilizan a sus dos
hermanastras. El mensajero se inclina y ella comprende que ya la considera su
señora. Ródope, viendo el ansia en sus ojos, le concede su deseo y el joven se
lanza ansioso a por los restos de las chicas que flotan en el ambiente. En tal
estado de descontrol se encuentra que, cuando sumiso mira de nuevo a su reina,
no llega a comprender lo que ocurre hasta que es demasiado tarde y ella lo
elimina sin contemplaciones.
Más
relajada, ya solo quedan en el salón, ella y un padrastro cruel que sigue desmayado
en el suelo. Se aproxima a él y de una patada lo despierta. Este, aturdido,
comienza a maldecirla y pregunta airado por el invitado y por sus dos concubinas.
Harta del absurdo parloteo que ha tenido que soportar durante toda su vida,
apunta directamente a su negro corazón y dispara. Mientras el dulce humo que
antes era un hombre se desliza por su nariz llenándola de placer, ella grita el
nombre de su ángel guardián y Perséfone aparece al instante. La verdadera diosa
de la muerte, orgullosa de su creación, le recuerda el pacto que todavía está
vigente. Perséfone, que prefiere no enfrentarse a las consecuencias que tendría
si fuera ella misma quien acabase con Hades, le pregunta por qué no lo mató en
el baile, pero Ródope le dice que no vio una oportunidad clara, pero que ahora
cogerá una nave y se dirigirá al palacio para acabar con él.
Perséfone,
complacida, está deseosa de ver muerto al ingrato que amargó su existencia
durante eones. No quiere permitir la más mínima posibilidad de que este regrese
a la Tierra y reclame el reinado que ahora mismo le pertenece a ella. Además,
nunca le ha perdonado que le robara tantas almas malignas. Su discípula le dice
que no se preocupe, que en cuanto vea a Hades caminando para recibirla con los
brazos abiertos, le volará la cabeza de un disparo. Antes de que Ródope se siente
en el asiento del piloto, Perséfone le pregunta que hará después. Con una
sonrisa pícara, la muchacha deja claro que el dicho de “fueron felices y
comieron perdices”, en este universo, no será el final del cuento para ninguno
de los líderes perturbados que pueblan esta galaxia. De eso ya se encargará
ella. Y con un rugido ensordecedor, el ángel exterminador se despide de su Hada
Madrina y vuela en pos de su cruzada espacial.
– FIN –
Consigna: Deberás
reescribir «Cenicienta» en vida interplanetaria. Y deberás incluir dos
protagonistas de «Percy Jackson».
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