Por Salvador Bayona Bou.
La princesa Ahmose detestaba a
Tutmosis, pero ella deseaba ser la esposa principal del faraón y él… bueno él
era alguien que le permitiría acceder al poder y manejar sus hilos. Le dio tres
hijos. Especialmente hermosa era Hatshepsut, la de piel blanca como la
nieve, que se convirtió en la principal candidata al trono las la muerte de
su hermana. A nosotros, en realidad, eso nos importaba un rábano. Habíamos ido
hasta allí o, mejor dicho, hasta entonces, únicamente atraídos por la fama de
su espejo, uno de esos extraños objetos que son ventanas a la omnisciencia,
objetos que contienen en sí mismos la imagen de todo el universo creado. Los
muggles lo llamarían un Aleph, y seguro no sabrían qué hacer con él: o bien se
dedicarían a perseguir los recuerdos de una antigua amante, o bien le
preguntarían quién es la más hermosa del reino.
Hagrid me había convenció para
hacer este viaje. Desde que descubrí el hechizo translatio nos
lo pasamos bien él y yo lejos de las puritanas normas de Howarts, hablando con
gentes de todas las lenguas, culturas y épocas. Nos hemos emborrachado con los
vikingos, hemos saqueado Jerusalén y Roma, visitado los mejores burdeles de la
Grecia clásica, y recopilado los mejores objetos mágicos de la historia de la
humanidad, pero en este viaje traspasamos algunos límites que, tal vez, no
debimos.
Hagrid y yo viajamos con el
giratiempo mientras cabalgábamos a lomos de Buckbeak. Había sido idea de Hagrid
traer al grifo, y a raíz de lo que sucedió fue la mejor de las elecciones
posibles.
Tomamos tierra en una pequeña
cantera al sudeste de Tebas. La atendían unos hombrecillos morenos y no muy
altos. Debo decir que los egipcios de esa época no estaban especialmente
desarrollados, de manera que apenas me llegaban al hombro, y eso que soy más
bien bajito. A Hagrid le llegaban a sus partes nobles. En fin, que eran como
enanos.
El grifo suscitó de inmediato
su admiración, admiración que llegó al colmo del delirio cuando despedazó a dos
de ellos y se los engulló en un santiamén como almuerzo. Después eructó
ruidosamente, como sólo los grifos saben hacerlo, y se tumbó, relajado, en una
posición muy parecida a la de la esfinge de Guiza. Los canteros que conservaban
todos sus miembros se cagaron encima inmediatamente y se postraron clamando
“¡Horus, Horus!”. Hagrid y yo hubiéramos querido salir de allí discretamente
pero, claro, éramos un gigante y un tipo con gafas que acababan de llegar a
lomos del dios del cielo, y también se arrastraron ante nosotros. La parte
positiva es que no nos costó trabajo que nos llevaran ante la princesa Ahmose.
El plan era sencillo: embaucar
a la princesa con un par de truquitos, conseguir acceso al espejo, darle el
cambiazo, y salir por piernas. Lo habitual. Sin embargo no todo iba a ser tan
sencillo.
Al anochecer llegamos a Tebas
pero, por lo visto, nuestra fama había llegado mucho antes, ya que la comitiva
fue creciendo en número conforme nos conducían al palacio real por las calles
de la ciudad. No ocultaré que se nos había pasado por la cabeza la posibilidad
de tomar el espejo por la fuerza, pero somos magos, no superhéroes
invulnerables, de manera que preferimos conservar toda la sangre dentro de
nuestros cuerpos y continuamos con el plan B.
Ya esperábamos que la princesa
fuera un poco escéptica, pero las pruebas a las que fuimos sometidos por sus
adivinos resultaron realmente fáciles de superar. La princesa tampoco se tomó
demasiado en serio todos aquellos preparativos y de inmediato nos dio permiso
para dirigirnos a ella. Supongo que el efecto de haber llegado a Egipto a lomos
de uno de sus dioses allanó bastante el camino.
— ¡Oh, divina Ahmose!, venimos de las lejanas tierras de
Albión, atraídos por la fama de tu hermosura y tu sabiduría, pues únicamente
ella puede ayudarnos en este trance. No hay oráculo en el mundo que pueda
responder a una simple cuestión que, sin embargo, es fundamental para los ritos
de nuestro pueblo.
Por supuesto, la supuesta
pregunta hubiera sido algo absolutamente baladí para cualquiera con una
enciclopedia a mano, pero su finalidad no era obtener una respuesta, sino
alcanzar a ver el espejo el tiempo suficiente y desde la distancia justa para
poder lanzar el conjuro tocomochus.
La princesa meditó durante un
buen rato, al cabo del cual nos sonrió con malicia. No sabía lo que íbamos a
preguntar, pero ya entonces supe que tampoco le importaba. Se hizo traer un
pequeño cofre y ordenó que todo el mundo, excepto su guardia personal,
abandonara la sala. El cofre, no hay que decirlo, contenía el espejo, una
pequeña plancha de plata bruñida que, cuando es frotada, emite unas vibraciones
en las que puede reconocerse una voz humana, capaz de responder cualquier
pregunta. Frotó el espejo delante de nosotros, pero no nos permitió acercarnos.
— Dime, oh, espejo, si Ahmose llevará algún día la corona
del faraón.
— La hermosa Hatshepsut lo hará. Mientras ella viva Ahmose
no alcanzará la corona.
Guardó de nuevo el espejo en
el cofre y una pareja de soldados lo volvieron a llevar a los aposentos de la
princesa.
— Como veis, grandes magos, también yo necesito algo. Egipto
necesita una mano firme que la gobierne, y esa ha de ser la mía. Propiciad mi suerte
y yo propiciaré la vuestra. Os permitiré consultar mi espejo una vez.
Comprendimos, asentimos y nos
retiramos con el compromiso de regresar pronto. Tan pronto como estuvimos fuera
del palacio Hagrid y yo urdimos un nuevo plan. Somos bribones, pero no
asesinos, de manera que planeamos cómo apartar momentáneamente a Hatshepsut de
la circulación y engañar a la mala pécora de Ahmose.
Al día siguiente nos dirigimos
hacia Luxor, en uno de cuyos palacios se refugiaba nuestro objetivo. Utilicé un
poco de poción multijugos para disfrazarme de anciana
sirvienta y le ofrecí unos dátiles drogados con escopolamina. Esto anularía su
voluntad y podría llevármela sin escándalo ni violencia. Hatsepshut aceptó los
dátiles y comió unos cuantos. Demasiados, a juzgar por lo que pasó después. Me
acompañó, efectivamente, a las afueras de la ciudad, y allí se desplomó.
— ¿Cuánta escopolamina le has dado? –bramó Hagrid al verla.
— ¡Yo qué sé! Mi fuerte no son las pociones. Si querías
pociones haberte traído a Hermione. Hemos de llevarla a la cantera, como
habíamos planeado. ¿No es, acaso, lo que queríamos?
Los canteros enanos, de los
que ya sólo quedaban siete, se mostraron obedientes a nuestras indicaciones: el
secreto, y los cuidados que debían tener para con Hatshepsut. Les
proporcionamos una solución de escopolamina que, convenientemente administrada,
la mantendría dormida hasta nuestro regreso. La princesa, con una altura
similar a la mía y un piel realmente lechosa debía ser para ellos una especie
de semidiosa, a juzgar, al menos por la reverencia con la que se inclinaron al
verla..
Nos marchamos confiados de
regreso a Tebas, no sin haber tomado un poco de la merienda que Buckbeak, ahíto
de carne de enano cantero, había dejado apartado. Se trataba, concretamente, de
un corazón, que hicimos pasar por el de nuestra víctima. Con él no resultó
difícil engañar a la princesa Ahmose para tener acceso al Aleph, formular
nuestra pregunta, y reemplazarlo por otro similar, del que saldrían, eso sí,
los acordes de Staying Alive, de los Bee Gees, al ser frotado de
nuevo.
De regreso a la cantera
encontramos un extraño silencio. Temí que Buckbeak se hubiera comido a los
siete enanos que dejamos. Habían transcurrido dos días y los grifos son seres
impredecibles cuando se les abre el apetito. Hagrid y yo ascendimos la colina
sólo para comprobar que el animal dormía plácidamente, sin nuevos restos
humanos a su alrededor. Todo estaba en silencio. Nos asomamos al interior de
una de las cuevas donde se alojaban los canteros, de la que salía una débil
luz. Habían depositado a Hatshepsut al fondo, en una especie de altar. Estaba
completamente desnuda e inmóvil. Era realmente hermosa. Su piel blanca
contrastaba con el color cetrino de los canteros que hacían cola a sus pies. Al
menos seis de ellos. El séptimo se encontraba entre las piernas de la princesa,
agitándose y sacudiendo su pálida e inerme carne con sus movimientos.
Yo no sabía qué hacer. La
escena me atraía y repelía al mismo tiempo. Noté que Hagrid se movía, inquieto,
y le miré en el momento en que acomodaba su entrepierna. Se incorporó
lentamente y comenzó a desnudarse sin apartar los ojos de ella.
Su enorme, elefantiasíaco falo
quedó a mi vista. Supe lo que iba a suceder.
— ¡Joder, Hagrid! No lo hagas. La vas a destrozar.
Me miró y en sus ojos
extraviados reconocí un brillo animal que me aterrorizó. Caí en la cuenta
entonces de que, cuando cabalgamos sobre el grifo, era yo quien lo hacía
delante, por lo que tendría aquella monstruosidad a escasos centímetros de mi
culo. Era mi culo, o la princesa. Le tocó a la princesa, de manera que callé
prudentemente y bajé la mirada. Hagrid se dirigió lentamente hacia ella. Los
canteros enanos miraron aquel monstruo y al gigante que era su propietario con
una mezcla de terror y admiración y se apartaron de inmediato, tal vez
considerando los mismos riesgos que yo había considerado. Buscaron aceites,
ungieron el enorme falo como quien aplica óleos sagrados a una imagen divina y se
aplicaron a su recién descubierta vocación de mamporreros.
Debo decir que la cosa comenzó
con mayor suavidad de lo que yo había imaginado, pero pronto los movimientos de
Hagrid tomaron velocidad hasta alcanzar dimensiones colosales. Tal era aquella
potencia de la naturaleza que la tierra se contagió de la
vibración y alcanzó la categoría de temblor que amenazó en vencer el
techo de la cueva, y la montaña entera, sobre nosotros.
El cuerpo blanco y blando de
Hatshepsut se movía convulsamente, mantenido en vilo por las manazas y la
fuerza de la erección de Hagrid, cuyos pulgares jugaban con los sonrosados y
juveniles pezones. Y justo en el instante en que la naturaleza misma no podría
soportar tamaña intensidad, la princesa abrió la boca y profirió un profundo
grito, aún no sé si de placer, dolor o ambas cosas, pero que precipitó la
respuesta de Hagrid, cuyos fluidos la rebosaron y resbalaron por el altar.
Hatshepsut despertó, sí, y se
retorció durante horas en aquel lecho improvisado. Hagrid la cubrió con su capa
y le acercó comida y bebida, pero no tengo claro que lo hiciera por
remordimiento. Un poco después de mediodía uno de los carreteros que venían de
Tebas trajo la noticia: la princesa Ahmose había muerto de un ataque, al
descubrir que su espejo había desaparecido. Y eso que le dejé uno de los
mejores temas de los Bee Gees. Como legítima heredera, pues, Hatshepsut no
tardaría en acceder al trono.
Por la noche, mientras
preparábamos las cosas para irnos, Hatsepshut se acercó a Hagrid. Le rogó que
se quedara, pero ambos sabían que no era posible. Sin embargo, mi amigo, el
crápula gigantón permaneció taciturno un buen rato..
Cabalgando sobre el grifo, de regreso
al lugar donde haría funcionar el giratiempo, reflexioné sobre lo sucedido.
— ¿Sabes, Hagrid? Creo que esta vez nos hemos pasado.
Deberíamos sentar la cabeza y dejar de hacer estas cosas.
— Tienes razón, Harry –dijo él rascándose la entrepierna-,
creo que esa princesita me ha pegado ladillas.
– FIN –
Consigna: Deberás reescribir «Blancanieves». La trama debe
transcurrir en el Antiguo Egipto. Y deberás incluir dos protagonistas de la
saga «Harry Potter».
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