lunes, 29 de octubre de 2018

HÉROES BRUTOS Y POLÍTICAMENTE INCORRECTOS

Por Salvador Bayona Bou.

La princesa Ahmose detestaba a Tutmosis, pero ella deseaba ser la esposa principal del faraón y él… bueno él era alguien que le permitiría acceder al poder y manejar sus hilos. Le dio tres hijos. Especialmente hermosa era Hatshepsut, la de piel blanca como la nieve, que se convirtió en la principal candidata al trono las la muerte de su hermana. A nosotros, en realidad, eso nos importaba un rábano. Habíamos ido hasta allí o, mejor dicho, hasta entonces, únicamente atraídos por la fama de su espejo, uno de esos extraños objetos que son ventanas a la omnisciencia, objetos que contienen en sí mismos la imagen de todo el universo creado. Los muggles lo llamarían un Aleph, y seguro no sabrían qué hacer con él: o bien se dedicarían a perseguir los recuerdos de una antigua amante, o bien le preguntarían quién es la más hermosa del reino.
Hagrid me había convenció para hacer este viaje. Desde que descubrí el hechizo translatio nos lo pasamos bien él y yo lejos de las puritanas normas de Howarts, hablando con gentes de todas las lenguas, culturas y épocas. Nos hemos emborrachado con los vikingos, hemos saqueado Jerusalén y Roma, visitado los mejores burdeles de la Grecia clásica, y recopilado los mejores objetos mágicos de la historia de la humanidad, pero en este viaje traspasamos algunos límites que, tal vez, no debimos.
Hagrid y yo viajamos con el giratiempo mientras cabalgábamos a lomos de Buckbeak. Había sido idea de Hagrid traer al grifo, y a raíz de lo que sucedió fue la mejor de las elecciones posibles.
Tomamos tierra en una pequeña cantera al sudeste de Tebas. La atendían unos hombrecillos morenos y no muy altos. Debo decir que los egipcios de esa época no estaban especialmente desarrollados, de manera que apenas me llegaban al hombro, y eso que soy más bien bajito. A Hagrid le llegaban a sus partes nobles. En fin, que eran como enanos.
El grifo suscitó de inmediato su admiración, admiración que llegó al colmo del delirio cuando despedazó a dos de ellos y se los engulló en un santiamén como almuerzo. Después eructó ruidosamente, como sólo los grifos saben hacerlo, y se tumbó, relajado, en una posición muy parecida a la de la esfinge de Guiza. Los canteros que conservaban todos sus miembros se cagaron encima inmediatamente y se postraron clamando “¡Horus, Horus!”. Hagrid y yo hubiéramos querido salir de allí discretamente pero, claro, éramos un gigante y un tipo con gafas que acababan de llegar a lomos del dios del cielo, y también se arrastraron ante nosotros. La parte positiva es que no nos costó trabajo que nos llevaran ante la princesa Ahmose.
El plan era sencillo: embaucar a la princesa con un par de truquitos, conseguir acceso al espejo, darle el cambiazo, y salir por piernas. Lo habitual. Sin embargo no todo iba a ser tan sencillo.
Al anochecer llegamos a Tebas pero, por lo visto, nuestra fama había llegado mucho antes, ya que la comitiva fue creciendo en número conforme nos conducían al palacio real por las calles de la ciudad. No ocultaré que se nos había pasado por la cabeza la posibilidad de tomar el espejo por la fuerza, pero somos magos, no superhéroes invulnerables, de manera que preferimos conservar toda la sangre dentro de nuestros cuerpos y continuamos con el plan B.
Ya esperábamos que la princesa fuera un poco escéptica, pero las pruebas a las que fuimos sometidos por sus adivinos resultaron realmente fáciles de superar. La princesa tampoco se tomó demasiado en serio todos aquellos preparativos y de inmediato nos dio permiso para dirigirnos a ella. Supongo que el efecto de haber llegado a Egipto a lomos de uno de sus dioses allanó bastante el camino.
¡Oh, divina Ahmose!, venimos de las lejanas tierras de Albión, atraídos por la fama de tu hermosura y tu sabiduría, pues únicamente ella puede ayudarnos en este trance. No hay oráculo en el mundo que pueda responder a una simple cuestión que, sin embargo, es fundamental para los ritos de nuestro pueblo.
Por supuesto, la supuesta pregunta hubiera sido algo absolutamente baladí para cualquiera con una enciclopedia a mano, pero su finalidad no era obtener una respuesta, sino alcanzar a ver el espejo el tiempo suficiente y desde la distancia justa para poder lanzar el conjuro tocomochus.
La princesa meditó durante un buen rato, al cabo del cual nos sonrió con malicia. No sabía lo que íbamos a preguntar, pero ya entonces supe que tampoco le importaba. Se hizo traer un pequeño cofre y ordenó que todo el mundo, excepto su guardia personal, abandonara la sala. El cofre, no hay que decirlo, contenía el espejo, una pequeña plancha de plata bruñida que, cuando es frotada, emite unas vibraciones en las que puede reconocerse una voz humana, capaz de responder cualquier pregunta. Frotó el espejo delante de nosotros, pero no nos permitió acercarnos.
Dime, oh, espejo, si Ahmose llevará algún día la corona del faraón.
La hermosa Hatshepsut lo hará. Mientras ella viva Ahmose no alcanzará la corona.
Guardó de nuevo el espejo en el cofre y una pareja de soldados lo volvieron a llevar a los aposentos de la princesa.
Como veis, grandes magos, también yo necesito algo. Egipto necesita una mano firme que la gobierne, y esa ha de ser la mía. Propiciad mi suerte y yo propiciaré la vuestra. Os permitiré consultar mi espejo una vez.
Comprendimos, asentimos y nos retiramos con el compromiso de regresar pronto. Tan pronto como estuvimos fuera del palacio Hagrid y yo urdimos un nuevo plan. Somos bribones, pero no asesinos, de manera que planeamos cómo apartar momentáneamente a Hatshepsut de la circulación y engañar a la mala pécora de Ahmose.
Al día siguiente nos dirigimos hacia Luxor, en uno de cuyos palacios se refugiaba nuestro objetivo. Utilicé un poco de poción multijugos para disfrazarme de anciana sirvienta y le ofrecí unos dátiles drogados con escopolamina. Esto anularía su voluntad y podría llevármela sin escándalo ni violencia. Hatsepshut aceptó los dátiles y comió unos cuantos. Demasiados, a juzgar por lo que pasó después. Me acompañó, efectivamente, a las afueras de la ciudad, y allí se desplomó.
¿Cuánta escopolamina le has dado? –bramó Hagrid al verla.
¡Yo qué sé! Mi fuerte no son las pociones. Si querías pociones haberte traído a Hermione. Hemos de llevarla a la cantera, como habíamos planeado. ¿No es, acaso, lo que queríamos?
Los canteros enanos, de los que ya sólo quedaban siete, se mostraron obedientes a nuestras indicaciones: el secreto, y los cuidados que debían tener para con Hatshepsut. Les proporcionamos una solución de escopolamina que, convenientemente administrada, la mantendría dormida hasta nuestro regreso. La princesa, con una altura similar a la mía y un piel realmente lechosa debía ser para ellos una especie de semidiosa, a juzgar, al menos por la reverencia con la que se inclinaron al verla..
Nos marchamos confiados de regreso a Tebas, no sin haber tomado un poco de la merienda que Buckbeak, ahíto de carne de enano cantero, había dejado apartado. Se trataba, concretamente, de un corazón, que hicimos pasar por el de nuestra víctima. Con él no resultó difícil engañar a la princesa Ahmose para tener acceso al Aleph, formular nuestra pregunta, y reemplazarlo por otro similar, del que saldrían, eso sí, los acordes de Staying Alive, de los Bee Gees, al ser frotado de nuevo.
De regreso a la cantera encontramos un extraño silencio. Temí que Buckbeak se hubiera comido a los siete enanos que dejamos. Habían transcurrido dos días y los grifos son seres impredecibles cuando se les abre el apetito. Hagrid y yo ascendimos la colina sólo para comprobar que el animal dormía plácidamente, sin nuevos restos humanos a su alrededor. Todo estaba en silencio. Nos asomamos al interior de una de las cuevas donde se alojaban los canteros, de la que salía una débil luz. Habían depositado a Hatshepsut al fondo, en una especie de altar. Estaba completamente desnuda e inmóvil. Era realmente hermosa. Su piel blanca contrastaba con el color cetrino de los canteros que hacían cola a sus pies. Al menos seis de ellos. El séptimo se encontraba entre las piernas de la princesa, agitándose y sacudiendo su pálida e inerme carne con sus movimientos.
Yo no sabía qué hacer. La escena me atraía y repelía al mismo tiempo. Noté que Hagrid se movía, inquieto, y le miré en el momento en que acomodaba su entrepierna. Se incorporó lentamente y comenzó a desnudarse sin apartar los ojos de ella.
Su enorme, elefantiasíaco falo quedó a mi vista. Supe lo que iba a suceder.
¡Joder, Hagrid! No lo hagas. La vas a destrozar.
Me miró y en sus ojos extraviados reconocí un brillo animal que me aterrorizó. Caí en la cuenta entonces de que, cuando cabalgamos sobre el grifo, era yo quien lo hacía delante, por lo que tendría aquella monstruosidad a escasos centímetros de mi culo. Era mi culo, o la princesa. Le tocó a la princesa, de manera que callé prudentemente y bajé la mirada. Hagrid se dirigió lentamente hacia ella. Los canteros enanos miraron aquel monstruo y al gigante que era su propietario con una mezcla de terror y admiración y se apartaron de inmediato, tal vez considerando los mismos riesgos que yo había considerado. Buscaron aceites, ungieron el enorme falo como quien aplica óleos sagrados a una imagen divina y se aplicaron a su recién descubierta vocación de mamporreros.
Debo decir que la cosa comenzó con mayor suavidad de lo que yo había imaginado, pero pronto los movimientos de Hagrid tomaron velocidad hasta alcanzar dimensiones colosales. Tal era aquella potencia de la naturaleza que la tierra se contagió de la vibración  y alcanzó la categoría de temblor que amenazó en vencer el techo de la cueva, y la montaña entera, sobre nosotros.
El cuerpo blanco y blando de Hatshepsut se movía convulsamente, mantenido en vilo por las manazas y la fuerza de la erección de Hagrid, cuyos pulgares jugaban con los sonrosados y juveniles pezones. Y justo en el instante en que la naturaleza misma no podría soportar tamaña intensidad, la princesa abrió la boca y profirió un profundo grito, aún no sé si de placer, dolor o ambas cosas, pero que precipitó la respuesta de Hagrid, cuyos fluidos la rebosaron y resbalaron por el altar.
Hatshepsut despertó, sí, y se retorció durante horas en aquel lecho improvisado. Hagrid la cubrió con su capa y le acercó comida y bebida, pero no tengo claro que lo hiciera por remordimiento. Un poco después de mediodía uno de los carreteros que venían de Tebas trajo la noticia: la princesa Ahmose había muerto de un ataque, al descubrir que su espejo había desaparecido. Y eso que le dejé uno de los mejores temas de los Bee Gees. Como legítima heredera, pues, Hatshepsut no tardaría en acceder al trono.
Por la noche, mientras preparábamos las cosas para irnos, Hatsepshut se acercó a Hagrid. Le rogó que se quedara, pero ambos sabían que no era posible. Sin embargo, mi amigo, el crápula gigantón permaneció taciturno un buen rato..
Cabalgando sobre el grifo, de regreso al lugar donde haría funcionar el giratiempo, reflexioné sobre lo sucedido.
¿Sabes, Hagrid? Creo que esta vez nos hemos pasado. Deberíamos sentar la cabeza y dejar de hacer estas cosas.
Tienes razón, Harry –dijo él rascándose la entrepierna-, creo que esa princesita me ha pegado ladillas.

– FIN –

Consigna: Deberás reescribir «Blancanieves». La trama debe transcurrir en el Antiguo Egipto. Y deberás incluir dos protagonistas de la saga «Harry Potter».


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