Por Manuel Serrano.
Este invierno pasado recibimos un aviso poco antes de las nueve de la noche: posible caso de violencia de género. Nos presentamos dos dotaciones de Policía Nacional.
Este invierno pasado recibimos un aviso poco antes de las nueve de la noche: posible caso de violencia de género. Nos presentamos dos dotaciones de Policía Nacional.
La vecina que había alertado nos esperaba en el zaguán de la finca. Era
una construcción de los años cincuenta. Un bloque de pisos normal y corriente.
Nos dijo que en el apartamento contiguo se oía el llanto desesperado
de varias personas. No habían oído golpes ni peleas, ni gritos, solo llanto
inconsolable.
Nos acompañó a la puerta de la casa. Llamamos con insistencia. Los
llantos cesaron. Desde fuera oíamos unos pasos lentos y arrastrados que se
acercaban a la puerta. Por mi cabeza corrió aquella imagen de mis primeros días
de policía cuando acudimos a un caso similar y encontramos a un anciano de edad
incierta que había matado a su mujer, otra anciana, con Alzheimer. El abuelo no
pudo resistir más, mató a su mujer e ingirió una buena cantidad de Trankimazin
antes de avisar. Cuando llegamos, el hombre agonizaba. Dejó escrito que le
habían diagnosticado un cáncer de páncreas y no quería dejar sola a su mujer.
Fue muy duro. Es un tema que siempre lo tengo ahí, que resuena en mi cabeza y
trato de no olvidarme que tengo que
olvidar este episodio que me acompaña.
Ahora, por suerte, no había víctimas. El hombre nos franqueó la
entrada mientras se enjugaba los ojos con un blanco pañuelo, de hilo, de los de
antes. Lo seguimos hasta la pequeña sala de estar donde encontramos a su mujer.
Entre los dos pasaban del siglo y medio. Era una estancia limpia y ordenada.
Una vieja televisión presidía la salita y la manta, que seguro estuvo con ellos
cuando eran jóvenes, se mantenía sobre el regazo de aquella venerable anciana
que lloraba.
Cuando le preguntamos por qué lloraba solo acertó a decirnos que
estaba muy triste. Que estaban viendo las noticias de la televisión y de pronto
les entró una gran congoja. Se sintieron solos en medio de un mundo que les
quedaba muy lejano. La soledad les cayó como una losa y empezaron a llorar
desconsoladamente.
Aquellos dos ancianos hicieron que algunos de mis compañeros se
ocultaran para evitar que se les vieran las lágrimas aflorando en sus duros
rostros de policías. Nos contaron que no habían tenido hijos y los sobrinos
estaban muy lejos, que nadie se encargaba de ellos y que a la vista estaba que
eran muy mayores.
No lo dudé y le comenté a mi compañero que nos quedáramos un rato con aquellos entrañables ancianos. La
segunda dotación se marchó y nos quedamos los dos en la cálida casa.
—¿Han cenado ustedes?
—No señor —dijo la mujer
Me dirigí a la cocina y la señora vino detrás.
—No se moleste —me dijo—. Nosotros no necesitamos nada y ustedes
tendrán trabajo.
Le pedí que me dijera donde había una olla. Abrí la nevera y estaba
anémica. Solo un poco de leche y algo de mantequilla a punto de caducar.
—Señora, ¿tiene usted pasta?
—Tengo que comprar mañana —fue su contestación.
Mandé mi compañero al chino de abajo para que trajera espaguetis,
orégano y un envase de leche. Me contó que el chino se pegó un gran susto al
ver entrar al guardia a aquellas horas.
Les preparamos unos espaguetis con mantequilla y orégano y los
acompañamos mientras cenaban en silencio en la mesa de la cocina.
—Cenen ustedes con nosotros —nos invitó el marido.
—Ya hemos cenando. Gracias.
Y les hicimos compañía hasta que recogimos la cocina, lavamos los
platos y los dejamos bajo de la manta que cubría sus piernas cansadas de andar
la vida.
Nos llevamos la satisfacción de haber ayudado a alguien, dos besos
dulces y dos apretones de manos, además de un “hijos” que nos llegó al alma.
El resto de la noche fue tranquila.
En
el informe al final del turno consignamos: “Ayuda humanitaria a dos ancianos
solitarios”.
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