lunes, 8 de octubre de 2018

Hambre de conquista

Por Natalia Cáceres.

La mitad del pelotón había sido destrozada ante nuestros ojos de maneras espantosas en manos de los Zorg. El estado tanto físico como anímico de la mitad superviviente era deplorable. Las noticias del frente no eran alentadoras: eran nulas. El mensajero, un joven adiestrado de raza élfica mestiza, no había logrado hacer contacto con nuestro capitán, y ese sólo hecho ya daba cuenta de la gravedad de la situación. Los mensajeros formaban parte de una elite especializada en materia de orientación y el adicional de poseer sangre élfica lo situaba en una minoría privilegiada, que sobrevivía, siempre.
Corrían rumores acerca de rituales mágicos que les proporcionaban poderes inimaginables, se hablaba de colmillos de dragón y runas extrañas. Ellos jamás pronunciaron palabra al respecto. Los elfos podían ser muy cerrados a la mirada humana, y con justa razón.

No teníamos idea de lo que nos esperaba de continuar avanzando. Retroceder no era una opción. Éramos el bando perdedor, lo único que quedaba detrás de nosotros era el enemigo victorioso y nuestros compañeros que no pudieron recibir una debida sepultura.
Me senté sobre la tierra y recosté la espalda en una gran piedra para recuperar un poco el aliento. Hacía una semana que caminábamos sin parar, casi en círculos. Este era un dato menor, puesto que el principal objetivo era que los Zorg no nos dieran alcance. La comida se había acabado hacía dos días. Las horas de descanso nunca eran suficientes, nadie en su sano juicio podía dormir profundamente en nuestra situación. De todas formas, el enemigo tampoco lo permitía. Nos asediaban de manera permanente, a veces daba la sensación de que esperaban a que nos aprestáramos a descansar para arremeter sobre el campamento. Lo que habíamos dado por una raza monstruosa que rayaba en lo animal, resultó poseer la enorme capacidad de mermar nuestra salud mental. Así, nos sobresaltábamos al menor sonido, y el descanso no podía considerarse como tal.
Arranqué unos pedazos de musgo de la piedra y me los llevé a la boca. Sabía amargo, a humedad y tierra. Sabía a poco. Mi estómago gruñó enojado. Poseía el mismo humor que mis compañeros soldados. Sin embargo, nuestra rabia no se comparaba con la del enemigo. Tarde comprendimos que intentar recuperar el territorio donde se habían atrincherado en el último siglo era una pésima idea. Caímos en sus dominios, donde siempre tendrían ventaja. Creímos que nuestras armas de fuego harían la diferencia, no contamos con su fuerza bruta, su inteligencia similar a la humana, pero sobre todo no contamos con los Urks, que eran pocos pero despiadados. Animales sanguinarios entrenados para cazarnos y destrozarnos, bestias del tamaño de leones, pero con una dentadura similar a la del cocodrilo. Sus garras nos proporcionaron las escenas de pesadilla más sanguinarias que ni el más psicópata de entre nosotros habría podido imaginar.
El sol estaba cayendo una vez más sobre nuestras vidas. Quedábamos menos de diez, huraños y silenciosos, acurrucados donde pudiéramos para darle un poco de tregua a nuestros cuerpos maltratados. Esa fue la primera vez que lo vi y, por desgracia, no fui el único.
Cabeceé varias veces antes de poder cerrar los ojos por un tiempo más prolongado. Había contemplado a mis compañeros acomodarse, algunos tan heridos y cansados que nunca sabíamos si volverían a despertar. Una de las veces que abrí los ojos sobresaltado creí ver una figura ajena al pelotón arrodillada ante Ruiz, uno de los más maltrechos. No me puse en estado de alerta porque no se parecía ni un poco a un Zorg, así que la extenuación pudo más y el mundo se apagó de vuelta. Lo próximo que supe fue que algo explotaba encima de mí. La realidad se enfocó de golpe con dolorosa nitidez. No pude dejar de gritar hasta que alguien se abalanzó sobre mí y me tapó la boca con fuerza hasta que perdí el conocimiento.
Cuando volví a despertar ya nada era igual. Me encontraba encajado entre piedras y maderas en un lugar semiderruido, parecían ser las ruinas de una vivienda precaria. Mis compañeros habían desaparecido y ya era noche cerrada. Intenté levantarme sin éxito, sólo atiné a ponerme de rodillas y el dolor en el costado se hizo tan intenso que volví a desmayarme.
Los días siguientes fueron una suerte de limbo, donde los sueños se mezclaban con los pensamientos. En algún momento deduje que uno de mis compañeros había avistado al visitante extranjero, que probablemente estuviera cerca de mí, y había reaccionado arrojando una granada. Tuve la suerte de que no cayera tan cerca como había pretendido. Pero mi costado había sufrido una herida enorme. Ver las propias costillas lo pone a uno en perspectiva de lo frágil que es nuestro cuerpo. Esa sola jaula protege los órganos vitales de las embestidas de los Urks. Si en algún momento tuve esperanzas de salir con vida de todo aquello, de ese momento en adelante la fui, poco a poco, dando por perdida.
Volví a despertar, esta vez más lúcido que las veces anteriores, y comprendí que no podría mover las piernas. Estaban dormidas por completo. Una sombra silenciosa llamó mi atención entre los árboles. Mi cuerpo se puso en tensión. Casi dejo escapar una carcajada ante lo absurdo de la situación ¿Acaso podría ofrecer la más mínima resistencia a un ataque? Entonces aquel desconocido infiltrado en mi pelotón salió de entre las sombras y se acercó lentamente. Caminaba en cuatro patas y arrastraba una pierna tras de sí. La suciedad que cubría su cuerpo no dejaba entrever si poseía más heridas. Sus ojos miraron desconfiados los alrededores. Una vez que se detuvo frente a mí, rebuscó entre los harapos que vestía y desperdigó por el suelo cosas que poseían un brillo y un aroma perturbadores. Tardé en darme cuenta de qué se trataba: un hígado, un corazón y otras cosas que mi mente se negó a identificar. Miré confundido el torso de la criatura buscando su proveniencia, pero parecía entero. La imaginé entonces escarbando en los cadáveres frescos, cuerpos cuya vida quizás aún latiera con una tozudez ignorada por nuestra pequeña bestia carroñera. Mis tripas se revolucionaron, pero no había qué vomitar, así que sólo emití una arcada interminable. Quise alejar mis maltrechos despojos de aquel ser, ya imaginaba mis órganos abandonándome antes que mi alma, y si bien no tenía esperanzas de sobrevivir, no había pensado que pudiera ponerse más fea la cosa de lo que ya iba. Mis piernas no respondieron, tampoco es que hubiera lugar adónde ir, y al moverme la herida en mi costado quedó al descubierto.
La criatura abrió grandes los ojos, olfateó hasta pegarse a mí y pasó un dedo con delicadeza por mis costillas expuestas. Al tenerlo tan cerca pude captar la esencia a musgo que despedía su cuerpo, un gran colmillo manchado de sangre pendía de su cuello amarrado con una tira de cuero. Entonces le presté mayor atención y noté sus orejas puntiagudas tras el cabello enmarañado. Mi corazón se aceleró. Quería hacerle tantas preguntas… El sonido de un golpe tras las ruinas lo hizo sobresaltar. Pude ver sus ojos y no distinguí en ellos la desesperación de la locura. Sin embargo ese brillo en su mirada…
Recogió veloz los órganos desperdigados mientras susurraba palabras incomprensibles, me dejó el corazón en los huesos, y yo de rodillas sin poder reaccionar, observé su figura perderse entre los matorrales.
Agucé el oído. El idioma proveniente de entre las ruinas era el de los Zorg. Tomé la carne que quedara sobre mis costillas, la acerqué a mi rostro con los ojos cerrados y, muy a mi pesar, se me hizo agua la boca. Parecía tener pequeños cortes en la superficie. Extraje como pude el cuchillo que guardaba en una bota, mover las piernas era un suplicio. Corté aquella ofrenda en varios pedazos y la engullí sin miramientos. Bien podía ser mi última comida.
En cuanto hube tragado el último pedazo, sentí una oleada de fuego recorrer mi cuerpo. No era como si quemara, sino como una energía arrolladora, desbordante. Dolía sentir la sangre corriendo por mis venas, un vigor renovado se apoderó de mi cuerpo, los músculos se tensaron y de pronto me vi de pie. Sentí un hambre feroz invadir mi cuerpo, un apetito nuevo, insano. Vi con el rabillo del ojo al elfo mensajero entre las sombras haciendo gestos extraños con las manos, pero mi atención estaba fija en las ruinas. El aroma de los Zorg y los Urk me llamaba. Un hilo de saliva chorreó por mi barbilla, de mi pecho escapó un grito que me pareció un aullido que expresaba toda mi furia acumulada. Me agaché para tomar impulso y me arrojé hacia donde estaba el enemigo para saciar con urgencia este nuevo apetito que me desbordaba.

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