martes, 5 de septiembre de 2017

¿Qué te parece, Brucie?

Por Asier Rey.

     Consigna: Cuento de terror con Batman de protagonista
Texto:
Es de noche en Gotham City. Las trémulas luces de las farolas apenas iluminan los recovecos donde los yonkis se pinchan, los camellos cuentan billetes y las prostitutas gimen de forma impostada. Una estampa habitual, sin duda, desde que aquellos que juraron defender la ciudad se abandonaron a la molicie sin recato alguno. Las sirenas vienen y van en la noche, creando un juego de efectos Doppler peculiar. Si no fuera por que cada una de esas sirenas intenta evitar un delito, resultaría hasta divertido.
Pero en Gotham ya nadie ríe.
Por suerte para sus ciudadanos, hace tiempo que el Joker desapareció y, con él, sus mortales sonrisas forzadas. Si nos asomamos al río Sprang, aún pueden oírse sus siniestras carcajadas retumbando en nuestros oídos. Con su marcha, los viejos tiempos tocaron a su fin.
Pero llegaron nuevos tiempos, más difíciles y extraños.
Por eso, los ciudadanos de Gotham City no pueden explicarse qué les sucedió a sus defensores, por qué se volatilizaron. La ciudad llora su pérdida, mientras el crimen se extiende como una lacra que nadie sabe erradicar.
La ciudad es sangre y barro que pisar.
* * *
Son las tres de la mañana. Helena duerme plácidamente en su cuna, con su peluche favorito, disfrutando de la despreocupación de sus dos años de vida. En la habitación contigua, dos cuerpos respiran pesadamente, agotados por el esfuerzo de cuidar una niña tan revoltosa. Selina, con su hermoso pelo rubio enmarañado, está en los brazos de Morfeo desde hace varias horas, y sueña con ovillos de lana con los que jugar. Bruce, sin embargo, no puede conciliar el sueño. Está cansado y los párpados le pesan, pero permanece insomne, incapaz de destensar sus músculos. Mira nuevamente a través de la ventana, hacia el inmenso océano que rodea la ciudad y hacia el cielo,el hermoso y ennegrecido cielo. Y ve algo que creía ya olvidado.
Una señal luminosa, pidiéndole ayuda al héroe que un día fue.
Menea la cabeza, contrariado. Comprueba que Selina sigue dormida y se tranquiliza algo más. Está excitado, nervioso, no quiere que la situación se le escape de las manos, así que se levanta cuidadosamente de la cama y se acerca al cristal de la ventana, para poder observar la señal con mayor nitidez. Es ella, no hay duda.
Selina ronronea y Bruce da un respingo. Por fortuna, sigue dormida. Es lo mejor, piensa él. No quiere que ella se entere. Aún no. Primero tiene que desentrañar ese misterio. ¿Quién ha activado la señal, si hace años que está retirado? Sólo Harvey sabe cómo llamarlo, sólo Harvey... Hace tanto tiempo que no ve a su añorado amigo, que la sola posibilidad de que siga vivo le produce un vuelco en el estómago. Pero, y si no es Harvey quien lo requiere, ¿quién puede ser? Su cerebro le ofrece varias posibilidades, todas ellas oscuras y temibles. Pero su instinto le dice que es mejor destapar al autor cuanto antes. Pronto la gente de Gotham se fijará en el cielo, si no lo ha hecho ya, y la vuelta a su vida pasada sería obligada e irrenunciable.
Arropa a Selina, le da un suave beso y sale de la habitación. Se viste con su traje, sus guantes, su máscara. El tiempo ha variado su fisonomía y las costuras quedan prietas, pero aún mantiene un porte adecuado para vestirse sin desmerecer al héroe de años atrás. Antes de partir, se adentra en la habitación de la pequeña Helena y acaricia su mejilla. Su preciado tesoro.
—Descansa, mi cielo. Papá vuelve enseguida.
Helena duerme. Selina duerme. Incluso el viejo Alfred duerme, pese a su avanzada edad. El único que permanece despierto es Bruce, que entra en una polvorienta batcueva y abandona su vida de hogar para convertirse, una vez más, en Batman.
* * *
Un par de niñatos patean el rostro de un mendigo alcoholizado, pero el Caballero Oscuro no tiene tiempo que perder; y menos cuando se trata de mantener su modo de vida doméstico bajo control. Ahora tiene una mujer, una hija, una hermosa mansión con mayordomo... aunque en esencia pueda parecer idéntico a lo que ya tenía, ahora es algo más. Es un proyecto vital a conservar. Y alguien ha perturbado su pacífica existencia.
El batmóvil tarda escasos minutos en llegar al Old Gotham, en el sur de la ciudad. Sobre el tejado de la comisaría de policía, el reflector envía sus haces de luz en dirección a la mansión Wayne. Todo está extrañamente en silencio. Batman mira a uno y otro lado, rebusca en su cinturón de herramientas hasta encontrar una pistola ascensor y lanza el gancho hacia el tejado. Mientras sube por las paredes del edificio, se maravilla de su agilidad y se dice que, después de todo, aún se mantiene en forma.
Una vez en el tejado, recoge el gancho y mira en derredor. Allí no hay nadie, piensa. En realidad, no se oye a nadie en varios metros a la redonda, ni siquiera dentro de la comisaría. Un escalofrío recorre su espalda, pero se calma y se dice a sí mismo que no pasa nada, que todo va bien. Se acerca lentamente al reflector, y lo que descubre le corta la respiración.
—Pero, ¿qué demonios...?
Al principio, todo está oscuro, pero pronto su vista se adapta y aprecia la calidez del color rojo que inunda el suelo. Las paredes son rojas, el tejado está teñido de rojo. Incluso el reflector está recubierto de una fina película viscosa que provoca la aversión del hombre murciélago. El color rojo se entremezcla con pequeños pedazos de algo que un día fue vida, y que ahora solo son vísceras, huesos, carne podrida y tumefacta que hacen de la persona fallecida algo desconocido y tenebroso. Puro zumo de vida humana.
Junto a los restos, un pequeño aparato de visión se activa de repente, ante el asombro de Batman. Al principio emite unas hermosas imágenes de la campiña inglesa, lo que le deja confundido; pronto, sin embargo, la grabación se traslada a un lugar menos desconocido, más familiar. Entonces, Batman desaparece y los ojos de Bruce se cargan de lágrimas que luchan por salir de él, mientras la pesadilla se sucede sin que pueda hacer nada por evitarlo.
Ve todo el proceso de sacrificio, de despiece, de disección. Primero desnudan el cadáver, luego separan la cabeza del cuerpo, las extremidades del tronco, todo con una delicadeza exquisita y sin apenas dejar manchas de sangre en el suelo. Después los restos se van empaquetando en bolsas, como carne de vacuno, como mercancía.
Una vez terminada la labor, el individuo cambia de habitación y se mueve silenciosamente, hasta llegar a los pies de una cuna.
—¡No! —clama Bruce.
—Shhh... duerme, pequeña. Todo va a ir bien.
El horror brota del cuerpo de Bruce en forma de alaridos. Apenas se ve el interior de la cuna, pero el hombre parece acariciar el rostro dormido de Helena. Después, con un giro teatral, el hombre se da la vuelta y mira fijamente a la cámara. Sonriendo.
—Hola, Batman. ¿O debería decir... Bruce?
Este se queda helado, mientras el Joker saluda desde la habitación de su hija.
—Oh,vamos, vamos, seguro que no entiendes qué esta pasando, ¿verdad? Tranquilo, chico, no pongas esa cara. Anímate. Algún día tenía que descubrir quién eres, ¿no crees?
Las lágrimas de Bruce corretean por su máscara en mil direcciones, hasta precipitarse al charco de sangre.
—Tranquilo, no voy a matar a tu hija... aún. Primero pasaré por tu dormitorio a saludar a Selina... Quién sabe, quizá le haga lo mismo que a Alfred, ¡ja, ja, ja!
—¡Maldito psicópata! Exclama Bruce, henchido de ira.
Pero pronto sus músculos se relajan y su cuerpo se precipita sobre los restos de Alfred, mientras el golpe recibido en la cabeza le hace penetrar en una espiral de inconsciencia.
* * *
Es un sitio oscuro, húmedo, con un olor indescriptible a vómitos, meados y podredumbre. Si la Prisión de Blackgate huele siempre así, se dice Bruce, es normal que acaben todos locos. Está atado fuermente a una silla y ésta a una robusta tubería. Frente a él, en la misma tesitura, se encuentra Selina. Aturdida, algo herida, pero con vida.
—¡Selina! ¿Estás bien?
—¿Qué está pasando, Bruce? ¿Qué pasa? —dice, con una mueca de horror.
No tienen que decirse nada, pues pronto comprende lo que sucede. Les han encontrado, al fin.
—¿Cómo ha podido ocurrir, Bruce? ¿Cómo? —solloza.
Entonces, irrumpen dos figuras en la estancia. Una de ellas es un viejo conocido, con su chaqueta morada y su sempiterna sonrisa. La otra figura pertenece a un hombre alto, vestido a dos colores, que lanza compulsivamente una moneda al aire. A Bruce se le agolpan los recuerdos en el pecho y se queda aturdido, incapaz de reaccionar.
—Hola, Bruce. Hola, Selina. Cuánto tiempo. Qué bonita reunión familiar, ¿verdad? ¡Ja, ja, ja, ja, ja!
Bruce no entiende nada. Tanto el Joker como Harvey desaparecieron de sus vidas hace mucho tiempo, demasiado para que ahora aparezcan como si nada. Observa detenidamente el rostro del que una vez fue su amigo. Sus dos caras son antagónicas, completamente opuestas: una es normal, la otra es un amasijo de carnes consumidas por el ácido.
Bruce está destrozado, y no ver a su hija le sume aún más en la desazón. Sólo quiere que esta pesadilla acabe cuanto antes.
—¡¿Qué quieres de nosotros, payaso?! ¡Dímelo y te lo daré! ¡Te daré a Batman, si quieres, pero deja que ella se vaya!
Las risas del Joker se vuelven más estentóreas, más alocadas. Parece disfrutar con la deriva de aquel hombre derrotado.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja, qué cosas tienes, Brucie! ¿Para qué quiero yo a Batman? Yo lo único que quiero es... reír.
Con un chasquido de dedos, el Joker deja que Harvey Dos Caras se adelante y se ponga frente a Bruce.
— Vas a morir... o no. Tu suerte depende de lo que diga mi moneda.
Bruce sabe lo que significa eso. Si la moneda sale cara, Harvey llevará a cabo su amenaza. Si en cambio sale cruz, salvará la vida. Nunca el estudio de las probabilidades le había parecido tan interesante como en este momento.
Harvey lanza su moneda y la atrapa en el aire. Todos estiran el cuello para poder ver el resultado. Aquella moneda de veinticinco centavos muestra el lado cruz de la misma, para alivio de Bruce y Selina.
—Vaya —dijo el Joker, contrariado—, un golpe de suerte.
—La moneda ha hablado —se limitó a decir Dos Caras.
—Hay veces —prosiguió el Joker— que es mejor forjar nuestro propio destino, ¿no te parece?
Con un par de piruetas, el Joker se acercó hasta una puerta, que, al abrirla, mostró una hermosa cuna blanca.
—Creo que va siendo hora de que juguemos todos, murciélago.
* * *
Tienes cinco minutos para decidirte, Brucie. Elige, ¿la niña o ella?
—¡Jodido cabrón, suéltame y verás!
—Venga, Brucie, no eches a perder la diversión. Piensa que una de ellas vivirá, ¿no es maravilloso? ¡ja, ja, ja, ja, ja!
Bruce intenta pensar un plan, una salida a esta situación. Selina intenta desatarse las manos, sin éxito. El Joker blande una enorme katana con la que juguetea frente a la cuna. Dos Caras hace girar su moneda sobre una mesa, expectante. Parece deseoso de apostar su moneda por una de las dos vidas.
—¡El tiempo pasaaa! ¿No te decides, Brucie? Está bien, si no quieres jugar... ya lo haré yo por ti.
—¡Noooo!
El Joker levanta la katana y golpea la cuna una y otra y otra vez, mientras gotas rojas comienzan a salpicarle y a manchar sus ropas y su cara. Prosigue su tarea, ante los gritos horrorizados de Bruce y Selina, quienes no pueden creer lo que están viviendo. Veinte segundos después, completamente exhausto, el Joker se limpia la cara y se pasa el líquido rojo por su boca, complacido.
—Ah, Selina vive. Es hermoso, Brucie, hermoso.
Pero Bruce ya no puede oírle. Toda su ira, toda su rabia y su impotencia se acumula en sus brazos, que tiran con fuerza de la tubería hasta que un crac delata lo que sucede. En cuestión de segundos, los brazos de Bruce se liberan y su ira pasa de las manos a una mirada de fuego, en la que se refleja la sonrisa del Joker.
—Ja, ja, ja, ja, ja, ja! —estalla en carcajadas el Joker—. ¡Cuánto tiempo, amigo mío!
Ya no puede decir nada más. Batman se levanta de su cautiverio y, de un salto, se abalanza sobre el Joker para golpearlo sin piedad. Pronto Dos Caras acude a socorrer al bufón, pero Batman se revuelve y se desembaraza de su antiguo amigo Harvey sin dificultad. Lo que mueve a Batman es más poderoso que cuarenta villanos de Gotham.
Batman golpea con furia el rostro risueño del Joker, quien no para de sangrar y reír al mismo tiempo. Parece que disfruta con la situación.
—¿De qué te ríes, hijo de perra?
—Mira en la cuna, Brucie.
—¿Qué dices?
—Vamos, mira en la cuna —susurra, con una sonrisa rebosante de sangre.
Batman se acerca, temeroso. Para su desconcierto y alivio, cuando se acerca lo que ve no es el cuerpo de Helena, sino varias bolsas médicas de sangre. Por un momento, siente cómo su ira va menguando y su cordura se va imponiendo.
Pero entonces, ve algo más. El mismo aparato de visión que en el tejado. La misma campiña inglesa. La misma mansión Wayne.
El proceso de despiece y disección es más rápido en un cuerpo menudo, pero tan turbador y angustiante. Batman boquea, hipnotizado por lo que sus ojos humedecidos observan. Pronto, un peluche manchado de sangre es lo único que le queda de Helena.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¿Qué te parece, Brucie?
El grito de Batman se oye en todo Gotham. Selina llora, desconsolada, atónita ante lo sucedido. Batman es más Batman que nunca; la ira alimenta cada célula de su piel iracunda.
—Me toca jugar a mí —dice Batman, con una voz profunda y ajena.
—Vamos, Brucie, ¿por qué estás tan serio?
Batman se agacha y recoje la katana que portaba el Joker. Mira su filo, luego mira al bufón y una extraña mueca se dibuja en su rostro. Un rostro que ya no es el de Bruce Wayne. Bruce Wayne ha muerto con su hija.
—Vaya, creo que éste puede ser un final adecuado para alguien como tú.
Y Batman ríe a carcajadas, enormes carcajadas que apenas dejan oír los lamentos de Selina y los gritos de dolor del Joker, mientras paladea cada segundo de su eterna venganza.



Vampman

Por Robe Ferrer.

     Consigna: Cuento de terror con Batman de protagonista
Texto:
—¡El murciélago quiere comerme! ¡El murciélago quiere comerme!
—No ha dejado de repetir lo mismo desde que llegó, señor Comisario —le dijo el carcelero de Arkham.
Gordon miró al interior de la celda acolchada a través del ojo de buey y vio al desquiciado Garfield Lynns. Estaba totalmente seguro de que aquello era una nueva acción de Jonathan Crane para hacerse con el control de la ciudad.
Desde la explosión sobre el Atlántico que salvó Gotham, nadie había vuelvo a ver al hombre murciélago. Todos los criminales fugados de las cárceles de la ciudad habían sido detenidos de nuevo con la ayuda de Blake. Sin embargo, unos meses atrás, había habido una nueva fuga de Arkham comandada por Crane. En aquella ocasión, diez de los más peligrosos delincuentes de la ciudad habían huido: Pamela Isley, Hugo Strange, Floyd Lawton, Waylon Jones, Jervis Tetch, Victor Fries, Harleen Quinzel, Zsasz, Edward Nygma, Lynns y el propio Crane. De todos ellos, se había conseguido detener de nuevo a Lawton, Fries y, ahora, a Lynns; los cuales presentaban claros delirios de terror, posiblemente, causados por la toxina del miedo que empleaba Crane en su alter ego de El Espantapájaros. De la doctora Quinzel solo se había encontrado parte de la cabeza y apenas era reconocible. Del resto no había ninguna noticia.
***
—¡No puedes escapar de mí! —dijo la voz grave a sus espaldas. Cada vez la notaba más cercana por más que corría.
Edward Nygma no sabía quién había organizado la fuga del manicomio, pero que su celda fuera una de las que se habían abierto, le había venido muy bien. Sin pensarlo un instante, se lanzó a la protección que le brindaba la noche para escabullirse y esconderse en su viejo laboratorio de las abandonadas industrias Wayne. Solo Batman le buscaría en aquel sitio. Allí había permanecido oculto hasta unas horas antes, que alguien le había descubierto.
Un ruido en las plantas superiores mientras perfeccionaba un nuevo bastón para leer las mentes, le puso en alerta. Se agazapó tras una mesa y guardó silencio para escuchar. Oía pisadas, pero eran tan ligeras que no podía asegurar si lo imaginaba o no. Entonces sucedió. La pared más cercana a la mesa en la que se encontraba voló por los aires con una explosión.
—¡Te encontré!
La silueta a la que pertenecía la voz apareció tras la cortina de polvo y humo que se había formado con la explosión. Sin pararse a pensar, Edward emprendió una carrera para salvar la vida. Algo le decía que esta vez no iba a regresar a Arkham. Él no tenía una fuerza descomunal o grandes poderes como otros de los fugados; él solo contaba con su intelecto superior y, en aquellos momentos de tensión, lo notaba algo bajo de forma. Por ello, lo único que le quedaba era correr y conseguir despistar a su perseguidor. Eso y sus pajaritos. Sacó un par de explosivos y los lanzó contra la silueta oscura.
—Estabas muerto —murmuraba mientras arrojaba las granadas con forma de ave—. Todos vimos la explosión, y son los gatos los que tienen siete vidas, no los murciélagos.
—Si estoy muerto, entonces, ¿por qué intentas matarme? —respondió la silueta, que por fin se dejó ver. Su capa, sus botas y su capucha con las orejas puntiagudas eran inconfundibles—. No se puede matar a los muertos.
Entonces se dejó ver por completo y el terror se dibujó en los ojos de Edward. El murciélago había cambiado. Se rumoreaba en los bajos fondos de la ciudad, pero ahora podía comprobarlo por él mismo. Se decía que había regresado de entre los muertos, pero que ya no era el mismo, que ya no se encargaba de detener a los criminales, si no que los eliminaba.
Batman dio un zarpazo a Nygma y le abrió cuatro grandes heridas en el pecho que comenzaron a sangrar de inmediato. Sus dedos se habían convertido en garras tan afiladas como cuchillas. Abrió la boca y sus dientes se mostraron puntiagudos y brillantes, se lanzó contra su víctima y le dio una dentellada en la cara arrancándole un pedazo de mejilla. Algunos jirones de piel quedaron colgando con el hueso del pómulo al descubierto.
Edward gritó todo el rato, hasta que el insoportable dolor le hizo perder el conocimiento. Mientras, el murciélago continuaba desgarrando y mordiendo los músculos y tendones que iba encontrando. Su boca y sus manos se encontraban totalmente cubiertas de sangre, y aquello parecía gustarle. No sabía de qué manera había afectado la explosión a su ser, pero estaba claro que no era el mismo. En otro tiempo, se hubiese limitado a detener a Nygma y a los otros prófugos, pero desde que salvó a la ciudad de la bomba, tenía sed de sangre. Llevó la cabeza hacia atrás y lanzó un gruñido más animal que humano.
***
Garfield Lynns se arrastraba con sus manos por aquel callejón oscuro sin poder mover las piernas. El golpe que le había dado el murciélago le había paralizado completamente de cintura para abajo.
El monstruo lo perseguía como si fuera el juego más divertido del mundo: darle caza. Primero lo siguió por algunas calles apareciendo y desapareciendo cerca de él mientras reía. Después comenzó a darle empujones y golpes para guiarlo por el camino que el murciélago quería, sin darle opción para elegir la ruta de escape. Entonces fue cuando se cansó del juego y, Batman, le propinó un golpe con una especie de bastón en la parte baja de la espalda dejándole inmóvil temporalmente.
—¡Detente! —le ordenó una voz autoritaria; sin miedo—. Tú no eras así. Eras justo, y por eso te respetaban y te temían.
Batman se giró hacia la voz. La reconoció como la de una persona que era buena y que en su día le había ayudado en la lucha contra la delincuencia.
—John, no te entrometas. —El detective no se amilanó ni un momento. Había luchado siempre contra el crimen y por la justicia gracias a Batman. Pero aquel ya no era el hombre murciélago que él conoció. Los ojos le centellearon con un brillo rojizo, demoníaco.
Se giró de nuevo hacia Lynns, que había conseguido desplazarse algunos metros ayudándose de las manos. Estaba recuperando la movilidad en sus piernas, pero aún no podía confiar en ellas para escapar.
Sonó un disparo en la noche, iluminando el callejón. John Blake había disparado contra el demonio en el que se había convertido el Caballero Oscuro. Batman se abalanzó contra el detective a la vez que este disparaba dos veces más. El murciélago lanzó un zarpazo hacia el cuello de Blake, pero este se cubrió con un brazo. Una gran incisión se abrió desde el codo hasta la muñeca. El detective ahogó un grito y lanzó un golpe sin éxito. Batman repitió el ataque y Blake su defensa, sin embargo, en esta ocasión, las garras del murciélago cercenaron el brazo del detective por debajo del codo. Un gran chorro de sangre salpicó a todos los presentes. Batman se limpió la sangre que había manchado su cara con una larga lengua. Después cogió al detective por los hombros y lo levantó hasta dejarle la yugular a la altura de su boca. Lanzó una dentellada, y otra, y otra más. La sangre salpicaba en todas direcciones y se escurría por la comisura de los labios del murciélago. Sus ojos refulgían con más fuerza que antes. John Blake perdió el conocimiento momentos antes de que su rival le robara la vida rompiéndole el cuello. Después bebió toda la sangre y devoró con avidez todo el cuerpo.
Lynns no se quedó más tiempo. Se arrastró, caminó y corrió impulsado por el miedo hasta que lo encontraron vagando por la ciudad y repitiendo que Batman quería comérselo. En ese estado fue trasladado a Arkham.
***
—No podemos hacer nada por él —dijo el comisario Gordon justo antes de retirarse del ventanuco.
—¡Está aquí! ¡El murciélago está aquí y quiere comerme! —continuaba gritando Lynns.
En la oscuridad de su celda, lo último que vio fueron unos ojos rojos y unos afilados dientes brillantes.



Comesantos

Por Ángela Eastwood.

     Consigna: Comedia de enredos
Texto:
—Ay, cada día está usted más arrebatador —le dice Edelmira con cariño al ciego Porras, que luciendo un aspecto muy elegante, se sienta a la mesa. El perro lazarillo que le acompaña se echa a sus pies resoplando. Es un chucho viejo y medio ciego.
—¡Tú sí que eres preciosa, mi bella Edelmira! Pero ven que te toque esa carita de porcelana, que hoy me levanté con el corazón lleno de tristeza. Es como si presintiera la lluvia sin verla. ¡Ah, cuánto pesa esta obscuridad impía!
La muchacha, conmovida, arrastra una silla y se sienta junto al ciego tomándole una mano para llevarla a su rostro. El hombre recorre con dedos expertos las mejillas de alabastro, luego pellizca la barbilla de la chica y le da un cachete cariñoso en el muslo.
—Mis dedos no me engañan: hoy estás mucho más bonita que ayer. Resplandeciente, como la mismísima Diana Cazadora.
—¿Sabe qué? —le informa la chica riendo, tierna—. Hoy las alubias pintas vienen con un chorizo de chuparse los dedos. Ya sabe usted cómo le salen a mi madre.
—¡Qué gran mujer esa madre suya! La intuyo enorme en todos los sentidos —exclama el ciego, que la sabe de todo punto elefántica y contrahecha.
—La más buena del mundo. Y mucho le quiere a usted, ya lo sabe —dice Edelmira. Mientras la chica le anuda la servilleta al cuello, maese le mira los pechos blanquísimos con avaricia y observa el temblor trémulo de la carne, intentando no relamerse.
—Pues vengan esas alubias, que si las manos que las han cocinado son la mitad de dulces que estas… —dice alargando de nuevo las manos. La chica las rescata en el aire y las toma entre las suyas. Así de esta guisa se los encuentra Andrés, el opositor.
—Bajo a cenar y me encuentro un ángel —dice sonriendo a la bella muchacha. Ella le saluda cortés. Mamá Rosa le tiene dicho que hay que ser agradable con los huéspedes, que son, al fin y al cabo, los que aprovisionan la despensa y rellenan de monedas los agujeros del colchón.
—Don Andrés, qué bueno verle tan contento. Que le decía a maese Porras que hoy las alubias están de escándalo.
—De escándalo son sus ojos, bonita mía —piropea el hombre, que es flaco y narigón. El pecho es convexo como el de un palomo. El ciego lo mira mal, si se me permite el oxímoron, y se dispone a replicar, pero Andrés lo enfrenta alzando una ceja y el ciego calla y contiene los celos, que sabe que se juega mucho.
—Esta noche, preciosa mía, me gustaría obsequiaros con un poema fruto de la declinación del sol moribundo ¡Ah, qué atardecer el de hoy! —declama el opositor.
—¿Pero usted no andaba estudiando con frenesí? Tengo entendido que las pruebas para esas oposiciones son en breve —replica Edelmira, resbalosa como una culebra.
—¿Y quién piensa ahora en legajos y artículos con esta luna que se cuela ya por las rendijas? Que bien pareciera que se nos quiere meter en la sangre y en los huesos.
Ante el despliegue de azúcar, el ciego lo mira enrabiado. En esas el perro ladra porque oye un ruido: es doña Rosa, que llega de la cocina con un plato humeante. Su cara es una rosa colorada y redonda como esa luna invasora. Los ojos trasojados. La sonrisa de oreja a oreja.
—Aquí llega el festín para mi maese Porras —exclama locuela. Con un golpe certero de culo aparta al flaco Andrés y lo desplaza metro y medio. La cazuela despide un aroma potentísimo y al ciego se le cierra la glotis del susto. La última vez que la doña lo agasajó con un plato de tal calibre anduvo dos días sin salir del excusado. Tal era la fluidez desmedida e imparable de su tránsito intestinal.
—¿Todo esto es para mí? —resuella comenzando a sudar. Doña Rosa lo observa oler el plato colmado y sonríe, arrobada como una quinceañera.
—Ay, cómaselo todo, maese, que he estado todo el día en la cocina preparándolo para usted. Y más fresco el chorizo no puede estar, que aún ruedan las tripas del puerco por las baldosas de la cocina —dice cantarina, juntando las manos sobre el corazón.
Andrés mira al ciego y sonríe de medio lado, carroñero. Tienen estos hombres entre manos un asunto peculiar. El ciego escribe a regañadientes esas poesías trasnochadas que Andrés recita ardoroso a la espantada Edelmira para llevársela al catre. El opositor, a cambio, guarda el secreto más inconfesable del ciego, ese que le permite vivir como un rey mantenido. Cuando doña Rosa se retira, el ciego, con un gesto de repulsión toma el plato y se lo pone al perro en el suelo, que lo localiza por el olor y lo engulle con ansia; el animal, que no distingue el chorizo debido al grosor de las cataratas, lo traga sin masticar. El problema es que, además de la ceguera, pocos dientes le quedan al chucho y el pedazo de marrano se le atraviesa en la garganta. Como quiera que el animal comienza a emitir unos extraños estertores, acude presta doña Rosa, que soliviantada, lo levanta y apretándolo contra su pecho le mete dos sacudidas tan colosales que el animal escupe el puerco bien lejos, recobrando así el resuello.
—Le ha salvado la vida a mi perro lázaro –exclama el ciego empalidecido—. No sé cómo agradecérselo. Ya sabe usted que yo sin él no soy nada.
—Seguro que encuentra la manera —le dice ella zalamera.
—Parece, maese Porras, que esta noche va a dormir muy calentito —le dice el opositor, dándole un codazo pícaro—. Mucha mujer veo para usted. Fea, casi una aberración, eso sí, pero en la oscuridad todos los gatos son pardos y unas buenas tetas lo compensan todo. Ahora bien, no intente escapar por la puerta o por la ventana, que ella es capaz de controlar las dos salidas a la vez, ya ve cuan amplio es el radio de sus ojos.
 Andrés estalla en carcajadas y el ciego se levanta gruñendo y ayuda a su perro a ponerse en pie. El animal tiene algunas costillas rotas y camina dándose golpes contra los muebles. Así los encuentra Apolo, que baja las escaleras contento como un chicuelo. En una suerte de mezcolanza verbal que cabalga entre el francés y el castellano saluda al ciego y acaricia al perro efusivamente. Edelmira lo ve y suspira. Apolo es un nombre que le viene perfecto. Rubio y blanco de piel, alto, pero no demasiado fornido, los ojos azul cobalto y un bigotito muy bien cuidado. Pero lo que tiene subyugada a la chica son los ojos, inocentes como los de un carnero. Apolo ni la mira, porque al fondo de la posada está sentado Andrés, que aprovecha la tranquilidad nocturna para estudiar un rato. La luna ilumina su cabeza inclinada sobre los libros. No sabe Apolo qué tiene este hombre que le fascina de esa manera. Debe ser esa despistada fragilidad de estudioso. Con la boca seca se acerca a hablarle, pero a mitad de camino Edelmira se hace la encontradiza y choca con él, introduciéndole una nota entre los dedos. El francés, indiferente, la guarda en el bolsillo. Andrés levanta la cabeza, lo mira distraído y sigue estudiando. Apolo toma asiento en otra mesa, compungido. El ciego se acerca guiado por el perro, que camina quejumbroso, que para colmo hace un rato defecó ríos de heces con pedazos de chorizo. Apolo se levanta y toma al ciego de la mano, sentándolo a su mesa.
—Gracias, muchacho. Te sentí suspirar desde el fondo de la posada y le dije al bueno de Comesantos que me llevara hasta el dueño del quebranto.
—Gracias, maese, es usted francamente amable. Oiga ¿Cómo es que le puso ese nombre extraño al perro? —pregunta el joven, acariciando la cabeza del animal, que respira con una suerte de pitido afónico.
—Porque cuando era poco más que un cachorro le mordía los tobillos a los curas. Intuyo que nunca le gustaron las sotanas. Pero, dígame joven, ¿y ese suspiro tan hondo? De pronto pensé que el invierno se había colado por la ventana. Mi viejo corazón me dice que es un suspiro de amor. ¿La joven Edelmira tal vez? Me parece que todos andamos enamorados de ella. Hasta yo, que ya me castañetean los huesos de puro viejo.
—¿La hija de la posadera? Ese sería un asunto harto fácil —exclama el joven francés mirando a Andrés, con la confianza de que el ciego no ha de seguir su mirada. El ciego sonríe, travieso, porque se le ocurre un plan para joder al contrincante almibarado.
—Bueno, tal vez exageré un poco. El opositor nunca mostró ningún interés por ella. Cierto es que la piropea, pero lo hace de modo candoroso.  Para ser sincero, nunca vi lujuria en sus pupilas y eso que la chica es un primor. El corazón me dice que no siente atracción por las faldas —dice por fin y de pronto se lleva una mano a la boca para simular que ha dejado escapar una indiscreción de lo más incorrecta.
—¿Entonces cree usted que él…? —balbucea el francés, sorprendido.
—Juraría que sí —responde el ciego, categórico, dando un traguito al vino. Por dentro tiene una fiesta. Esta noche podrían ser dos los visitados. Este pensamiento le arranca una risotada interna y pide un poco más de vino, para festejar la brillante ocurrencia. A la demanda acude presta doña Rosa, que se ha cambiado el vestido por otro que deja a la vista las apoteósicas ubres. Esta mujer como cocinera no tiene precio, mas como mesera no es infalible, que tiene la pobre un verdadero problema con la perspectiva. Es por eso que buscando el centro de la mesa deja caer la botella, con tan mala fortuna que esta cae al suelo y estalla en mil pedazos. El perro se asusta y se incorpora clavándose los cristales en las patas. Un fragmento ha ido a alojarse también a su hocico y es una lástima, que era este uno de sus sentidos sanos. La mujer se agacha, toma al perro entre sus brazos y lo acuna muy fuerte contra su pecho maternal. El animal gruñe, que aún le duelen las costillas y con el abrazo los cristales se le hunden más en la carne. Rosa lo besa con pasión, luego lo deposita en el suelo y le va a buscar un plato que llena hasta los bordes de vino.
—Mi padre siempre decía que el vino es la mejor medicina para todo tipo de heridas —dice melancólica.
—Parece que hoy le ha salvado dos veces la vida al pobre Comesantos.
—Me lo va a tener que agradecer dos veces, pues —ríe ella, descorchando una nueva botella. Cuando doña Rosa se retira, maese coloca una mano sobre el hombro del joven y suspira en una demostración de conocimiento y complicidad.
Reconfortado, el joven se incorpora y la nota, que dormía en su bolsillo, cae. El viejo la ve caer y la lee con disimulo: “ven a mi cuarto cuando todos duerman, pero no enciendas la luz”. Maese Porras sofoca el alborozo que le inunda el pecho, porque un plan mucho mejor que el anterior le viene a la mente para fastidiar a Andrés. Guiado a duras penas por el chucho, que camina haciendo eses, llega hasta el opositor, coloca la nota sobre la mesa y le dice así:
—No vas a creer tu suerte, bribón. La paloma venía hacia tu mesa cuando chocó con ese francés. La nota cayó al suelo, el francés la recogió  y sin darse cuenta la guardó en su bolsillo, mas nos pusimos a charlar de política y se olvidó de devolvérsela a ella. Cuando se levantó cayó de su bolsillo y así es como ha sido posible que por fin tú la veas.
Andrés la lee y enrojece. El pulso se le dispara y comienza a sudar.
—¿Y si no fuera para mí? —pregunta alterado. Una gran erección se abre paso.
—Venía hacia tu mesa ¿Para quién habría de ser? —Argumenta el viejo levantando las cejas—. Todos esos poemas encendidos que le declamaste han dado su fruto. Escritos por mí, dicho sea de paso. Por fin te abre su puerta. Y sus piernas.
—Esas piernas largas y fuertes como las de una leona en celo —suspira el opositor con la mano sobre el pecho—. Pero eso resulta de todo punto inviable, pues la gorda duerme al lado.
—¡Oh! Eso no es problema. Por desgracia a esas horas estará muy ocupada inmovilizando mi cabeza entre sus piernas.
—¡Válgame Dios! —exclama Andrés con ojos conmiserativos, que la imagen es escalofriante. Maese Porras le explica que no hay salida, que mucho es lo que le debe ya a la dama bisoja y que es tiempo de pagar, si no quiere verse con los huesos en la calle. Andrés escucha la disertación y le pone una mano sobre el hombro. Acaso no sea este falso ciego tan mal hombre como pensaba.
La noche cae sobre la posada y las luces se atenúan. En su cuarto, Andrés esparce polvos de azahar sobre sus partes nobles, para eliminar el acre olor de la orina. Perfuma luego los negros arbustos de las axilas y se coloca una camisola de dormir limpia y almidonada, que le llega por las rodillas. Luego, en la penumbra, camina ufano hasta la puerta del cuarto de la casera, que a buenas horas no se hallará allí, sino debajo o encima del pobre invidente. Mejor debajo, piensa, redimido al fin del odio. Se encuentra la puerta entreabierta y se dispone a entrar, mas antes se huele el aliento en el cuenco de la mano y hallándolo mentolado la empuja suavemente. Se envalentona al oír el tibio respirar de la avecilla dormida y ni respira, por no asustarla. Ah, pero entonces la cama cruje y una zarpa carnosa, acompañada de un gañido animal lo atrapa, y sin saber cómo su almidonada camisola vuela por los aires y se encuentra desnudo y con las vergüenzas encogidas del susto. Balbucea o acaso lo intenta, pero unos labios lo acallan con hambre y ya no puede hacer más, sobre todo cuando de pronto se encuentra abajo y no arriba.
Maese Porras lo ve todo desde la rendija de la puerta entreabierta, sofocando la risa de hiena. Oye cómo chirrían los huesos del pobre opositor y cómo aúlla el somier bajo los embistes de la hembra que ya ha coronado la cima. Y ríe para sus adentros, discerniendo cuan cierto era eso de que en la noche todos los gatos son pardos. Pobre gato este. Va a darse la vuelta, satisfecho, cuando escucha el alarido de Andrés.
—Noooooooooo, doña Rosa ¡Por Dios supremo! Otra vez no, que me rompe por la mitad. Permítame al menos que ahora sea yo el que se coloque encima.
—¡Cómo! ¡Esa voz! —chilla ella—. ¡Usted! Pero… yo pensé que se trataba de maese Porras…
Andrés, lúcido y vengador, se pone de pie en la cama dando saltos y de pronto parece un paladín. Saca el pecho convexo y enarbolando el dedo índice como si de una espada se tratase le dice así a la doña:
—Sepa usted, lujuriosa mujer, que la deseo desde el primer momento en que la vi. Esta noche ya no pude contener más este ardor furioso y dispuesto a todo  invadí su lecho. ¿Y ahora me habla usted de ese ciego maricón? ¡Ah! ¡Cómo me duele oír eso de esa boca suya que segundos antes mordía, inmisericorde, la mía! Pensé que su devoción por él se debiera a la pena, que bastante tiene el pobre con ser ciego y desviado. ¿Qué no lo ha notado? ¿No lo vio acaso esta tarde sin ir más lejos toqueteando a ese pobre francés? Y le voy a decir más, mi dulce colibrí: si yo fuese usted lo ponía de patitas en la calle, a él y a ese chucho infecto y lleno de piojos. Por no hablar de las barbaridades que ha dicho de usted, que es una santa y como tal se ha portado con él, proporcionándole alojamiento gratis.
Doña Rosa, impactada, observa al joven que parece un gladiador romano y siente de pronto algo removerse en su bajo vientre. Es hambre acumulada.
—Yo podría, si usted quiere, regalarse toda esa poesía que guardo en mis cajones —le dice, villano—. Poemas que le recitaría en noches como estas, al oído, desnudos.
—Y usted podría abandonar esos estudios inútiles que le roban tanto tiempo para escribir esos poemas. Conmigo no le haría falta trabajar, ya ve cuánto beneficio da esta fonda. ¿O no escuchó el tintinear de los dineros en el interior del colchón mientras me hacía locamente el amor? De plata y de oro hay —dice ella, húmeda y arrobada.
—Nada me seduce más que remar con usted y su joven paloma en esta corriente que es la vida —finaliza Andrés, con un brillo en los ojos.
—Pero la noticia será un escándalo —exclama ella, tontuela.
—Un escándalo son sus ojos, querida mía —contesta él, besándole la mano.