Por Angie Leal Rodríguez.
Basado en «El almohadón de plumas» de Horacio Quiroga.
1
–¡Papá! ¡Papáaaaa!! ¡Quítamelo de encima! ¡Este animal quiere comerme a mordidas! ¡Auxilio! —gritaba desesperado Willie, un pequeño de cinco años, al sentirse acorralado por un ganso escandaloso que disfrutaba jugar con él corriendo por el enorme patio.
–Deja el drama, hijo —dijo John sonriendo— el pobre solo quiere jugar contigo, anda, ven, acarícialo, no pasa nada.
El asustado niñito se calmó por un momento y bajo la supervisión de su padre pasó su mano lentamente por el cuerpo del animal que parecía estar disfrutándolo, mientras el niño sonreía. –¿Ves cómo no quiere acabar contigo, Willie? Solo llamaba tu atención –dijo el padre a la vez que guiñaba un ojo al pequeño.
Pero ni tres segundos después el ganso cambió de semblante y de dejó dominar por su lado oscuro, como si por instinto se hubiera sentido atacado abrió el pico y mordió al pequeño en el brazo izquierdo causándole unos rasguños y dejándole varias líneas de sangre.
Willie empezó a llorar desconsolado a la vez que John alejaba al animal. Minutos después le curó la herida y todo siguió como si nada hubiera pasado.
Nunca había ocurrido un incidente como ése, algo raro pasaba.
John Bennett había dedicado su vida a la cría de gansos al igual que Wilson, su padre, seguía la tradición ancestral que proveía de materia prima a la principal fábrica de almohadas, cojines y almohadones de la región. Vivía con su esposa y su pequeño hijo en una tranquila provincia de Dunsait, un lugar cálido, húmedo y en ocasiones monótono. Ahí el tiempo pasaba lentamente como si la prisa no tuviera cabida, todo era tranquilidad. Su hija mayor Alice, se había ido a vivir a otro pueblo, tuvo la suerte de que una familia acomodada la adoptara y le diera educación. John había crecido ayudando a su abuelo y después a su padre en la crianza de los gansos, sabía todo sobre ellos, se encargaba de su alimentación, de quitarles las plumas secas o dañadas, de recoger los huevos y fecundarlos de manera externa, de tener limpios sus corrales y jaulas y de cuidar que ninguno saliera volando hacia alguna granja vecina por ningún motivo.
Su padre, Wilson, fue el hombre más respetado del pueblo gracias al prestigio que se ganó por su trabajo.
2
En 1954 una pandemia azotó la provincia dejando a la gran mayoría de los granjeros en la ruina, casi todo el ganado murió, era triste ver reses y demás animales llenando los corrales pestilentes y putrefactos. Milagrosamente solo los gansos del señor Wilson habían sobrevivido al desastre, nadie podía explicárselo, los animales de las granjas vecinas habían sucumbido dejando a su paso desolación, tristeza e incertidumbre. Incluso ni él mismo lograba entender lo que había causado la inmunidad de sus aves. Si de por sí su empresa tenía ya un lugar privilegiado en el gremio con ese incidente natural había logrado posicionarse en el número uno en su ramo.
Tenía cientos de gansos de los cuales obtenía las plumas, las procesaban y las curtían para después distribuirlas en las empresas dedicadas a la elaboración de almohadones y cojines.
—No me explico, mujer, cómo es que nuestros gansos han logrado sobrevivir, hay algo muy raro en todo esto —decía Wilson desconcertado.
—Yo tampoco, viejo, pero no le demos vueltas al asunto; si el Señor nos favoreció con esto pues solo hay que agradecerle y seguir trabajando como hasta ahora —respondía Margueritte, su esposa, influenciada por su enorme fe católica.
Y así pasaron los meses y el negocio seguía prosperando. Poco a poco las granjas vecinas fueron levantándose y volvieron a ser las de antes, grandes productoras de huevo, carne, leche y pieles.
Hasta que un fatídico día de octubre el señor Wilson cayó en cama, fue atacado por una rara enfermedad que lo consumía poco a poco, día tras día; de aquel sexagenario fuerte no quedaba sino la sombra, fue como si los años le hubieran caído encima de un solo golpe terminando con su vitalidad y su fuerza, su brillo en los ojos y su carácter afable. Margueritte se preocupaba mucho por la deteriorada salud de su marido y no encontraba consuelo. No era raro que alguno de sus ocho hijos la sorprendiera llorando por los rincones de la casa o en los corrales de las aves mientras las alimentaba, al llenar su bebederos sentía como si el agua que corría por los recipientes fuera su llanto que deseaba explotar en su pecho; pero frente a su esposo debía mostrarse fuerte para no hacer que su ánimo decayera aún más; su obligación era darle fuerza, apoyarlo, hacerle creer que se recuperaría, pero de igual forma se angustiaba al pensar en lo que sería perderlo, quedarse sin el hombre de su vida, su compañero, su amigo, su soporte… sin duda iba a necesitar mucha determinación y temple para poder seguir adelante con el negocio y con sus hijos, pues no podía echar por la borda todo lo que su marido había logrado con tanto ahínco.
3
Jordan Summerson y Alice Bennett contaban los días para que llegara el mágico once de abril, ese día en el que unirían sus vidas para siempre y no tendrían otra razón para vivir más que la de estar juntos y formar una bella familia llena de amor; aún con el carácter reservado de Jordan su prometida sabía que la amaba más que a nada en el mundo, así como ella lo amaba a él. Era tan bonito planear juntos, escoger los muebles, decorar la casa (con excesivo aire sobrio, a gusto de Jordan). Lo mejor estaba por venir, creían.
4
–Wilson, viejo, ¿qué te pasa? Te veo muy mal… ¡dime algo, por favor! –insistía Margueritte al ver a su marido diferente esa mañana, parecía más enfermo que el día anterior, y no reaccionaba a su llamado.
–¡Wilson! ¡Despierta, por favor! ¡No me dejes! –gritó la desconsolada mujer al darse cuenta de que su esposo ya no estaba en este mundo. Tocó su hombro con suavidad e intentó moverlo un poco pero el hombre ya estaba poniéndose rígido y empezaba a perder el calor de su cuerpo, debió haber fallecido mientras la señora alimentaba a los gansos y supervisaba que el trabajo de desplume estuviera haciéndose de manera correcta; cuando salió de su recámara lo dejó tranquilo, durmiendo, no se perdonaba el no haber estado a su lado cuando lanzó su último suspiro.
Los funerales se llevaron a cabo a la usanza tradicional, y a los pocos días todo debía seguir su cauce normal, aun con el dolor que la familia tenía en su corazón.
Una tarde, después de haber confirmado que todo estuviera bien en los corrales y jaulas, John, el hijo menor de Margueritte entró a la cocina por un vaso de agua para refrescarse, se veía algo serio, preocupado y eso no era normal en él, era un adolescente vivaracho y extrovertido; su comportamiento no pasó desapercibido para su madre.
–Hijo, te noto cambiado, serio, ¿pasa algo? Sabes que puedes contarme lo que te aqueja, confía en mí –dijo la preocupada señora.
La angustia se reflejó en el rostro del chico y a duras penas pudo abrir la boca para decir:
–Yo maté a mi papá.
La señora no entendía nada, y preguntó confundida:
–¿Por qué dices eso, John? Con esas cosas no se bromea, por favor explícate.
El apesadumbrado adolescente empezó a hablar:
–¿Recuerdas el día que no llegué a dormir, madre? Estaba en una reunión con mis amigos, sí, ésos con los que me dices que no me relacione, tenías razón, madre, son malas personas, ¡a buena hora vengo a darme cuenta! –empezó a contar el chico– me dijeron algo sobre un grupo al que pertenecían, se juntaban para hacer rituales e invocar a los demonios, pero no me regañes, madre, yo no quería ir, ellos me obligaron –se anticipó John ante la cara atónita de su madre.
–Basta, hijo, no digas más. No quiero escuchar tonterías.
–Por favor, madre, déjame terminar de decirte lo que pasó, no soporto más esta pesada carga –suplicó su hijo y continuó– esa noche realizaron una ceremonia en la que contactaron con un ser de oscuridad, un demonio muy poderoso capaz de provocar catástrofes y acabar con muchas vidas en poco tiempo, por diversión de chicos tontos le pidieron que diera muestra de su poder y el demonio aceptó pidiendo a cambio un sacrificio de sangre, como yo era el nuevo en el grupo me exigieron que ofreciera a un miembro de mi familia –confesaba entre sollozos el muchacho.
Margueritte no podía dar crédito a lo que escuchaba, el terror y la incertidumbre se mezclaban en su rostro.
–Me pidieron que no vacilara en mi decisión… elegí a mi papá –dijo entre lágrimas– ¿ves por qué te dije que yo era el asesino de mi padre? Seguro ahora entiendes todo, madre, la pandemia que acabó con todas las granjas de los alrededores, a las pocas semanas mi padre cayó enfermo y falleció; luego los chicos me dijeron que como agradecimiento el demonio favorecería en algo a mi familia, y no hace falta que te explique qué fue lo que hizo.
–¡Calla, hijo! ¡No digas más! ¡No sabes el dolor tan grande que me has causado! –dijo la señora mientras sentía que el corazón se le partía en mil pedazos.
–Eso no es todo, mamá, todavía hay algo más –continuó– los chicos de la secta me advirtieron que tarde o temprano, en nuestra familia se manifestaría nuevamente pero ahora de manera silenciosa todo el poder negativo de esa entidad demoníaca; me dijeron que podrían pasar semanas o años, pero que se dejaría ver de manera casi mágica, como salido de la nada y se alimentaría de la sangre de alguien más, sería algo que me recordaría siempre todo el dolor que te causé al ofrecer a mi padre.
5
Casi al caer la noche, después del rasguño que el ganso le hizo a su pequeño hijo, John recordó lo que había pasado tanto años atrás y sintió miedo, fue como si en el aire estuviera la presencia maligna de aquella cosa, vino a su memoria el recuerdo de su madre que había fallecido años atrás, poco después de haberle confesado la verdad, su esfuerzo y el de sus hermanos por sacar adelante la procesadora, aunque con el paso del tiempo cada uno formó su familia y se fueron del pueblo, dejándolo a él solo con la herencia familiar y provocando así que su culpa fuera aún mayor al verse atado a estar siempre ahí, recordando cada minuto de dolor, y cada lágrima derramada por la mujer que le dio la vida.
Tuvo una mala noche, no logró pegar los ojos, pero a la mañana siguiente había que trabajar como siempre. Al salir el sol y después de haber tomado un tarro de café, dos huevos duros y un pedazo de pan reseco se dirigió a las jaulas de los gansos para empezar con la jornada, todo transcurrió con normalidad hasta el momento de empaquetar las plumas para enviarlas como cada martes a la fábrica “Schwann’s Goose” que le había solicitado un pedido especial pues tenían la encomienda de elaborar de manera artesanal y bordar a mano cuatro almohadones para una pareja de recién casados en el poblado vecino de Scrillney.
6
–Alice, querida, ya está casi todo listo para que podamos casarnos, el próximo sábado seremos marido y mujer, viviremos en una casa hermosa y tranquila, tendrá un enorme jardín lleno de azaleas y jacintos multicolores (capricho que pensaba cumplirle para contrastar con la monotonía general); la recámara principal será digna de una princesa como tú, la comodidad de nuestra cama, la blancura de las altas paredes y el silencio de la habitación formarán el marco perfecto para que pasemos ahí noches eternas de descanso y armonía –decía Jordan creyendo que a su prometida le haría feliz todo eso, ignorando la imagen tan distinta que ella se formó de su hogar en aquellas largas tardes de pláticas por la pradera.
–Sí, querido, se hará todo como tú lo desees, ya quiero que llegue el día –respondió sumisa y sin asomo de entusiasmo en la expresión.
Dos días después un paquete especial proveniente de “Schwann’s Goose” llegaba a la mansión de los futuros esposos. Le fue entregado a la sirvienta y ella se encargó de los últimos detalles para que la recámara nupcial quedara lista. En la caja había cuatro almohadones que deslumbraban por su blancura, dos de ellos eran lisos y los dos restantes estaban bordados con hermosos hilos dorados formando guirnaldas en los bordes y al centro las iniciales “J&A”, Beatrice, la sirvienta quedó maravillada al verlos y al sentir su suavidad, estuvo tentada a recostarse en la cama para probarlos pero el claxon de un auto que estaba en el jardín la hizo desistir.
Fue a ver quién llamaba, y se dio cuenta de que era el Rolls Royce negro de su patrón, el señor Summerson, al entrar éste Beatrice le informó de la llegada de los almohadones y le dijo que ahora sí ya estaba todo listo para que su prometida se instalara en la casa como dueña y señora.
Al día siguiente se llevó a cabo la boda en los jardines de la suntuosa mansión Summerson Bennett, fue una ceremonia discreta, sencilla, con pocos pero importantes invitados, en su mayoría invitados del novio y dos o tres amigas recientes de la novia. Al caer la tarde terminó la celebración, y poco antes de que eso pasara los recién casados se fueron en su lujoso auto al hotel más caro de la ciudad más cercana, pasaron ahí su noche de bodas y se dedicaron a pasear y conocer los centros comerciales durante los siguientes cuatro días, luego de eso regresaron a casa con baúles llenos de cosas nuevas y con hermosas joyas y candelabros.
Fueron tres meses de dicha especial, podría decirse que había entre ellos una suerte de complicidad y cariño mutuo aún cuando el matrimonio no había resultado para Alice lo que habría deseado, pero con la llegada del otoño las cosas empezaron a empeorar.
La joven se había puesto enferma, estaba cada día peor, se debilitaba poco a poco, poseía la blancura de un copo de nieve, y su languidez era más que evidente, perdió mucho peso y el llanto se había vuelto su fiel compañero, pues Jordan se sentía cansado de tener que verla así, la amaba, de eso no había duda, pero las cosas ya no eran como antes.
De repente un día Alice entre susurros le dijo a Beatrice que ya no cambiara las sábanas ni las almohadas, estaba cómoda así y moverse significaba un dolor que no quería sentir. El médico le diagnosticó anemia severa y le ordenó reposo absoluto. Las alucinaciones no tardaron en llegar, la joven mujer desaparecía lentamente, nada quedaba de la Alice de hacía meses; hasta que una mañana amaneció rígida, con la mirada perdida en el níveo techo, había fallecido. Levantaron el cadáver y al recoger la ropa de cama Beatrice se percató de que los almohadones que antaño habían sido dignos de admiración tenían unas manchitas como de picaduras, intentó levantarlo pero pesaba mucho, llamó a su patrón y él lo puso contra la luz que entraba por la ventana, se dieron cuenta de que algo extraño había dentro del almohadón. Jordan tomó una navaja y lo cortó de un tajo, al instante varias plumas volaron, y del interior salió un monstruoso y raro animal negro, viscoso, con patas velludas, y con una enorme bola llena de sangre que no le permitía moverse ni un milímetro, había estado succionando la sangre de Alice de manera silenciosa e imperceptible durante esos fatídicos cinco días en los que empeoró su salud hasta exprimirla y acabar con su vida.
7
El vaticinio se cumplió al fin. Sin saberlo John había preparado con especial cuidado las plumas que rellenarían los almohadones de la alcoba nupcial de su hija Alice, la misma que siendo niña había dejado a su familia con la esperanza de tener un futuro diferente y prepararse para encontrar un marido rico que la amara y la tuviera viviendo en un palacio. Así, pues, sin darse cuenta, John Bennett le regaló la maldición que lo había condenado durante toda su vida, se convirtió una vez más en el verdugo de su propia sangre.
F i n
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