Por Mauricio Vargas.
Allí estaba él, de pie en el umbral de la sala de velación. Era una situación incómoda, pero ella estaba ahí también y eso era maravilloso. Había cierta atracción entre ellos, una atracción que no podía consumarse. El estúpido orden jerárquico que reina en los colegios es inalterable, y por lo tanto, el que los vieran juntos a los dos como algo más que conocidos sería una catástrofe. Mas sin embargo, la química seguía bullendo entre ellos.
La ocasión en la que estaban ahora era propicia. La madre de la dueña del colegio había muerto y la presencia de los representantes de cada curso era lo mínimo que la institución podía ofrecer en condolencia. Daniela y Juan Guillermo iban poniendo la cara por sus compañeros de undécimo grado. El disimulo podría irse a la mierda. La situación los «obligaba» a convivir, dialogar y, por qué no, dar una vuelta por ahí.
El ambiente era pesado y los lamentos casi susurrados de un único doliente sobre el féretro amenizaban el momento. Los demás compañeros de cursos inferiores, sentados en las sillas contra las paredes, guardaban un silencio entre resignado y respetuoso. Se miraban entre ellos, inmutables, como si temieran despertar al difunto.
Guillo contemplaba la escena con serenidad; no le afectaba esas cosas. De repente, ella se ubicó al lado. Permaneció callada contemplando el triste espectáculo también.
—Se siente la pesadez —anotó Daniela.
—Sí, el ambiente está pesado.
Qué estúpido, ¿solo eso se te ocurre?
—A mí casi no me gustan estas cosas —agregó Guillo. Daniela no notó de qué manera contemplaba fascinado su cabello teñido de rojo. Su piel no era blanca —a él no le gustaban las chicas así—, sino que tenía una tonalidad clara que contrastaba deliciosamente con sus cabellos ardientes.
—A mí tampoco —respondió Daniela sin apartar la mirada de la sala—. Salgamos. —Se sentó en un murito, afuera de la pequeña funeraria del cementerio.
Cuando estaban en público, hablar con ella, mirarla y tocarla inusitadamente en ademán de confianza era un privilegio. Pero estando solos, las cosas podrían llegar a más.
Guillo se sentó a su lado en silencio. Así permanecieron unos minutos. Observaban el interior de la funeraria. La sala de velación se alcanzaba a ver. La luz tenue en el interior acentuaba la melancolía y la tristeza de los rostros de los dolientes que se paseaban nerviosamente observando las cintas de las coronas. Oh, esta la envió la familia Tal. Y esta es de Fulanito de Tal. ¡Y mira esta de la empresa! Qué amables han sido. Perder a un ser querido es fatal, pero más fatal es presenciar la velación de un muerto ajeno.
Comenzaron a hablar animadamente al poco tiempo. Guillo la miraba fijamente y atendía a lo que ella relataba y a veces su voz se trocaba en un eco lejano y melodioso cuando se distraía. Sólo quedaba la imagen de sus labios exquisitos moviéndose con armonía. Sus ojos expresivos y alegres eran tan emotivos como cuando le lanzaba miradas furtivas.
Guillo comenzó a tocarse las manos. Dudaba absurdamente. Lanzó algunos chistes y ella le correspondió con sonrisas. Llegó a pensar en la posibilidad de que lo rechazara, pero al menos sobreviviría. Los nervios que producían la indecisión de Guillo y la inseguridad se enfrentaban a golpes que se materializaban en la flexión compulsiva de la falange de su dedo pulgar. Una habilidad que pocos tenían. Maravillosa habilidad. Y ella lo notó.
—Oye, ¿no tienes hambre? —preguntó Daniela.
—Sí, creo que sí —respondió Guillo aliviado. La tensión era insufrible. Quizá la comida aliviara los nervios—. Vamos a la cafetería a ver qué hay.
Caminaron al quiosco que había pocos metros y Guillo compró un paquete de papas para él y unas galletas para ella. Comieron mientras veían el insulso programa matutino en uno de los canales nacionales. Luego decidieron regresar, pero la lluvia los cogió por sorpresa. El agua cayó de repente con furia y los empapó de inmediato. El cementerio adquirió de pronto un aura enigmática. Los chicos, en un intento inútil por permanecer más secos, se dirigieron a la parte de atrás de la funeraria y se acomodaron en una cavidad de la pared, bajo un techo modesto que los resguardó de la lluvia. Estaban tan cerca que sus alientos acariciaban los rostros de cada uno. Como si el viento que entraba con enojo fuera el culpable, comenzaron a acercarse. Sonrisas y miradas que llamaban al placer.
El cosquilleo que Guillo sentía en el cuerpo se posó en sus labios, ansiosos por juntarse. Por un momento pensó en que ella se apartaría, pero jamás retrocedió. Su cuerpo se crispó por la excitación al sentir el contacto. En un instante, los labios comenzaron a moverse en una danza suave y placentera, jugueteando y posándose uno sobre otro, revolcándose deliciosamente como pequeñas criaturas traviesas. Sus lenguas quisieron unirse al retozo y ambos las dejaron divertirse.
A pesar del frío, un calor reptaba en sus cuerpos. Daniela sintió el miembro duro presionando en su pelvis y atrajo a Guillo para que pudiera sentir la presión de sus pechos también. Ella posó sus manos alrededor del cuello y se dejó llevar. El beso continuo de Guillo se desplazó suavemente hasta el cuello y degustó con dicha del manjar de su piel. Su mano derecha halló el borde de la camisa del uniforme y subió lentamente bajo ésta, estremeciendo el abdomen de la chica con la sutil caricia de unos dedos casi expertos. Aquellos eran exploradores en busca de las montañas de la locura. Con su dedo medio, Guillo se abrió paso por el camino estrecho y rozó la piel entre los senos para empaparlo del sudor que allí comenzaba a formarse. Luego lo deslizó por un lado, quitó el sostén y descubrió el pezón, aquel enigma rosado que doblega a todo varón. Su dedo índice y medio jugaron un rato con él. Bajo toda la ropa húmeda, la exploración era un secreto. Daniela dejó escapar un gemido casi inaudible junto con una profunda exhalación. Eran pechos jóvenes que deseaban ser acariciados.
Daniela agarró la otra mano de Guillo y la llevó a su pierna. La piel desnuda estaba erizada por el aire helado. Bajo la falda, la mano se aproximó hasta los límites de sus nalgas y reptó hasta la entrepierna. La sola intención hizo estremecer a Daniela. Guillo tocó la línea que se marcaba bajo la tela y empezó a rozarla en toda su extensión. Si arriba los labios querían ser besados, abajo querían ser tocados. Daniela apretó los cabellos húmedos de Guillo y, con la otra mano, se atrevió a acariciar el bulto que se erguía bajo los pantalones de él.
Mientras la mano que acariciaba el pezón erecto y jugoso se deleitaba con la redondez de los senos, apretándolos, la otra, en un acto desafiante, apartó las bragas y estableció contacto directo la vagina. Los diminutos vellos que comenzaban a crecer se convirtieron en agentes provocadores. La zona estaba tibia y mojada. Toda la mano acarició la piel vibrante de la entrepierna. Luego , el dedo mayor se adentró en las fauces húmedas de aquella cavidad inmaculada y enigmática. Los dos estaban abrazados, fusionados por el placer que ella disfrutaba y el gozaba otorgándole. La respiración de Daniela era cada vez más profunda y unos gemiditos entrecortados lograban penetrar a través de sus labios. Guillo sentía la excitación de ella cada vez que metía y sacaba su dedo de entre la carne magra empapada del elixir, del fluido del placer clandestino.
Los ojos cerrados de ambos habían creado un universo imaginario de sensaciones. El tacto era el lenguaje de ellos, que se negaban a saciarse con lo explícito.
La lluvia, cómplice de la aventura, comenzó a amainar tan de repente como llegó. Había mantenido alejados a los curiosos por un buen tiempo, que para los dos amantes jóvenes fue una eternidad. La luz comenzó a cobijar el prado y las lápidas en la distancia.
Los dos amantes, en silencio, se separaron y se convirtieron en lo que fueron unos minutos antes: dos individuos más de la sociedad puritana en medio de un territorio que se consideraba sagrado. Que si los espíritus vieron la fogosidad desatada en aquel resguardo, bien por ellos. Que se resignen, pues quizá en el más allá no exista el más grande placer del mundo terrenal.
Daniela, con un beso suave en la boca, se retiró. Guillo esperó un momento, sin querer pasar la lengua por sus labios; aún quedaba rastros del manjar que había degustado. Contempló la explanada que extendía ante sus ojos y disfrutó la tranquilidad de la que los muertos gozan diariamente.
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