Por Antonio Tomé Salas.
Después de meses viviendo sólo, aquí, en esta casa sin alma, muchas noches me levanto empapado en sudor y temblando de pies a cabeza.
Después de meses viviendo sólo, aquí, en esta casa sin alma, muchas noches me levanto empapado en sudor y temblando de pies a cabeza.
Muchos de vosotros no
encontraréis ni pena ni dolor en las palabras que intentaré plasmar lo mejor posible
aquí, en estas hojas sucias y amarillentas. Es difícil traspasar los
sentimientos de pena a papel. Pero siento que antes de nada, tengo que contar
lo que sucedió aquella tarde de verano del año pasado, cuando mi vida feliz
era una vida normal.
Dicen que cuando eres feliz,
el tiempo avanza muy rápido, como una locomotora furiosa sin frenos. Por el
contrario, yo pienso, que cuando te arrebatan lo que más quieres, el tiempo
pasa a ser una locomotora furiosa sin frenos, estrellada contra un muro de
metal, dónde el tiempo se retuerce como miles de hierros humeantes tras un gran
impacto.
Intentaré ser lo más breve
posible con mi historia.
Mi nombre es Thomas, y yo
antes era un hombre feliz, que tenía una vida feliz. Tienes que
entender que por vida feliz me refiero a: tener un buen trabajo, dos
casa, un coche, un perro, una mujer y
dos niñas. Una familia.
Para muchos eso podría
llamarse "típica vida", una vida común, una vida normal, una vida
rutinaria, vida de manual.
No me gusta autodefinirme
cómo conformista, mi vida no ha sido fácil, y por todo aquello que conseguí; mi
familia, tuve que luchar toda mi vida con garras y con dientes.
Teníamos dos casas, como bien
he citado antes, una era nuestra casa de verano, dónde todos los años pasábamos
los dos meses más calurosos del año. La casa está situada en la playa, a
orillas del mar mediterráneo, a unos 50 metros de la orilla. Es una casa de
ensueño, de ladrillos azulados, acorde con los colores del mar, con una terraza
muy amplia orientada hacia el mar. En esa terraza pasábamos mucho tiempo mi
esposa Helen y yo, charlando y tomando cervezas hasta altas horas de la noche,
mientras nuestras dos diablesas dormían cómodamente en sus dormitorios. Peter,
el perro de nuestra familia se recostaba a nuestros pies mientras Helen y yo
hablábamos sobre cuál sería el futuro de nuestras hijas: estudios,
universidades, novios...
Nuestras hijas eran dos niñas
adorables, eran gemelas, y aunque cueste creerlo, Helen y yo nunca fuimos
partidarios de vestir y peinar a las dos iguales. Queríamos evitar crear ese
vínculo especial entre las dos, irrompible. Tarde o temprano cada una tendría
su vida independiente, sin necesidad de ser cien por cien igual que su hermana.
Una vez explicado lo que
viene siendo mi vida, intentaré plasmar en estos papeles los acontecimientos
que cambiaron mi vida para siempre.
Aquella mañana de verano, como
casi todas las mañanas, las gemelas vinieron a nuestra cama, y dando saltos en ella
nos despertaron. Cuando la familia es todo lo que tienes, esos "buenos
días" es una de las cosas más grandiosas que te pueden suceder.
Estuvimos, como siempre,
remoloneando los cuatro en la cama, hasta que llego Peter y empezó a lamernos
la cara y a dar coletazos con su rabo a diestro y siniestro.
Nos levantamos, Helen preparó
chocolate caliente y panecillos tostados para todos.
Después, como cada día nos
fuimos a la playa, a disfrutar de la brisa fresca que hace del verano algo
agradable, mágico.
Helen y las niñas fueron a la
orilla, a hacer castillos de arena. Yo, como cada mañana, me sentaba en un
banco de madera que pusimos Helen y yo en la playa, disfrutando de la brisa,
con un buen libro. Siempre recordaré ese libro, era una novela de Richard
Matheson.
Cada diez minutos levantaba
la vista de mi libro, para disfrutar del espectáculo que mis retinas recogían,
mis tres mujercitas riendo y derrumbando los castillos antes de que la marea se
los llevara... Sé que romper los castillos era lo que más le gustaba a las
niñas.
Eran las tres de la tarde, y
como todo el mundo sabe, el hambre en la playa se incrementa notablemente.
Llamé a Helen desde mi banco,
ella se giró y vi lo radiante que estaba con sus cabellos ondeando al viento.
Le hice un gesto con mis manos, e inmediatamente ella comprendió lo que yo iba
a hacer. El almuerzo.
Creo que tardé media hora, no
puedo asegurarlo con certeza, pero estoy seguro que no llegue a tardar mucho
más. Es increíble como en un tiempo tan escaso, tu vida puede dar un giro de
ciento ochenta grados.
Volví a la playa con una
bandeja grande, llena de bocadillos, vasos, y limonada muy fría. Cuando en un
instante mis manos se volvieron viento, y toda la comida fue a parar a la arena
caliente.
Peter parecía ladrar pero
todo el sonido desapareció, lo veía ladrar, pero sus ladridos, el sonido del viento,
y el ruido de las olas, desaparecieron. Tan sólo era capaz de mirar, quieto,
congelado, mientras la limonada bañaba mis pies.
Tres cuerpos yacían en la
playa flotando boca abajo, mecidos por el mar...
Los tres cogidos de las
manos.
Inexplicablemente no puedo
escribir lo que sucedió a continuación, a día de hoy no lo sé. ¿Entré en shock,
me desmayé? No lo sé, tan sólo sé que mi cuerpo tenía que estar con ellas, en el mar, flotando.
Lo siguiente que recuerdo es
a la policía, junto a mí, metiéndome en casa, intentando sacarme palabras. Pero
de mi boca no brotaba palabra alguna.
Más tarde, a los dos días,
vino a casa una pareja de agentes de la policía, me dijeron que Helen sufrió un fuerte calambre
dentro del agua, y que las gemelas intentaron socorrer a su madre, sin éxito
alguno. Mis niñas no sabían nadar.
Ya ha pasado un año desde
aquel fatídico día, y desde entonces, en todo este año no paro de atormentarme.
Cada día es muerte. No tengo fuerzas.
Soy católico, y mi religión
dice que el suicidio es pecado. Me gustaría ver cuántas personas son capaces de
soportar este tormento...día tras día... Siempre.
Que Dios me perdone, pero en
mi vida sólo veo desolación y sufrimiento, sí su ira tiene que caer sobre mí, a
estas alturas me importa más bien poco. No tengo nada. Y nada que temer.
Como último aprendizaje en
esta vida diré que; los fantasmas existen, no arrastran cadenas, ni son sábanas
flotantes. Son momentos, situaciones, lugares, recuerdos...y
pueden morder.
Ahora mismo estoy en esa casa
de verano. Tengo todas las ventanas abiertas, y el olor del salitre impregna
mis fosas nasales y cada rincón de la casa. A lo lejos escucho el sonido de las olas al
romper, ese sonido que me recuerda a mis tres princesas, arrodilladas a la orilla del mar haciendo castillos de arena.
El sol, es una bola de fuego
que se hunde en el horizonte, entra por las ventanas, y dibuja líneas rectas sobre
la madera del suelo. Pero hay una sombra proyectada en el suelo que no es
recta, es ovalada y se mueve vacilante, me llama. Es tiempo de partir. De
volver a casa. Volver a mi vida feliz. Junto a ellas.
Mi ejercicio consistía en escribir un relato dramático.
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