Por Matías Raña.
Pocas – sino ningunas – personas han deseado desde la temprana adolescencia llegar al día en el cual la cabellera se hubiera teñido por completo de blanco, casi plateado. Nadie añoró tanto envejecer, llegar al sendero final de la vida adulta, a los albores de la tercera edad como lo hizo Marcos durante treinta y cuatro años, más un par de días. Pero tal fue su leit motiv. Desde aquel encuentro mágico no pudo pensar en otra cosa. Mientras sus amigos soñaban con ser periodistas, abogados, galenos o pintores, él deseó ser un adulto canoso; mientras sus hermanos jugaban a enamorarse y a formar familias según lo establecido por la sociedad, él sólo se abocó a construir una vida cómoda y propicia para el futuro que aquel mensaje extraordinario le regaló a sus catorce años. Mientras todos los que conoció se resignaron a envejecer, el tachó los días del calendario con el placer de un sibarita.
Pocas – sino ningunas – personas han deseado desde la temprana adolescencia llegar al día en el cual la cabellera se hubiera teñido por completo de blanco, casi plateado. Nadie añoró tanto envejecer, llegar al sendero final de la vida adulta, a los albores de la tercera edad como lo hizo Marcos durante treinta y cuatro años, más un par de días. Pero tal fue su leit motiv. Desde aquel encuentro mágico no pudo pensar en otra cosa. Mientras sus amigos soñaban con ser periodistas, abogados, galenos o pintores, él deseó ser un adulto canoso; mientras sus hermanos jugaban a enamorarse y a formar familias según lo establecido por la sociedad, él sólo se abocó a construir una vida cómoda y propicia para el futuro que aquel mensaje extraordinario le regaló a sus catorce años. Mientras todos los que conoció se resignaron a envejecer, el tachó los días del calendario con el placer de un sibarita.
El día tan deseado por fin había llegado. La rutina diaria
de peinarse la cabellera en busca de algún pelambre oscuro – que tantas
decepciones le provocó en el reciente pasado – arribó por fin a su fin. Frente
al espejo, de cara al suceso de una vida, quiso festejar y no supo qué hacer.
Así descubrió que un hombre no siempre sabe cómo reaccionar ante la culminación
de la espera. Decidió
no frustrarse, la jornada no admitía semejantes desacatos. Tan sólo se limitó a
cepillarse los dientes.
Preparó un desayuno simple, unas tostadas de pan integral,
quemadas por uno de los lados, y un té de canela. Mientras disfrutaba del
brebaje caliente empañándole los cristales de sus lentes, aprovechó para llamar
al trabajo y pedir el día libre por enfermedad. Treinta años de asistencia
perfecta, ausencia de conflictos con otros internos o jefes, y un desempeño más
que eficiente le garantizaron la tranquilidad necesaria para el día más
importante de su vida. Ni siquiera le exigieron un certificado médico.
Tras finalizar la última tostada, procedió a lavar los
instrumentos de la
cocina. Empezó a impacientarse, se descubrió desviando la
mirada una y otra vez hacia el reloj de pared colgado sobre la heladera. Aquel
horrible objeto con el rostro de Sandro estampado en el centro parecía no
avanzar jamás. La aguja horaria le tapaba un ojo al astro, el minutero le
cruzaba la mejilla derecha cual cicatriz geométricamente perfecta, y el
segundero giraba, pero su marcha cíclica no acarreaba ninguna consecuencia
temporal perceptible.
“El día que cada hebra de tu espesa cabellera se vista de
color luna, volveré y estaremos juntos hasta que el sol decida retirarse de sus
labores.”
Repitió aquel mantra. Aquella promesa dicha en el idioma de la magia. Aquel objetivo
que lo despojó de toda pretensión superflua. Repitió las palabras del
improbable – y tan tangible, tan paradójicamente real – amor de su vida. Se
sintió en paz, al igual que toda su vida, pese a la impaciencia. La
ansiedad era un precio de oferta en comparación a la recompensa prometida.
Pensó en sus allegados que formaron familias, tuvieron hijos y satisfacciones
múltiples. Pensó en ellos al igual que todos los días, por última vez. No
sintió ni un atisbo de envidia o arrepentimiento.
Observó, entonces, en el reflejo del ventanal lindante al
patio interno del edificio, la escena clave de su existencia, como si alguien hubiera
decidido proyectarla. Ahí estaba él, de pie en su habitación de la infancia,
enfrentando a una figura hermosa, esbelta, curvilínea y aún así, sensual de
forma sutil. No se parecía a nadie que hubiera conocido – y nadie se parecería
a ella en el trascurso de su vida –, y la intromisión no le causó más que una
sensación de bienestar inexpugnable. En la época que los adolescentes no
conciben el amor como un sentimiento propio, sino como una especie de copia de
los ejemplos que absorben del cine, los libros, la televisión o la música; en
medio de ese caos que adolece, Marcos comprendió el significado del amor. Su
variante más profunda, el que es capaz de impulsar a una persona al sacrificio
más absoluto en pos de un bienestar mayor. Supo que la iba a amar de la forma que se ama a un sueño recién
soñado: con los ojos cerrados primero, para poco a poco ir abriéndolos hacia la
realidad, experimentando la más pura felicidad que otorga ser dueño único de
algo tan maravilloso. Marcos amó al instante aquella aparición. Poco le importó
las condiciones impuestas para acceder a la consumación de su deseo.
Poco le importó que ella exhibiera alas multicolores
saliendo de su espalda.
Poco y nada le importó que ella se hubiera presentado como
un hada.
Las imágenes proyectadas sobre la ventana se desvanecieron,
cómo se desvaneció ella aquella noche, como se desvanecen los sueños que no
deben ser. Somos vapor condensado en una enorme ventana, pensó Marcos, somos
una eventual pincelada en un lienzo abstracto.
“Puto Pollock sobrenatural”, masculló, con una sonrisa que
le supo a gloria.
Detrás de él, sin que lo notara, ella había vuelto. Cumplió
la promesa en silencio, no hizo ninguna entrada estridente. Se limitó a
observar al niño debajo del disfraz de adulto, que le prometió amor y
paciencia, sacrificio. Pese a ser un hada, habitante de un mundo invisible,
humanamente imposible, no pudo evitar conmoverse. Cientos de hombres se habían
enamorado de ella en su vida atemporal. Ninguno había cumplido su promesa de
espera. Miles sólo se volcaron a pedirle un favor, el famoso deseo.
Ella conocía todo sobre él, era un hombre más, tan corriente
como otros miles de miles que observó y conoció a lo largo de su vida. Pero a
este, en la más absurda de las convergencias pragmáticas, le otorgó un mayor
grado de análisis. Tras tantos años, por fin se adentró en el terreno de
sentimientos ajenos a su naturaleza: curiosidad, cariño, ¿amor? Las preguntas
existencialistas tan caras al humano la invadieron por sorpresa, la afectaron.
Reconoció cada rincón del pequeño departamento céntrico como
si aquel espacio fuera su propia morada. El sillón de dos plazas color salmón,
desgastado por el roce del tiempo y cierto descuido. Los libros, no muchos, de
amplio grosor, desordenados con cuidado en la mesa ratona, sobre una pila de
compacts disk de música, debajo de la cama. Comprendió
el motivo de la ausencia de fotografías o cuadros en las paredes; descifró el
desapego emocional que le otorgó Marcos a otras personas y vislumbró ese amor
trascendental que Marcos le profesó en el más absoluto silencio a un ideal
incierto, al fruto de una única experiencia que en el lapso de tres décadas
podría haber derivado en la desilusión más profunda, en lágrimas capaces de
penetrar las raíces de la tierra y avivar el núcleo terrestre.
El hada, cuyo nombre imposible de pronunciar significa
Absurda Osadía, se sintió abrumada y experimentó por primera vez en su vida el
miedo más oscuro, el que aprieta la garganta desde dentro.
Marcos giró, y su
mirada se posó donde estaba el hada. No se asustó, no se sorprendió. No gritó
ni se alegró. En el último segundo ella convirtió su corporeidad en carne del
éter, se volvió aire. Él caminó hacia ella y la atravesó. Ninguno
sintió nada, al menos nada físico, más ella se avergonzó de su cobardía
impropia de una criatura nacida y criada en el reino de lo puro. Lamentó haber
dicho aquella promesa que le cortó al hombre pequeño, gris, soñador, la
posibilidad de una vida plena. Una vida al lado de uno de los suyos.
Tras escuchar a su hombre – porque era de ella, tan cierto
como que la vida le pertenece a la muerte al final – encerrarse en su
habitación, el hada recuperó la forma corpórea. Su silueta hizo sombra, la luz
en efecto volvió a refractarse sobre su piel de ligero tono rubí. Sobre el
vidrio, acusándola, su reflejo le reprochó aquel desliz obsceno del pasado para
con Marcos. Su rostro monstruoso, coronado con dientes infernales y un tercer
ojo verde musgo que parpadeaba a ritmo diferido de sus pares, le escupió toda
la maldad que aquella promesa había acarreado. Una maldad “inocente”, una
maldad cuya víctima fue aquel hombre, pero ella jamás quiso inculcar en él.
“Algún día iba a suceder, alguien te iba a esperar, y tu
belleza etérea, ese disfraz que usas para que te acepten, caería como todo.” La
crudeza de su reflejo era amarga, y no por ello cierta como el vertical
descenso de la lluvia. “¿Y si él no me ama por mi forma sino por lo que soy y
he sido?” Preguntó a su reflejo. “Te crees bella, te crees pura, pero has
pecado de vanidad, has pecado de forma humana.” “¿Entonces cuál es mi castigo?”
El reflejo suspiró, y desapareció poco a poco con una mirada acusadora clavada
en ella, una sentencia.
“Su amor es tu castigo, su amor y la imposibilidad de
consumarlo. Pero su dolor será finito, y estará matizado por la esperanza de
algún día reencontrarte. Así morirá, y deberás continuar tus días eternos
sabiendo que un ser al cual juraste no lastimar jamás perdió la oportunidad de
conocer el amor de una mujer que lo corresponda. Deberás cargar con el peso de
sus carencias, aún cuando él no sea polvo siquiera.”
El hada recordó las tantas lágrimas que pudo ver en los
humanos, y el relajo que provocaban después. Envidió ese desahogo que su clase
no poseía.
Deseosa de llorar hasta que el sol, en efecto, se retirara
de sus actividades, volvió a su mundo. Desapareció de la vida de Marcos.
La noche fue apareciendo poco a poco, y de forma
indefectible reemplazó al día. Marcos observó como el reloj marcó las cero
horas, y tachó otro día del calendario. Ni triste ni desesperado, se acostó y
soñó con caballos flotando en una pradera de surrealista césped naranja.
Al amanecer, se enfrentó al espejo, peine en mano, y buscó
el cabello oscuro oculto. Creyó ver en el fondo una hebra de color más opaca, y
suspiró aliviado.
“Todavía no se cumplió el plazo.” Reflexionó, mientras se
cepillaba los dientes.
Tras desayunar se fue contento al trabajo, porque un día más
de espera era un día menos de espera también.
Ya se reencontrarían, era inminente para él. Como el cénit
meridional del sol cada día. Tan cierto como que todo hombre no tiene
garantizado un número equis de suspiros, pero si es poseedor de un último antes
de partir. Tan real como el colectivo número noventa y dos que lo llevaba cada
día al trabajo.
“Ya tendré mi cabellera plateada y estaré con ella, hasta
que el sol se retire de sus labores.”
El desafío propuesto para esta primera etapa fue escribir un
cuento dentro del subgénero “Hadas”
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