Cuando
Chiche vio en la cartelera que colgaba al lado de la Oficina de Personal que
ese veinticuatro le tocaba trabajar, su apacible rostro logró disimular la
catarata de insultos que por dentro propinaba. La puta madre que lo parió, el
veinticuatro, rumiaba mientras avanzaba por el pasillo largo. En los
últimos años nunca le había tocado hacer un turno una víspera de navidad, pero
por alguna maldita circunstancia del destino necesitaban las instalaciones el
veinticinco y todo debía estar en orden ese día.
Cuando
volvió a su casa, se lo comentó a su mujer Valeria, mientras preparaban algo
para la cena. Ella
lo tomó con tranquilidad y le aconsejó que tratara de tomarlo sólo como una
eventualidad, que no sería ley que todos los veinticuatro de diciembre tendría
que suceder lo mismo. Y mientras picaba la cebolla, con una sonrisa en la cara,
le pidió que afloje con las puteadas. Ambos rieron y esa noche, comieron con
los chicos bifes a la criolla a punto.
El
veinticuatro no tardó en llegar y Chiche partió hacia el trabajo malhumorado.
Intentó mitigar el odio calzándose los auriculares y escuchando algo de
Megadeth. Ahhh, buena música para días
donde queres estar en cualquier lado menos en el laburo, reflexionó.
Para
cuando llegó, ya casi no había nadie. Pero no le molestó; cumpliría sus horas y
luego volvería a su casa para pasar la Navidad con la familia. Avanzaba
por un corredor con estos pensamientos cuando se topó con un joven empleado que
llevaba en los brazos unas cajas de cartón. En la superficie tenían dibujado un
árbol de navidad.
—Tomá,
Chiche, para vos. De la
empresa. Son productos navideños.
—Ah,
bueno, ¡muchas gracias!
Tomo la
caja y, ya estando solo, miroteó que había adentro. Un pan dulce, unas
garrapiñadas, un turrón, dos bolsas de maní confitado y una sidra. Estiró la
mano y la sacó.
Sidra Tunuyán. Y bueno,
con esta voy a brindar, sentenció.
La
noche pasó lenta. Cuando sus tareas estuvieron cumplidas, se recostó en una
silla mirando directamente por la ventana hacia afuera. Era una noche clara,
con estrellas. Se había llevado un libro de Stephen King, Pesadillas y
Alucinaciones. Sacó el señalador y avanzó en la lectura del cuento “Sabes que
tienen una gran banda”. Leyó un rato largo, cuando comenzó a sentir pesados los
párpados. Miró el reloj, las doce de la noche pasadas. Intentó llamar por el
celular a Valeria, pero las líneas estaban caídas; siempre la misma historia en
esas fechas. Finalmente, decidió abrir la sidra y brindar solo. Estaba buena,
todavía algo fresca. Vació el vaso de un sorbo, tarareando un tema de Tina
Turner. Se sirvió otro, y lo tomó lentamente. Meditaba dormitar un poco cuando
un ruido seco lo sacó de la
cavilación. Sonó como si hubieran corrido varias sillas de un
manotazo. Se levantó y, linterna en mano, se dirigió hacia la zona de donde
había provenido el sospechoso ruido.
Avanzó
con lentitud, sin ver nada extraño. Silencio total; sólo se oía el choque de
sus zapatillas contra el piso. Doblo el último pasillo y abrió la puerta del
salón de donde sospechaba que había salido el ruido.
Tuvo
que pestañear varias veces para tratar de comprender lo que veía. Cuando se
convenció que no estaba alucinando, retrocedió horrorizado. Cuatro niños
estaban parados en fila. Tenían el rostro muy pálido, los ojos rojizos y
miraban hacia adelante con una expresión desorientada en el rostro. Sus bocas
estaban ligeramente abiertas, y Chiche observó con horror que un hilo de sangre
les chorreaba por la comisura, mezclado con saliva. Entonces bajó la vista. Cada uno de
aquellos niños llevaba una gallina en la mano. Una gallina degollada. Y el último, además,
llevaba arrastrando la cabeza de una niña pequeña, rubia.
A
Chiche se le aflojaron las piernas y la linterna se le cayó de la mano. No podía emitir
sonido alguno. Sólo observaba, agarrado del umbral de la puerta, aquella
escalofriante escena, y una sola cosa retumbaba en su cerebro como una
estampida de elefantes: Horacio Quiroga.
En el
preciso momento en que el nombre se materializó en su mente, los niños abrieron
grande los ojos y, con pasos torpes, comenzaron a avanzar hacia el hombre que
los observaba atónito. Un suave balbuceo salía de sus bocas, pero a los oídos
de Chiche sonaba insoportable. Retrocedió un paso más atrás y comenzó a correr.
Cuando llegó a un vértice donde el camino se bifurcaba, se dio la vuelta y
horrorizado comprobó que venían pisándole los talones. Ahora ya no tenían la
mirada perdida con expresión de confundidos, ahora lo miraban fijo, y repetían
incansablemente: Hay que degollarlo, hay
que degollarlo, como la sirvienta, como a la niña, como la sirvienta, como a la
hermana… Lo repetían una y otra vez, como un mantra.
Chiche
no podía razonar aquello. Años escribiendo historias de horror, leyendo libros
de los autores más escalofriantes, sin conocer lo que era el verdadero miedo.
Corrió por el corredor de la derecha sintiendo que el olor putrefacto de los
niños retrasados de Quiroga avanzaban
tras él. Le dolían las piernas y el costado, pero no se detuvo. Al doblar
nuevamente, chocó de lleno contra una pared.
¡¿Cómo carajo hay una pared aquí?!, se preguntó. Había equivocado de
camino, pero aquello era imposible. Entonces, como si aquello pudiera ir aún
peor, notó que las paredes comenzaban a desmaterializarse y a tonarse de un
verde extraño. Un verde oscuro, como negruzco. Intentó respirar con calma;
estiró la mano para sostenerse de la pared pero ésta ya no estaba.
Cayó de
espaldas y dio de lleno en medio del césped. Lo entendió al instante: estaba en
la casa de la
familia Manzini-Ferraz , dónde se produjo la matanza de la
gallina y de la niña. A
unos dos metros, los cuatro hermanos avanzaban deseosos de sangre. De su
sangre. Chiche gritó de terror. Gritó como tantas veces leyó en libros. Aulló,
como infinitud de veces escribió en sus relatos. Ya no había escapatoria. Se
abrazó a las rodillas justo en el momento en que dos manos lo tomaban por los
hombros. Era el fin.
Cuando
Chiche entreabrió los ojos, le dolió la vista por la penetrante luz blanca. A
su lado, Valeria saltó de la silla y corrió a tomar su mano.
—¿Dónde
estoy…? —balbuceó.
—En el
Hospital, amor. Tranquilo, vas a estar bien.
—¿Hospital?
¿Y la casa de… los…niños? —buscaba con la vista la casa, los niños, algo.
—No
puedo creer lo que pasó aún. Ya llamaron de la empresa, pidieron disculpas. Dieron
de baja todas las cajas navideñas. Es de terror que pusieron las sidras echadas
a perder.
—¿Sidras?
—Sí,
tuviste una intoxicación. Por suerte el Sr. Gómez pasó en su ronda por ahí y te
vio. Ya pasó todo, cielo. Feliz Navidad.
Chiche
intentaba codificar todo lo que su mujer le decía. Pero le costaba mucho creer
que todo lo que había vivido y visto hubiera sido producto de una intoxicación
con sidra vencida. El corazón aún le galopaba. Hay que degollarlo, retumbaba en su mente.
Luego
del alta volvieron a casa. Los chicos recibieron a su papá mucho antes de lo
que esperaban, así que entusiasmados le mostraron lo que Papá Noel les había
dejado. Luego su mujer le pidió que siguiera el reposo recetado por el médico,
que se fuera a acostar.
El
hombre entro en el cuarto, aún confundido. Se sacó la ropa y se metió en la cama. Todo había sido
demasiado vívido. En las penumbras de la habitación ya sin luz, miró la biblioteca. Estaba
repleta de libros de terror. Sintió que todos le hacían un guiño. Trató de quitarse esa idea de la cabeza y cerró los ojos.
Se acomodó sereno en la cama, intentando conciliar el sueño, mientras
despacito, como quien no tiene apuro, el pequeño animal que lo esperaba dentro
del almohadón de plumas estiraba su trompa, cual beso rojo, para darse un
jugoso festín de navidad.
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