Ya era mediodía y las calles comenzaban a
llenarse de gente, caminé sobre una avenida atiborrada de puestos ambulantes
con series navideñas, pinos artificiales y esferas de todos tamaños y colores.
Estaba por terminar de vender mis muñecos tejidos al crochet, quedaba un par de
ellos, una parejita de niños de suéter color violeta. En una esquina detrás de
un gran puesto de juguetes estaban un niño y una niña que tiritaban de frío, el
niño sostenía tres grandes toronjas que utilizaba para hacer malabares en medio
de la multitud y en el regazo de la niña estaba una caja de dulces casi nueva,
me detuve un instante y les sonreí, me devolvieron la mirada con cierto brillo
de esperanza en sus ojos, bajé la vista hacia mis pies y los huecos de los
zapatos reclamaban calor, les regalé los últimos muñecos a los niños, era su
regalo de Navidad.
Atravesé la multitud y me adentré en un
callejón con un jardín común que adornaba algunas mansiones, la calle había
sido cerrada muchos años atrás por influencias políticas por lo que sólo servía
de paso peatonal.
Muchas veces veía aquellas enormes casas y
me daban unas ganas inmensas de pedir asilo temporal para las fiestas
navideñas, con suerte me permitirían quedarme la nochebuena en el patio trasero
junto a algún perro, mis zapatos estaban inservibles y no podía caminar más.
Pasé algunas casas hasta que llegué a la sección más escondida del callejón,
los árboles estaban secos y el césped estaba amarillento, en el centro había
una fuente medio destruida y a su alrededor había montones de objetos viejos
cubiertos de polvo, había muebles y libros, destacaba un gran cáliz ornamental
que parecía pila de bautismo.
Un hombre joven salió de un traspatio
cargando una caja con montones de papeles, vestía como la época colonial con su
camisa y chaleco, lucía unas medias de seda con zapatos de hebilla que
reflejaban los rayos del sol por su brillantez, le ayudé a poner las cajas en el piso y sonrió
mirando por detrás mío como si fuera invisible, volteé la cabeza hacia mis
hombros mirando de reojo, no había nadie más, cuando volví la vista su palma me
ofrecía una moneda de cobre, la tomé agradecida y me senté en aquella
monumental fuente. Hice un gesto con la mano invitándolo a descansar un poco
sobre el borde de la fuente.
-Agradezco su ayuda, mi nombre es Augusto
-Mi nombre es Florencia señor, quisiera ayudarle con la mudanza a cambio de
un techo por esta noche.
-¿Sabías que hoy es el solsticio, la noche
más larga del año?-preguntó Augusto.
Desconcertada lo miré a los ojos para tratar
de adivinar si estaba cuerdo, eso explicaría su anticuada vestimenta y su
mirada extraviada.
-La verdad que todas las noches me parecen
iguales, muy largas y frías- Contesté mirando mi abrigo agujerado. -Estamos a
algunos días de la nochebuena señor, quisiera pedirle si es que no se marcha
aún, quedarme a dormir en su patio, por la mañana puedo ayudarle a dejar la
casa limpia.
-No tengo nada que esperar, es hora de
marcharme- dijo moviendo apenas la boca y con los ojos desenfocados.
-Lo siento señor, creo que debo seguir mi
camino- dije mientras me paraba de la fuente y me disponía a marcharme.
-Necesitas ver la casa primero- dijo
Augusto.
El hombre se paró y caminó hacia el
traspatio, lo seguí mientras mis ojos observaban aquella gran estructura corroída,
con plantas saliendo de los muros resquebrajados.
-Ten cuidado porque no hay luz eléctrica.
-No se preocupe señor, lo iré siguiendo.
-Llámame Augusto.
Nos adentramos a la mansión por un largo
pasillo oscuro, pude oler la humedad de las plantas y la parafina de las
veladoras. Mis ojos intentaron acostumbrarse a la oscuridad pero fue en vano,
aminoré el paso hasta caminar arrastrando los pies.
-Señor espere un poco que no veo nada-
Dije. Escuché un leve crujido de madera al final del pasillo, podía sentir suaves
telarañas que se pegaban en mi rostro.
-Al final verás una luz Florencia- dijo
una voz ronca
-Señor Augusto, no veo nada.
-No le temas a la eternidad, somos libres,
nada es real.
-Creo que debo irme.
Quise darme la vuelta y regresar pero un
leve murmuro resonaba en todos los muros y me confundía más, estaba perdida en
aquel laberinto abismal. Respiré hondo y seguí por el pasillo tentando la
pared.
Una tenue luz reflejaba una sombra en la
pared de la recámara, entré y vi la espalda de alguien sentado en la orilla de
la cama.
-Acércate amor mío, tengo algo que
decirte- dijo una voz seca
-Disculpe señor creo que se equivoca de
persona, dónde está Augusto tengo que despedirme.
-Ya lo he despedido no te preocupes más,
te he esperado tanto tiempo- dijo el anciano mientras suspiraba.
Me senté a su lado y vi arrugas en su
cara, empecé a marearme y tuve la impresión de estar soñando, todo era muy
raro.
-Tu languidez hacia la muerte casi me hace
perderte Florencia, no podía esperar más,
sabía que llegarías algún día amada mía. -Sabe mi nombre, pensé-
Me quedé muda observando a aquel anciano y
sus ojos se clavaron en los míos, era Augusto. La llama de la veladora se
esfumó y entre la oscuridad busqué sus labios, lo besé y sentí como mis
arrugadas manos tomaban sus mejillas, estaba sollozando del frío y él abrazó mi
nuevo cuerpo de 5 décadas más.
-No temas más amada mía, que hemos de
estar juntos para toda una eternidad.
FIN
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