Por Juan Carlos Santillán.
“Soy un buen tipo”, piensa el sargento el día que va a morir.
“Soy un buen tipo”, piensa el sargento el día que va a morir.
Se
acaba de levantar de la cama por el lado derecho, el frío contacto del parqué
lo ha hecho sentir vivo. Camina despacio, sintiendo cada resquicio del piso en
toda la extensión de sus pies planos descalzos. Esa limitación no le ha
impedido disfrutar de la gloriosa carrera militar y hasta hacer méritos. Y se
viene el ascenso. El capitán le contó, entre mates, que el general lo quiere ver
hoy porque está muy impresionado con su ejemplar accionar durante la revuelta
del mes pasado. Y lo ha recordado de la primera revuelta, hace ya varios años,
cuando aún era un conscripto y ayudó a capturar a todos esos apestosos que
ahora se están pudriendo en vida en la “madriguera”. A veces le dan pena, pero
luego se acuerda de ese Gabriel, al que encontró a punto de violar una
muchacha, una nena casi, enfermo de mierda. Todos ellos son unas mierdas, se
merecen lo que les pasa. Justamente hoy les hacen el juicio sumario. Les han
dicho que los van a liberar, pobres ilusos. Son un montón metidos en la
“madriguera”, comiendo mierda, mierda comiendo mierda. Y el ayudó a meterlos
ahí.
Se
viene el ascenso.
El
sargento descorre las cortinas de un tirón, permitiendo que la luz blanca,
contundente, casi palpable, inunde la habitación. Cierra los ojos y sonríe. El
fuerte sol estival acaricia su piel curtida. Entre sus agradables pensamientos
de éxito y reconocimientos se cuela, intrusa, la imagen de los apestosos,
soportando la inclemente canícula en ese sucio galpón de zinc que se recalienta
ya a media mañana. A mediodía ha de ser un horno.
Un
gruñido se escucha a sus espaldas. A los pies de la cama, la perrita mestiza se
despereza con un fuerte estirón, moviéndole la cola. Bajo las colchas, alguien
se da la vuelta hacia la pared y vuelve a gruñir:
-¿Podés
cerrar las cortinas, boludo?
El
sargento amplía su sonrisa y se enamora un poquito más de ese bulto somnoliento
que lo “boludea” entre sueños. Una pierna bien torneada se ha escapado de entre
las colchas atigradas y las sábanas de color palo de rosa; el vello empieza a
sombrearla un poco de nuevo, parece que ya toca rasurarla. Al sargento le gusta
mucho cuando le pide que le rasure las piernas; pone carita de nena y hace
puchero: “¡A mí me da meyito, papi!”
-¡Dale,
boludo, cerrá las putas cortinas del orrrrto!
El
sargento cierra las cortinas. Siempre sonriendo, pasa junto a la cama palmeando
donde calcula que están las nalgas. Otro gruñido se escucha, pero ahora suena
más bien como de gusto. El sargento ríe.
-Che,
levantate ya, que estoy poniendo el mate- grita, entrando en la cocina y
encendiendo la hornilla.
Otro
gruñido se escucha.
-¡Dale,
que vos también tenés que laburar!
-¡Ya
voy, che, ya voy! ¡Qué ganas de hinchar!
-A
quien madruga Dios lo ayuda, ¿no sabés?
-Lo
ayuda a quedar más arrugado que el cuello de la Cristina, boludo, ¿no sabés que
el sueño es belleza, vos? ¿Cómo querés que conserve mi lozanía si no ronco mis
doce horas reglamentarias? Decime, militarote.
Dos
brazos suaves, tersos, reptan por los costados del sargento hasta acariciar sus
pectorales no muy desarrollados, pero firmes. El sargento da la vuelta y
observa el rostro pequeño de facciones delicadas, enmarcado por una cascada de
cabello castaño, todo enmarañado. Desde abajo lo miran unos enormes ojos verdes
almendrados.
-Sos
un ángel.
Y
diciéndolo, posa las palmas de sus manos en la cintura estrecha, bajándolas por
la camiseta muy suelta, con estampados de Hello Kitty, hasta levantarla y
llegar a las nalgas duras y redondas. Una mano va directo a su entrepierna.
-¡Eh,
qué tenemos aquí! ¡Muy buenos días, señor! ¡Firmes!
Ambos
ríen y se besan. El sargento entreabre un ojo y revisa el reloj de la pared.
Siempre hay tiempo para hacer el amor cuando se está enamorado. Levanta en
brazos la figura menuda, estrechándola contra su pecho, y la lleva a la cama.
-Te
amo, mi ángel.
-Te
amo, boludo.
El
sargento se baña con algo de pena por quitarse de encima ese embriagador aroma
a sexo matinal. Huele delicioso. Pero no cree que al capitán le guste mucho que
llegue oliendo así. Y mucho menos al general.
Se viene el ascenso.
Desayunan apurados, se dan un beso rápido y
el sargento sale disparado. Disfrutó mucho el asueto, pero hoy debe reincorporarse
al servicio. Será un gran día.
***
-Pero
es un excelente soldado, mi general.
El
general le dedica una mirada feroz, que parece querer fulminarlo. El capitán se
pone pálido y empieza a sudar.
-¿Entiendo
que quiere contravenir mis órdenes, capitán?
-¡Eso
jamás, mi general!
-Tal
vez prefiera ocupar el lugar de ese sargento, capitán.
-¡No,
mi general, Dios me libre!
-Dios
no tiene nada que ver con esto, capitán.
-¡No,
mi general!
-Si
yo lo decido, usted ocupará ese puesto, capitán.
-Lo
sé, mi general.
-¿Tendría
algún problema con obedecer mis órdenes, capitán?
-¡No,
mi general, nunca!
-¿Y
si le ordenase que abriera esa puerta?
El
capitán tragó saliva.
-¡Lo
haría sin dudarlo, mi general!
-¿Seguro,
capitán?
-¡Muy
seguro, mi general!
El
viejo general escruta el rostro rígido del capitán.
-Así
me gusta, capitán.
El
capitán deja escapar un resoplido de alivio.
-Siempre
a sus órdenes, mi general.
-¿Y
por qué ese afán de salvar al sargento de su misión?
-Y…
es un buen tipo, mi general.
-¿Un
“buen tipo”?
-Y
sí, es colaborador, empeñoso, obedece sin reclamar…
-¿Un
“buen tipo”, capitán?
-Eh…
Sí, mi general. Pero, bueno, no es tampoco que sea una maravilla…
-Un
tipo como ese no puede ser “un buen tipo”, capitán.
-Sí,
mi general. Digo, no, mi general.
-Un
invertido jamás puede ser “un buen tipo”, capitán.
-Claro
que no, mi general.
-¿O
es usted como él, capitán?
-¡Claro
que no, mi general!
El
general se ha acercado al capitán hasta hacerle sentir el fuerte olor a puro
cubano de su aliento.
-¿También
le gustan a usted los putitos, capitán?
-¡Por
supuesto que no, mi general!
-¿No
vivirá usted también con un pibe afeminadito?
-¡Yo
vivo con mi familia, mi general, y usted lo sabe! ¡Vivo con mi mujer y mis
hijos!
El
general se aparta del capitán y vuelve a pasearse por la oficina.
-Lo
sé, capitán: es usted un hombre de familia.
-Lo
soy, mi general.
-Por
eso él abrirá esa puerta y no usted, ¿lo entiende?
-Perfectamente,
mi general.
-Me
alegro.
***
Mientras
el sargento se dirige a la “madriguera”, en casa su novio se estira en la cama,
feliz de la vida, con una gran sonrisa de oreja a oreja. Acaba de despertar de
un sueño maravilloso después de hacer el amor. Llamó al trabajo y avisó que
había amanecido enfermo; le creyeron.
El
sargento camina feliz, pensando que la
entrevista con el general ha salido muy bien, le ha hablado de lo mucho que
espera verlo crecer en la carrera militar, que después de este pequeño encargo
lo espera de vuelta para hacerle un anuncio. Lo ha llamado “hijo”.
El
muchacho mete los pies en las pantuflas de felpa con orejas. Se mira las
piernas. Ya es hora de que me rasures las piernas, boludo. Sonríe. Se pone de
pie y se encamina a la cocina.
¡Se
viene el ascenso!
¡Se
siente un hambre!
Sube
la escalinata y coge la manija. En el fondo, siente pena.
Abre
la puerta de un tirón.
¿Qué habrá de comer?
Fin
Basado en: «Hambre» de Luis Seijas.
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