(imagen de la película «Maximum Overdrive», basada en el relato «Trucks») |
Seudónimo: Transformación.
Autora: Ángela Eastwood.
Cuando aquella
última hoja se posó dulcemente en el césped,
Rose Mary decidió que no iba a morir dentro de aquel lugar. No moriría
en el silencio de aquellas paredes, entre aquellos rostros indiferentes, bajo
aquellas luces mortecinas. Y es que allí la muerte venía mucho de visita. Una
noche alguien estaba comiendo su puré de guisantes triturado y a la mañana
siguiente ya no bajaba a tomar su pan mojado en leche. Su ausencia se convertía
en otra silla vacía. Una silla que pronto volvía a estar ocupada por otro
rostro muerto de mirada perdida.
Rose se había
quedado viuda un año antes. Su Frank había muerto atropellado por un tráiler de
gran tonelaje. Una bestia roja que lo embistió frontalmente, pasándole por
encima y dándose a la fuga después. La policía dijo que nunca había visto un
atropello tan brutal. La cabeza quedó
tan incrustada en el asfalto que no hubo más remedio que hacer palanca para
despegarla.
Muchas noches
aquella bestia rodante se le colaba en los sueños con sus faros cegadores. Rose
sabía a lo que venía, venía de nuevo en busca de Frank, porque nunca se cansaba
de él. Y Rose quería avisar a Frank y le
gritaba ¡Huye Frank, que ya viene! Pero de su boca abierta no salía sonido
alguno y volvía a intentarlo una y otra vez sin conseguirlo y entonces Frank aparecía
silbando distraído y la bestia lo embestía con furia y lo lanzaba por los aires
como un muñeco de trapo. Luego, en su interminable
descenso, Frank ya no tenía cara, o al
menos se veía desdibujada, y ella corría o le parecía que corría para ayudarle,
pero lo que antes era asfalto ahora era un pantano negro que parecía
succionarla hacia el fondo. Cuando por fin llegaba a su lado ya la bestia lo
tenía atrapado entre sus dientes y ella gritaba ¡Noooooo!, del modo en que uno
grita en los sueños y Frank le tendía la mano temblorosa y a Rose le daba asco
esa mano que era un amasijo de sangre y carne desprendida y la rechazaba
retirándose poco a poco, mientras él la miraba con desesperación. ¡Rose
ayúdame! Parecía que decía, pero no
podía ser porque de su boca sólo salía sangre a borbotones, litros de sangre
coagulada. Y cuando la cabeza de su marido quedó aplastada en el suelo, Rose
miró con ansia dentro de sus ojos abiertos, porque una vez escuchó decir que lo
último que ve un muerto se queda grabado en la retina, como una foto. ¿Quién te
ha hecho esto Frank? Y de tanto mirar dentro de esos ojos abiertos que eran como
una foto, al final Rose vio unos labios de mujer y un nombre dentro: Douglas.
En el frontal de ese camión alguien había pintado una boca prometedora y dentro
había escrito un nombre. Rose se lo dijo a la policía, pero no la creyeron.
¿Quién iba a creer a una vieja loca, que decía que había visto unos labios
pintados dentro de los ojos de una masa de sangre incrustada en el asfalto?
Y es por eso que
cuando la única hoja que le quedaba a aquel árbol pelado se posó suavemente
sobre el suelo de hierba, Rose Mary pensó que debía darse prisa.
El sonido alegre
de un ukelele la distrajo de sus pensamientos. Era John. John era un tipo entrañable.
También lo habían llevado allí una tarde preciosa de otoño. También le habían
dicho que era un lugar silencioso y que era lo mejor para él. John había sido
escritor antes de que esa maldita enfermedad que barre los recuerdos le pasara
por encima, como una maquina apisonadora. Por eso ahora John tocaba el ukelele.
No me acuerdo de las palabras, Rose, decía. Con la música es distinto.
—Tengo que marcharme de aquí, John.
—Vas en busca de
esa boca pintada de rojo.
—Sí.
—¿Por dónde comenzaras
a buscarla?
—Iré al Dixie
boy. Dice mi hijo Curtis que es una especie de punto de encuentro de
camioneros.
—Oye, Rose.
¿Vendrás a buscarme después?
—Sí.
—¿Y no quieres
que te acompañe ahora? Me parece que sé conducir.
—Creo que yo aún
lo recuerdo. Me apañaré. No moriremos
aquí dentro, amigo mío. Nosotros no.
El Dixie Boy era
un recinto abierto al margen de la estatal número seis. Lo componía una
gasolinera, una tienda de “todo a un dólar” y una cafetería. El Dixie Boy era
el hogar de los camioneros, la parada obligatoria, el punto de encuentro para
tomar un café matutino antes de emprender la larga marcha o una copa al
anochecer, cuando se acababa la jornada. Entonces llegaban las risas y los
codazos pícaros. El alcohol soltaba las lenguas facilitando las confesiones más
guarras, contadas con un lenguaje soez. A la cuarta copa ya se hablaba de la
puta de los pantaloncitos cortos que se había subido en la carretera ocho y le
había comido el rabo a Jack “el mugriento”, que estaba casado con una vaca que
tenía un pelo en la barbilla del tamaño de un árbol secuoya.
Cuando Rose
entró en el local se hizo un silencio sepulcral. El tipo que hablaba del grosor y de la dureza
de su rabo, y de cómo se lo hubiera
metido él a la tipa del pantaloncito corto, se quedó con la boca abierta. AC/DC
vociferaba en ese momento que el sonido de los tambores sonaba en sus corazones
y que unas señoritas habían sido muy amables. Guau, nena, estupendo.
Rose se acercó a
la barra y le dijo al camarero que deseaba una
taza de té de vainilla y canela, con dos terrones de azúcar moreno. Caliente
por favor, gracias.
—No tenemos té
de flores—dijo el camarero—.Tampoco tenemos tacitas de té.
—Max, ponle una
taza de té a la dama. Y si no tienes té tal vez podrías servirle una infusión de esas que le preparas a Willy
cuando tiene indisposición estomacal. Ya sabes—dijo un camionero grande como una montaña que llevaba tatuada
una calavera en llamas en el brazo.
—Soy Ron,
amiguita. ¿Qué hace una chica como usted en un antro como este?—dijo el de la
calavera, ofreciéndole su manaza.
—Soy Rose Mary,
jovencito. Busco a la dueña de un camión con unos labios pintados en el frontal—dijo
Rose.
Desde la máquina
de música alguien chilló que Connie “la
flaca” llevaba unos labios pintados en el frontal de su viejo Peterbilt.
Connie. Se llama
Connie, pensó Rose. Connie “la flaca”.
—Necesito hablar
con ella.
—Pues eso va a
ser complicado, señora, porque está en
el manicomio. Dicen que se ha vuelto loca. Hace algunas noches la policía la
encontró vagando por la calle, contando la misma historia sin parar. Una y otra
vez. Siempre lo mismo.
—¿Y qué es lo
que contaba, si puede saberse?
—Decía que no
podía salir del interior de los ojos de un muerto. Que luchaba, pero que él no la dejaba y que la
sangre le llegaba ya a la cintura. Que esa sangre estaba llena de coágulos tan grandes
como el tumor maligno de una vaca y que pronto le llegaría al cuello, luego a
la boca y luego a los ojos. Después de esto se tomó un bote entero de pastillas
y la encontraron en medio de un vómito. Alguien la llevó al hospital comarcal y
allí decidieron que está como un cencerro.
Connie. Connie
“la flaca”. La chica que se volvió loca porque no pudo con los remordimientos.
La chica que no pudo soportar tanta sangre dentro de unos ojos. Ni el abismo
que vio en ellos. La mujer hermosa que pisó el acelerador con un amasijo de
sangre y vísceras bajo su viejo Peterbilt del 50. Tan sólo una noche antes
Douglas la había abandonado. Le había dicho que su decisión era firme. Firme
como una sentencia. Una decisión sin grietas. Inapelable. No lo vio.
Simplemente no lo vio cruzar y se lo llevó por delante, con la salvaje
violencia de la ceguera. Oyó el golpe sordo. Y luego sólo quiso correr. Correr
y desaparecer del mundo.
Ahora los días
eran nublados y grises en su mente. Una cortina piadosa se había interpuesto
entre ella y toda esa sangre obscena.
Cuando Rose Mary
se sentó frente a ella Connie no la miró. Hacía mucho tiempo que sólo miraba
por la ventana. No había sabido nada más de Douglas. Debía saber que estaba
internada y ni siquiera se había dignado a visitarla.
—¿Sabes quién
soy?—preguntó Rose con una dulzura inesperada.
Como Connie no
reaccionó, Rose Mary la tomó de la barbilla y la giró con mimo hacia ella. Que
ojos tan dulces, pensó. Que ojos tan dulces tienes, Connie. Pequeña.
—Soy su esposa,
Connie. Soy la mujer del hombre que atropellaste—dijo.
Connie negó con
la cabeza, como una niña obstinada.
—No ha venido a
verme. Él no ha venido. Me decía cada noche “no te vayas, quédate un poco más a
mi lado, me moriré de frío si te marchas”.
—¿Quién,
querida? ¿Douglas?
Connie la miró
con los ojos muy abiertos.
—Me lo dijo por
la emisora. Potro salvaje ya no verá más a su conejita verde. Es imposible. Lo
siento, preciosa. Te deseo mucha suerte. Y aquella noche me revolví en mi cama
como un animal herido. Di vueltas y vueltas, ahogando el llanto en la almohada.
Mordiéndola con rabia, porque a veces el dolor se agarra a la rabia para dejar
de ser dolor. No podía dormir, ni comer, porque su ausencia se me agarró a las
tripas y no me dejaba ni respirar. Cuéntame de qué color llevas las bragas,
nena, no cuelgues, mi mujer no viene hasta dentro de una hora, me decía a veces
por teléfono. Son negras, mi vida, me las he puesto para ti. Luego tragaba
saliva mientras él me susurraba que cosas me haría por encima y por debajo de
las bragas.
—Connie. Connie.
Mataste a mi Frank. Pasaste por encima de su cabeza con las ruedas de tu
camión. Quedó tan incrustada en el suelo que tuvieron que rascar con una
espátula para despegar sus sesos del
asfalto. Connie. No paraste. Tal vez podrías haberle ayudado. Y es por eso que
ahora debes venir conmigo. ¿Sabes pequeña? Debemos pagar nuestros errores. Pero
estarás bien. Te lo prometo. No sufrirás. No sufrirás como mi Frank. Será
agradable. Y dormirás. Dormirás para siempre.
— Sí. Y podré
escapar de sus ojos. Por fin podré escapar de esa playa de sangre. Porque
Douglas ya no va a venir a verme ¿verdad?
—No, tesoro.
Douglas no vendrá. Vamos, vamos. Estarás bien. Te prometo una muerte muy dulce.
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