martes, 19 de junio de 2018

Ivonne

Por Juan Carlos Santillán Villalobos.

—¿Mantuvo usted relaciones sexuales con la menor? ¡Conteste sí o no!
El Profesor puede sentir aún en las yemas de los dedos su piel suave. La textura de su blando vello púbico. Su tierna vulva húmeda.
—Sí.
Conoció a Ivonne en una cafetería.
—También me gusta Oé.
Bajó el libro y la observó a través de sus gruesas gafas de montura negra. Era bastante menuda, parecía aun menor de lo que en realidad era. Llevaba uniforme de colegio. Un colegio católico, de monjas. Pulóver verde y falda tableada a cuadros. El cabello muy negro y lacio, corte paje. Los ojos almendrados, algo separados. Los labios delgados abultados en el centro, de manera que lucían carnosos. No llevaba maquillaje ni aretes. Un brillante crucifijo dorado descansaba sobre su pecho casi infantil. Su voz... su voz era ronca y acariciadora. Toda su sensualidad se concentraba en su voz y en su mirada.
—Perdón, ¿cómo dices?
Levantó su mano pequeña, de dedos flacos y uñas carcomidas. Traía una diminuta tira de cuero atada al índice que apuntó hacia él.
—El libro.
Estúpidamente, dio la vuelta al libro y miró la portada, como si él mismo no supiera qué estaba leyendo. "El grito silencioso", de Kenzaburo Oé.
—Ah, sí. Lo estoy releyendo. Me gusta mucho también.
—Esos orientales son unos pervertidos.
Él sonrió.
—¿Te parece?
—Sí, claro. ¿Has leído "El amante de la China del Norte"?
—Marguerite Duras. Originalmente se llamó "El amante", a secas, pero a la gente le parecía raro un chino alto y blanco, así que la autora decidió hacer el añadido. Por cierto, la autora es una mujer francesa, no un hombre oriental.
—Pero las cosas que le hizo el tipo...
—Es un libro.
—Dice que  la historia es real.
—Lo sé.
Ella lo observó en silencio un momento.
—¿Ocurre algo? —le preguntó él.
Entonces ella lo dijo.
—Soy Ivonne. Y soy sapiosexual.
Estaban solos en ese ambiente. Él volvió a sonreír, nervioso.
—Pues yo no soy pedófilo.
—Porque no has tenido la oportunidad. No me has dicho tu nombre. Te diré "Profesor". ¿Quieres tener la oportunidad, Profesor?
—¿Cómo... cómo dices?
Ella no sé relamió los labios ni se recogió la falda. No desabotonó la blusa que quedaba oculta bajo el pulóver y el crucifijo. Se limitó a repetir:
—¿Quieres tener la oportunidad?
Y él, con treinta y nueve años y diez meses de vida, con un matrimonio feliz, con un hijo adolescente casi de la misma edad de ella, que lo hacía sentir orgulloso de sus logros, y con un trabajo bien remunerado que dependía en buena medida de su imagen intachable, él, con todo eso, respondió sin embargo con el único monosílabo que podía destruir su vida:
—Sí.
—Sal primero. Sube a tu auto y da la vuelta a la manzana. Recógeme en la calle de atrás.
—¿Has hecho esto antes?
—Voy al baño.
Sin más, se levantó y se fue. Él se quedó sentado, asiendo aún el libro abierto, con la garganta reseca y las manos empezando a temblarle. Cerró el libro, salió del local y se dirigió a su auto.
Se aferró fuertemente al volante.
—Voy a ir preso —dijo en voz alta.
Lo interrumpieron los golpes en la ventanilla del lado del copiloto. Miró alrededor. Como un autómata, había conducido hasta el lugar acordado casi sin darse cuenta. Ella golpeaba el vidrio con los nudillos. No había nadie más en la calle. Él abrió la puerta. Ella subió y se acomodó en el asiento con la pierna izquierda doblada, su rodilla tocando el muslo de él. Entonces él notó realmente lo menuda que ella era: el flequillo de colegiala quedaba a la altura de su barbilla mal afeitada.
—No me digas que te arrepentiste, Profesor.
Su voz ronca, su rodilla contra el muslo de él, su muslo descubierto. Una fuerte erección inflamó el pantalón de mezclilla. Ambos lo notaron a la vez.
—Nada de eso —respondió el Profesor. Y puso el auto en marcha.
Es increíble lo fácil que resulta, en ciertas partes de esta ciudad, entrar a un hotel con una menor de edad sin que nadie haga pregunta alguna. Dejaron el auto en el estacionamiento y subieron a la habitación. 306A.
—El número de mi casillero —dijo ella, tomando la llave de la mano de él—. Tal vez nos trae suerte.
Se adelantó y buscó la habitación. Viéndola caminar delante de él, como guiándolo, al Profesor le entró una pena profunda, acompañada de náuseas, que le revolvió el estómago al pensar una vez más cuántas veces habría hecho la chica eso antes. Llegó junto a ella, que se había quedado de pie frente a la puerta.
—Es aquí —anunció Ivonne, como burlándose de la obviedad.
—Haz lo honores: tú tienes la llave.
Ella sonrió a medias. Llevó la llave a la cerradura e intentó introducirla, pero el temblor de sus manos se lo impidió. En ese instante el Profesor quiso cubrirla de besos. Ella volteó. Lo encaró, desafiante. Logró mantener la voz firme al preguntarle:
—¿No deberías abrir tú y llevarme en brazos?
Él abrió la puerta y dio la vuelta hacia ella, haciendo el ademán de cargarla.
—Era una broma —dijo ella, entrando sola.
Fue directamente a la cama. Se sentó con las piernas muy juntas, la cabeza baja. Durante un momento, el Profesor no supo qué hacer. Finalmente pasó, cerró la puerta con seguro y se sentó a su lado. La observó. Ivonne tenía el rostro encendido, casi parecía congestionado. Sus ojos lucían vidriosos. Los dedos temblorosos jugaban con  el anillo de cuero sobre la falda. Las rodillas entrechocaban.
—No tienes... no tenemos que hacer esto
Ella volteó hacia él y colocó la mano en su pantalón, sobre el miembro aún erecto.
—Eso te decepcionaría mucho.
—No lo niego.
—Hagámoslo. Házmelo.
Lo soltó, se dejó caer de espaldas en la cama y así se quedó, quieta. Por segunda vez, el Profesor permaneció un momento sin hacer nada. Después se quitó el saco y las gafas. Se dirigió al interruptor de la luz.
—No la apagues... por favor —susurró Ivonne.
Su voz ronca. El Profesor decidió no pensar más. Cuando metió las manos bajo su falda, sentió la ropa interior húmeda. No hubo más preámbulos. Le quitó la diminuta tanga, se abrió la bragueta y bajó su bóxer. La levantó y la hizo sentar sobre él. La penetró sin más. Ella lanzó un alarido. Era virgen. Él no se detuvo Ella se aferró a su espalda, clavándole las uñas. Él la cogió del cabello con fuerza. Ella gimió. Ambos descubrieron que les gustaba la violencia.
—¿Empleó la violencia con ella?
—No —miente el Profesor.
—¿Y cómo explica los moretones?
Salieron muy tarde de la habitación.
—¿A dónde te llevo?
—Tomaré el autobús.
—Pero tengo el auto, puedo llevarte.
—Sería peligroso.
Hablaba sin mirarlo a los ojos. Terminó de arreglarse y se dirigió a la puerta. Se detuvo.
—Estudio en el Carmelitas, el colegio —le informó—. Salgo a las seis.
Y se fue.
Se vieron casi a diario durante un par de semanas. Pero un día, ella desapareció. Al tercer día de ausencia, él empezó a preocuparse. Al cuarto, ella apareció en la cafetería. No llevaba puesto el uniforme. Traía unos jeans y un jersey muy sueltos.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó él Profesor
—Mi madre vio los moretones.
El profesor se revuelve en  la silla, nervioso.
—La madre.
—¿Fue la madre, me dice?
—Sí.
Se acomoda las gafas, por hacer algo.
—¿Y qué hizo?
—Se lo dijo a mi padre. Nos mudaremos.
—¿A dónde?
—Lejos.
Él guardó silencio.
—Fuguémonos —dijo ella de pronto.
—¿Qué?
—Vámonos juntos a cualquier parte, Profesor. Deja a tu familia. Yo dejaré a la mía.
Él miró alrededor. Había gente ese día. Los miraban.
—Baja la voz. No sabes lo que dices.
—Sí lo sé. Estoy harta de ellos.
—Ya. Eso es normal.
—¿No quieres?
—No.
Se hizo el silencio. Ella lo miró durante un largo minuto. Luego se levantó y se fue. Él no la siguió.
La hallaron muerta dos días después. La noticia apareció en todos los titulares.
—Ivonne se suicidó.
—Eso dijeron los medios.
—Estaba embarazada.
—Sí.
—¿Usted lo sabía?
—No.
—Y nos dice que los moretones que presentaba el cuerpo se los provocó la madre.
—Fue lo que ella me dijo.
—¿Qué hizo cuando supo que había sido hallada muerta?
Se masturbó pensando en ella, llevándose a la nariz un mechón que había arrancado de su cabello. Después fue a la comisaría.
—Me entregué a la justicia.
—Pero usted no tuvo nada que ver con su muerte.
—No.
—¿Entonces por qué se entregó?
—Sabía que llegarían a mí. Averiguarían que habíamos tenido algo.
La fiscal resopla.
—No tengo más preguntas, señor juez.
—Bien. El acusado póngase de pie.
El Profesor obedece.
—Se dictará sentencia el día de mañana a mediodía. Hasta entonces, seguirá en prisión preventiva. Se levanta la sesión.
Le colocan las esposas. Lo llevan al vehículo. En el camino pasan junto a un grupo de muchachas. Son las amigas de Ivonne, que han asistido a la audiencia. Una de ellas logra acercarse al Profesor. Es una rubia alta, bastante desarrollada.
—¡Hijo de puta! —le grita. Y le escupe en el rostro.
Él ha cerrado los ojos por inercia. Al volver a abrirlos, le sostiene la mirada. Pasa la lengua por sus labios, saboreando la saliva que escurre por ellos. Ella lo observa asqueada. Se da la vuelta. En el grupo hay una chica morena, menuda y esmirriada. Parece menor que las demás. Contempla al Profesor como hipnotizada.
—Saldré en dos años —anuncia el Profesor, dirigiéndose a la morena, que abre los ojos, sorprendida.
Sólo serán dos años. Con un recurso, su abogado conseguirá que la pena no sea efectiva. Por entregarse, por colaborar, porque no tiene antecedentes. Y porque no dejó huellas en el frasco.
La morena le sonríe, tímida. Él le devuelve la sonrisa. Sólo serán dos años. Tal vez mucho menos.


VIAJE DE NEGOCIOS

Por Ada Liliana Jalile.

Cuando el hombrecito salió del baño, del ómnibus sólo quedaba la polvareda y el quejido lejano de la carrocería. Aterrado, corrió al mostrador:
   –Señor, ¿a qué hora pasa el próximo para la capital?
   –Martes, 7.30 de la mañana.
   –¿No hay otro antes? ¿Hoy…?
   –Acá entra los martes nomás.
   –Pero… ¡yo venía en el que acaba de salir! Me bajé al baño… Hay que avisar al chofer para que vuelva –dijo con mirada convulsiva.
  –La radio no funciona desde la tormenta de marzo. Marzo del anteaño pasado, digo.
   Pasó el día buscando un medio para seguir viaje. No había ninguno. Al anochecer, tomó una habitación en la única pensión del pueblo. Colgó con cuidado su traje en una silla y durmió en calzoncillos: algo encontraría al día siguiente para marcharse. Pero el miércoles tampoco cumplió con sus expectativas.
   El jueves, más resignado a la demora, compró algunas ropas y las colgó en el enorme ropero. Había dos pensionistas más: un viejo empleado de la estafeta y una maestra joven. Compartía el almuerzo con ellos y con Elvira, la propietaria (una india de caderas amplias y mirada lejana), más los dos pequeños hijos de ésta. El viernes abandonó su actitud furtiva y conversó familiarmente con los demás comensales; lo sorprendió descubrir que su torturante timidez había desaparecido.
    El domingo, desistió de la infructuosa búsqueda de transporte. Se dijo vagamente que no habiendo hijos que mantuvieran ocupada y entretenida a su esposa, ésta podría estar afligida. Estaría bien telefonear para avisarle del percance; aunque seguramente un par de días más no la matarían. Además, ella solía aprovechar cualquier ocasión para dejarle en claro que casarse con él había sido uno de sus mayores errores, tal como se lo había dicho su difunta madre, bla, bla, bla. Pensó inmediatamente en la seguidilla de reproches humillantes que se estaba ahorrando, y la culpa incipiente se desvaneció por completo.
   El lunes salió temprano y regresó con doce naranjas perfectas para Elvira, unas bagatelas para los niños y alpargatas para él, y pasó el día trabajando como burro en remover tierra y plantar hortalizas en el campito adosado a la casa. Ahí descargó sus últimos restos de tensión.
   El martes, ella lo despertó antes del alba para que se preparara para el viaje. A través de la puerta dio las gracias, pensó en la esposa lejana y seguramente furiosa y siguió durmiendo un par de horas. Al mediodía, mientras le alcanzaba un humeante plato de locro, sin mirarlo, ella dijo:
   –Ha perdido el ómnibus.
   –Así es –respondió, y pensó que había que podar la viña.
Después de comer se puso a la tarea, silbando una tonada que no recordaba dónde había escuchado antes. Luego juntó los vástagos podados en un haz y fue a dejarlos en el galponcito del fondo, para que secaran. “Buena chamicita para el fogón” se dijo. En eso estaba cuando desde la semioscuridad de un rincón surgió un suspiro y el frufrú de un movimiento entre la paja. Achicando los ojos para acostumbrarlos, vio que era la doña de la pensión durmiendo a pata suelta. A decir verdad, la siesta era una delicia en esos rumbos. Inmóvil en mitad de la amplia pieza, recordó las otras, cuando salía del banco a comer refritos a las apuradas en el barcito de la esquina; el gerente, ese sapo negrero de mierda, contaba los minutos que tardaban en regresar al yugo. Lo curioso es que esa imagen, lejos de nublarle el ánimo, lo llenó de un inesperado cosquilleo de felicidad. Depositó la chamiza en cualquier lugar y se acercó a la durmiente. Ya fuera por ese sexto sentido que el mito atribuye a las mujeres en general, o porque esta en particular había estado fingiendo descaradamente, la cosa es que cuando él estaba a dos o tres pasos, ella abrió los ojos y le sonrió con cara de sueño. Él se dijo que si eso no era una invitación, bien habría tiempo después para pedir disculpas y se recostó suavemente a su lado, sin decir una palabra, con los ojos muy abiertos. El primer contacto de su mano con el muslo moreno le disparó chispas eléctricas que después de recorrerlo de cuerpo entero, encontraron su terminal justo en el órgano apropiado. Viendo que no había quejas, quiso ponerse encima de la recién descubierta Eva, pero esta le dijo “no” graciosamente con un dedo. Lo desnudó con suave agilidad y después se deshizo de su vestido en un solo movimiento. Debajo no llevaba nada. “Ahora sí” se dijo él, en el colmo de sus arrestos y trató de acostarla de espaldas; pero otra vez, el índice negador lo detuvo. No entendía nada. Al borde de la desesperación, le lanzó una mirada suplicante, y ella, siempre sonriendo, tomó su miembro entre ambas manos y dulcemente fue acariciando, como sopesando y disfrutando su sedosidad. Él pensó que nunca nadie antes lo había acariciado así y creyó que había llegado al punto máximo de la delicia; pero segundos después tuvo que rectificar ese juicio, cuando la tibieza de una lengua lo abrasó conduciéndolo rumbo al paraíso. Supo que había llegado a él cuando ella, incorporándose, se puso a cuatro patas y le entornó las pestañas por encima del hombro.
El viernes regresó del mercado, dejó las bolsas de la compra sobre la mesa de la cocina, cerró con parsimonia la puerta medio desvencijada y le puso la tranca. Elvira, desde el fogón, lo miró de reojo y siguió revolviendo el puchero, con los ojos achinados de anticipación. Cuando sintió las faldas levantadas inclinó sabiamente la grupa si dejar de atender la olla del potaje y esperó el primer embate. Y el segundo, y el tercero hasta que decidió dejar de contar y de revolver porque ahora el ritmo era otro y además necesitaba apoyar ambas manos. Un galope lento fue acercándolos al final del camino; pero él comprendió que no quería arribar a ningún lado, sino seguir cabalgando con los ojos cerrados, envuelto en la fragancia lúbrica de las especias. Tomó por riendas las dos suaves, redondas, tersas tetas morenas y alargó el camino todo lo que pudo hasta ese horizonte de gemidos apagados que los recibió en sucesivos estallidos agónicos.
El sábado Elvira le dijo en un susurro:
   –Ha andado gente preguntando por Dardo Héctor Gutiérrez; que diz que está desaparecido.
   –¿Y usté qué le dijo?
   –Que no lo conozco.
   –Bien dicho –respondió, mientras se metía bajo las sábanas, rumbo a la tibieza definitiva de esas caderas.


Solsticio de verano

Por Yolanda Martí Martí.

Odiaba aquella maldita cueva. No comprendía cómo era posible que tanta gente viniera a visitarla. Sin duda, el mundo estaba lleno de tarados. Iban dando tumbos de aquí para allá como pollos sin cabeza. Por un momento se imaginó a su jefa sin cabeza y la muy puta seguía andando como si tuviera un palo metido en el culo... «Ambrosio, antes de marcharte pasa por la cueva a cambiar esos leds», le había dicho, recostándose tras el escritorio de su elegante despacho y cruzando sinuosamente las piernas. La falda se le había subido y una buena porción de muslo había quedado a la vista. No había duda de que sabía calentar a los hombres, aunque se comentaba que prefería a las mujeres...

El puto chico de los recados, eso era lo que era. Como si no fuera bastante ocuparse del mantenimiento en el hotel, también lo enviaban a la cueva. ¡Diablos!, cada vez que ponía un pie allí sentía cómo el vello del cuerpo se le erizaba. Pero ya quedaba poco —sonrió al pensarlo—. En unos meses se jubilaba y lo mandaría todo al carajo.

Localizó los leds que no funcionaban y avanzó con la linterna en la mano sobre la pasarela de madera que conducía a la otra orilla del riachuelo subterráneo. La corriente era muy débil, el agua apenas se movía y reinaba el silencio, pero de repente escuchó el silbido del viento creando ecos entre las paredes de roca. Cuando eso ocurría, decían que se trataba de los lamentos de las almas de los muertos, que deseaban escapar de allí. Además, los supersticiosos creían que en algún lugar de aquella cueva había una entrada al inframundo.

Se encontraba examinando la pared, donde las luces estaban situadas estratégicamente tras un conjunto de estalactitas, cuando oyó un chapoteo en el agua. Dio un respingo y dirigió el haz de luz hacia las aguas negras.

—¿Quién anda ahí? —preguntó moviendo la linterna para iluminar un mayor ángulo a su alrededor. Durante un segundo, a su derecha, distinguió las piernas desnudas de una mujer junto al riachuelo. Se sobresaltó tanto que le cayó la linterna al suelo. Sintió que unas garras se hundían en su pecho y espalda. Gritó y se debatió, presa del pánico. Sin embargo, la criatura era fuerte y lo empujó, derribándolo boca abajo. Escuchó un gemido de placer mientras unos afilados dientes penetraban en su nuca y se hizo la nada.

****


—¿¡Cómo que no hay nada que celebrar!? —exclamó Kimi levantando su jarra de cerveza—. ¡Por la soltería!

Miguel sonrió y los dos amigos brindaron. En un primer momento se habían desanimado al saber que el tercer miembro del grupo, Carlos, no vendría. Al parecer, después de tanto tiempo huyendo de los compromisos, lo habían pillado. Una vez al año se reunían durante un fin de semana para celebrar su soltería, pero en esta ocasión solo iban a ser dos.

—¡Él se lo pierde, Miguel! Oye, voy a darme una ducha porque ya he reservado hora para un masaje. Precisamente me recomendaron este hotelito por la buena fama de las masajistas.
—¿Aún te molesta la rodilla?
—En realidad, está mucho mejor. Pero hay que aprovechar que estamos aquí, ¿no? ¡Anímate tú también! —Se incorporó y dio una palmada a Miguel en la espalda.
—Yo prefiero ir a visitar el Refugio de la Sibila —contestó mostrando unos folletos sobre la historia de la cueva que había estado hojeando.
—Bah, ¡ya salió el intelectual! No sé cómo te pueden gustar esas cosas...

Un rato después, Kimi entraba con solo una toalla anudada a la cintura en la habitación que le habían indicado. «Ya salgo», dijo una voz femenina. Comprendió que ella se encontraba en un pequeño cuarto anexo, aunque la puerta era acristalada y podía entrever su silueta. La chica se sacó el suéter por la cabeza y él contempló con deleite el vaivén de sus generosos pechos. Luego, mientras se bajaba los pantalones, admiró las curvas de sus caderas y comenzó a preguntarse cómo sería acercarse a ese cuerpo, rodeándolo con sus brazos desde atrás mientras posaba los labios sobre la delicada piel de la garganta... Su propio cuerpo empezó a reaccionar y se recolocó la toalla. Esperaba que no se notara. Mientras, ella se cubrió con una sencilla bata y abrió la puerta.

—Hola, soy Estrella —dijo tendiendo una mano. Al hacerlo, Kimi no pudo evitar fijarse en cómo se marcaban los pezones de la chica en el suave tejido de algodón. Su piel morena contrastaba maravillosamente con la blancura de la ropa, de igual modo que los cabellos negros y rizados, que escapaban indómitos de la coleta. Kimi recuperó la compostura y le contó lo de la lesión en la rodilla.

Tras unos minutos, Kimi estaba boca abajo y Estrella le masajeaba la pierna. Iba haciendo movimientos ascendentes y descendentes, pero cada vez ascendiendo más, hasta el punto de que los dedos de la chica llegaron a meterse bajo la toalla que cubría el trasero. Era una delicia sentir el movimiento de sus manos expertas, aunque al mismo tiempo se estaba convirtiendo en un tormento. Entonces, ella apartó un poco más la toalla y masajeó la parte posterior del muslo rozando la nalga.

Sin lograr contenerse, Kimi acercó la mano hasta la pantorrilla de Estrella. Su piel era tan suave como había imaginado. Viendo que no se inmutaba, siguió acariciando su pierna con el dorso de la mano hasta alcanzar el muslo. Allí se detuvo y posó sus cinco dedos sobre la cálida piel, presionándola con suavidad pero también con avidez. En su imaginación ya la estaba haciendo suya. Los dedos subieron un poco más... hasta que acariciaron el encaje de la ropa interior. Estrella le apartó la mano.

—No tan rápido, caballero. Aquí mando yo.

En ese mismo instante, Miguel se acomodaba en un bote junto a otros visitantes. Aquella mañana había pocos turistas, por lo que con un bote era suficiente. Se encontraban en la parte más amplia de la cueva, donde había un lago subterráneo rodeado de espectaculares formaciones de estalactitas y estalagmitas. La iluminación, situada en los puntos estratégicos, incrementaba la sensación de estar en un lugar irreal.

—Desembarcaremos al otro lado del lago —explicaba la guía, que seguía de pie mientras todos los visitantes se habían sentado—. Allí podrán ver unas peculiares estalagmitas rojizas. Dice la leyenda que fue en ese lugar donde mataron a la sibila. Le cortaron la cabeza y las extremidades, arrojándolas en diferentes direcciones. En el punto donde cayeron surgieron esas extrañas formaciones.

Un turista adolescente que había metido el brazo en el agua comenzó a gritar en ese momento. Intentaba sacarlo, pero no podía. Se produjo un tumulto en el interior del bote y la guía perdió el equilibrio, quedando prácticamente sentada encima de Miguel. El chico que había conseguido asustar a todos los presentes soltó una carcajada y sus compañeros lo felicitaron por la ocurrencia.

—Lo siento —Se disculpó la chica, incorporándose un poco avergonzada. El cabello rojizo le había caído sobre los ojos y sujetó un mechón tras la oreja.
—No hay de qué... Ilargi —respondió él, leyendo el nombre que la joven llevaba escrito en una tarjeta indentificativa. Ella sonrió y Miguel tuvo la impresión de que sus ojos verdes brillaban. Entonces reparó en las pecas que salpicaban su piel—. Curioso nombre. ¿Tiene algún significado?
—Significa Luna en euskera.

Siguió el recorrido por la cueva y Miguel y Ilargi continuaron intercambiando impresiones. Ella le comentó que aquella noche se celebraba el solsticio de verano, una fiesta popular curiosa en la que la gente del pueblo recorría un sendero por la montaña sujetando antorchas hasta alcanzar la entrada de la cueva. La mayoría lo hacía para que se cumpliera un deseo o, simplemente, para tener buena suerte.

—Es digno de ver, te lo recomiendo. Desde la terraza del hotel, en el restaurante, hay una vista espectacular —indicó ella.
—En ese caso... ¿Qué te parecería que esta noche te invitara a cenar?

****


Kimi contó a su amigo que había invitado a cenar a Estrella, la masajista, y ambos se rieron mucho al descubrir que habían hecho lo mismo. Dejándose llevar por el morbo, decidieron que podrían cenar los cuatro juntos y que ya verían sobre la marcha... Sin embargo, los sorprendidos fueron ellos cuando las chicas se presentaron juntas y les dijeron que eran hermanas.

—¡Menuda casualidad! —soltó Kimi.
—Las casualidades no existen —comentó Estrella, que se había sentado a su lado—. Si nos hemos encontrado es por algo.

Tras decir esto y dedicar un guiño a su acompañante, la chica colocó su mano izquierda sobre el muslo de Kimi. Este, que no se lo esperaba, a punto estuvo de tirar el tenedor. Estrella, que llevaba un vestido rojo escotado y era evidente que no se había puesto sujetador, soltó una risita. Ilargi, por su parte, vestía de negro, medias incluidas. Cuando tomó asiento junto a Miguel, este pudo ver cómo la falda subió unos centímetros, hasta casi medio muslo, quedando expuesto el encaje del final de la media y el principio del liguero. La lencería era su debilidad y de inmediato se sintió acalorado.

Mientras comían la ensalada, las chicas contaron anécdotas ocurridas en el hotel con algunos clientes y en la cueva con los visitantes. Cuando trajeron el segundo plato, más allá del ventanal panorámico se podía apreciar cómo la gente subía por el sendero con las antorchas. Sin embargo, ninguno de los cuatro prestó demasiada atención. Estrella había realizado avances con su mano hasta alcanzar la abultada entrepierna de Kimi. Ilargi, viendo que Miguel no se decidía, tomó su mano izquierda y la puso sobre su pierna. Él se olvidó de la comida y se concentró en seguir explorando bajo la falda. Acarició el encaje de la ropa interior, presionando con suavidad en la parte central de la prenda, que empezaba a humedecerse. Ilargi ahogó un gemido casi al mismo tiempo que Kimi.

Ninguno quiso postre. Marcharon directamente a la habitación, deseosos de liberarse de las ropas y sentir el calor de otra piel. Tras cruzar el umbral, Estrella empezó a besar a su hermana mientras le desabrochaba la blusa. Kimi se acercó por detrás y bajó la cremallera del vestido de Estrella, que ella dejó caer al suelo. La besó en el cuello y encerró entre sus dedos aquellos pechos que tanto deseaba. Por su parte, Ilargi acariciaba el culo prieto de Miguel mientras ellas seguían besándose.

Después, Kimi y Estrella se acomodaron en el sofá. Ella misma liberó el henchido miembro de la prisión de la ropa y lo rodeó con sus labios. En la cama, Miguel se colocó entre las piernas de Ilargi, que seguía con las medias y el liguero, y se esforzó en estimular el centro de su femineidad. A juzgar por sus grititos, lo estaba consiguiendo.

Durante varios minutos solo se escucharon gemidos de placer. Estrella cabalgaba sobre Kimi como una experta amazona y Miguel hacía lo propio con Ilargi. Ambas parejas estaban concentradas en alcanzar sus orgasmos, lo que ocurrió casi al unísono. Y en ese instante, mientras cada uno podía sentir el orgasmo del otro, tuvo lugar la transformación: ambas chicas sintieron cómo sus dientes crecían y sus manos se convertían en garras, al mismo tiempo que la sed de sangre lo dominaba todo. Mordieron el cuello de los hombres y sintieron multiplicar su orgasmo mientras se llenaban de nueva vida.

Ellos intentaron liberarse, pero no lo consiguieron. A medida que se iban quedando sin fuerzas, conectaron con los pensamientos de ellas y conocieron su historia. Sí, en la cueva había una entrada al inframundo. Sintieron el terror de la sibila cuando fue desmembrada, aunque ella sabía que era necesario morir para volver a vivir. Para siempre. De cada una de las partes de su cuerpo nació una nueva criatura. Eran seis hermanas, y todas sabían lo que estaba ocurriendo en ese instante porque eran una. Ahora vendrían para unirse a la fiesta y celebrar su propio solsticio de verano.

La pequeña muerte

Por Ángela Piñar.

La primera vez que soñó con su muerte, se despertó sudada como un caballo viejo y anduvo todo el día con los ojos volados. La segunda arrugó la nariz, como si alguien estuviera cociendo coliflor; la tercera pensó que la vida intentaba decirle algo y se puso manos a la obra. Convocó  a sus clientes más fieles y les dijo que había llegado el momento de buscarse otro coño de pago, que ya no estaba para tanta contorsión, pero que los llevaría siempre en el corazón, que gracias, que hasta siempre y que por cierto vendía sus muebles, que si alguno estaba interesado que supiera que habían pertenecido a una dama ricachona, que pesaban como el plomo y que si eran tan amables de cargar con ellos y que gracias.
Cuando no le quedaron más muebles que la cama vetusta y la mesa en aquella casa llena de corrientes de aire, se fue hasta las pompas fúnebres para comprar un ataúd sofisticado y una losa con su nombre. A la mañana siguiente se levantó tiritando y presa de un terror que le nacía en los dedos de los pies y le subía hasta la nuca. Por la tarde comenzó a notar un sabor como a tierra y calculando que ya se acercaba el momento, tomó el teléfono y solicitó un taxi a la calle Robador. Sí, es en El Raval. Sí, en la zona chunga ¿Diez minutos? Gracias.
Llovía con rabia cuando apareció el coche negro y amarillo.
Hola. Hola.
—Lléveme hasta el cementerio, joven, si no es molestia,  y espere por favor que así me trae de vuelta. Solo será un momento, lo que tardo en poner unas flores sobre mi tumba.
Otra chalada. Todas le tocaban a él.
—Eso suena un poco raro  —dijo el hombre, subiendo un poco la ventanilla para que no se colase la lluvia.
—Lo sé, una nunca piensa que pueda llegar a decir algo así, pero es que llevo muchos días soñando con mi muerte y presiento que está al caer —aclaró ella apartando un mechón de cabello del rostro. El agua le resbalaba por las mejillas—. Tengo un sabor como a tierra en la boca.
—Sabor a tierra. Vaya, qué cosa tan curiosa. Ande, suba al coche, que ahora pensamos dónde vamos —dijo el taxista mirando el cielo cargado de nubes negras—. Entre, que se está empapando, mujer.
—No vaya a creer que yo tengo algún interés en morirme, que mi vida no es tan mala. Es por los sueños.
—Mire —dijo el hombre suspirando—, este era mi último servicio de hoy. ¿Qué le parece si en lugar de ir a ese cementerio nos tomamos un café bien cargado? Igual se le va el gusto a tierra. O mejor una copa.
—¿Una copa? Sepa usted que le saco treinta años como poco, si es que acaso no lo ha notado. Además, ando retirada ya.
—¡Ah, que se dedicaba usted a la prostitución —además de chiflada, puta, pensó el hombre—. Mire, amiga, acépteme ese café, si yo soy un hombre casado. Inofensivo, como un gato gordo y feliz. Es que me  interesa la historia. Los taxistas somos la mar de curiosos.
—No hay casado inofensivo. Lléveme al cementerio, que ya veré cómo vuelvo —ordenó ella cerrando de un portazo.
—Le debió ir muy bien —dijo el hombre, conciliador, mirándola a través del retrovisor—. Es usted muy guapa.
—No me puedo quejar ¿Cuántos años lleva casado? Se ve muy joven —preguntó ella por hablar de algo.
—Confieso que le he mentido un poco. En realidad no estoy casado. Es una táctica que utilizo para que las mujeres confíen en mí. Luego me las llevo a un descampado y las violo y las descuartizo y me baño con su sangre —dijo él, riendo—. Ahora en serio, es usted muy guapa. Esos ojos tan azules, ese cuello largo, ese no sé qué elegante, esos tobillos tan aristocráticos, esa barbilla altiva. Desde luego no es usted vulgar ¿Por qué pensar en la muerte? Hay otras muertes mejores —bromeó guiñándole un ojo—. Pero de eso debe usted saber mucho. La de orgasmos que habrá tenido.
—No crea.
—¿No gozaba acaso?
—¿Goza usted llevándome al cementerio?
—Buena respuesta, aunque no me parece lo mismo —concedió el hombre, riéndose—.  Me cae bien. Oiga, cuénteme ese sueño y me comprometo a esperarla a las puertas del cementerio. Pero luego me invita a una copa en ese burdel suyo. No acepto un «no». Mi nombre es Pablo. Si le pregunto cómo se llama usted seguramente me engañará con su nombre de guerra.
—Puedes llamarme Ginebra y pensar lo que te dé la gana —gruñó ella retocándose las mejillas en un espejito de bolso.
A la vuelta el aparcamiento estaba complicado y Pablo estacionó cerca del gato gordo de Botero.
—Caminemos un poco por la rambla —sugirió ella enlazándolo del brazo—. Dime que no te encanta este barrio; esas callejuelas estrechas con olor a orines; la sal, el vinagre, la pimienta de los Kebabs. Esa ropa multicolor tendida por los balcones, esas madres llamando a sus retoños en idiomas de todos lados; las teterias, con sus macetitas en la acera. ¿Sabes que estamos rodeados de conventos?
—No me encanta —bromeó Pablo de buena gana mientras ella abría el portal y subía la escalera estrecha y mal iluminada. El hombre se quedó rezagado, observándola. Ella, no oyendo el eco de sus pasos, se dio la vuelta, buscándolo—. Tienes un culo precioso, que lo sepas. Aún conserva ese vaivén de velero. Pocas cosas hay más paralizadoras que ver a una mujer bonita subiendo las escaleras.
—Menudo pájaro estás hecho. Anda, pasa.
La casa, por ser un día oscuro y de lluvia, andaba triste, sombría. La mujer levantó un poco más las persianas intentando aportar algo más de claridad sobre aquellos espacios desnudos de muebles. Un gato rubio y somnoliento se frotó maullando contra sus piernas reclamando alimento.
—Voy a ponerle comida a Lord Byron. Curiosea, si te place, de todos modos ya ves que no hay nada qué llevarse.
Pablo dijo que bueno, que gracias, que nunca había estado en un lupanar y que le hacía ilusión y que si aún conservaba juguetitos y que si tenía algún cuarto oscuro de esos dónde se cuelga a los clientes para darles azotitos. Ante el silencio de ella y secándose los cabellos comenzó a deambular por aquella enorme y desolada casa donde solo quedaba una mesa grande de caoba, doce sillas, una cama con dosel y un grabado de dos mujeres desnudas besándose en la boca.
—¿Has estado alguna vez con una mujer? —preguntó sentándose en la cama para probar su comodidad.
—¿Por quién me tomas? Por supuesto.
—No te importará…
—¿Contártelo? —preguntó ella, divertida, con el gato rubio entre sus brazos—, ¿y por qué no? Ven, vamos a la mesa, tengo mil anécdotas. Mira, una vez vino una tipa altísima, con un peinado a lo María Antonieta. Llegó tirando de un cajón enorme, como de folclórica. Luego se sacó toda la ropa menos los zapatos de tacón y se sentó ahí, donde tú estás, desnuda y a horcajadas; después encendió un cigarrillo y se lo fumó mirándome de arriba a abajo sin decir nada; cuando terminó abrió el monedero y depositó un fajo de billetes sobre la mesa. Luego sacó un vestido del cajón que iba perfecto con ese peinado suyo y comenzó a vestirse, parsimoniosa. Con el miriñaque y todo, no creas. No faltaba un detalle, ni siquiera la peca de terciopelo al lado de la boca. Estaba asombrosa. Para terminar extrajo una vara del cajón y me dijo: ahora desvístete de cintura para arriba y arrodíllate, sumisa y con los ojos bajados, luego levantas mi falda en silencio y me comes el coño, despacio, muy despacio. Bien comido, con sus pausas estratégicas y agónicas y la velocidad necesaria cuando viene llegando esa especie de muerte. Si lo haces mal te azotaré la espalda, si lo haces deprisa te azotaré la espalda, si dices una sola palabra te azotaré la espalda y en todo momento me llamarás «ama» cuando yo me rebaje a dirigirme a ti. Ya has visto que te he pagado muy bien.
—¿Y qué contestaste?
—Eres muy curioso. ¿No serás escritor o algo así?
—Escritor yo, bah. Es curiosidad malsana, si te incomoda no hace falta que respondas. Pero… oye, Ginebra, ¿y el amor?
—Con mi clientela he follado, reído, cantado, emborrachado, algunas veces les he prestado el hombro y he sonado más de una nariz. A todos los quise.
—Yo estoy hablando de amor.
—Una vez llegó una mujer con  la mirada muy triste.
—Ya tenemos la promesa de una buena historia de amor —resopló Pablo.
—Era muy elegante, aunque no especialmente bella. Casi puedo verla. Vestía una falda a juego con una chaqueta de cuadritos pequeños. La chaqueta era corta y la llevaba abotonada y este detalle hacia muy evidente la fragilidad de su cintura. Parecía una actriz de cine. El cuello muy largo, las manos muy finas; el cabello lo llevaba recogido. Pero al final resultó ser solo una ama de casa.
—Si hace muchos años de eso entonces también tú parecerías una actriz de cine.
—El caso es que desabotonó su chaqueta, la dejó sobre la cama, luego bajó la cremallera de su falda y se quedó de pie, vestida con una especie de viso fino, desvalida como un pajarito. Cómo no sabía qué hacer con sus manos tomó su bolso y me lo dio, argumentando que llevaba encima todos sus ahorros y que lo único que quería era que la abrazase durante toda la noche, que la abrazase muy fuerte. Su marido la usaba, luego encendía un cigarro y sin mirarla se iba derecho al mueble del salón, donde estaban las bebidas y el televisor. El tipo follaba como un conejo, rápido, maquinal, luego de eyacular ya no existía para él.
—¿Y le hiciste lo mismo que a María Antonieta?
—No. Mi chica triste buscaba otra cosa. Una mirada, un temblor, unas palabras adecuadas en el momento justo. Un beso dulce y lento.
—Podría haberlo abandonado.
—Podría, pero no era asunto mío. Tal vez era uno de esos pájaros que no ven que la puerta de la jaula no está cerrada.
—¿Pero te la follaste al final?
—No. Con ella hice el amor. La besé en los ojos, en la boca, en el pelo, le dije al oído que era la mujer más increíble del mundo. Ella se agarró a mi cuerpo como un náufrago  durante toda la noche.
—¿Le cobraste?
—¿Por quererla? No.
—Ginebra…
—¿Qué?
—Tu cara. Estás pálida.
—Es la tierra. Casi puedo masticarla.
—Te llevaré al hospital.
—No más hospitales —sonrió ella—.  Sírveme un poco de coñac y enciéndeme un cigarrillo, amigo mío. Voy a abrir la ventana, para oler la lluvia.
Ginebra cerró los ojos  y aspiró con ansia el aroma a tierra mojada. Pablo se acercó por detrás y le pasó un brazo por los hombros, la acercó un poco y le dio un beso en el pelo.
—El sueño —recordó.
—Sí —respondió Ginebra mirando el cielo encapotado—. Anoche soñé que el mar se burlaba de sus límites y se ponía de pie con las garras extendidas y que avanzaba cubriendo todo a su paso. No sé por qué, pero estaba segura que me buscaba a mí. En los sueños uno sabe esas cosas. No venía solo, venía cargado de arena. Fue de casa en casa penetrando, inundando los pasillos, imparable, del mismo modo que la sangre llena los cuerpos cavernosos de una polla, latiendo, ciego. Me buscaba a mí, las otras casas solo eran camino, solo camino. Entró como siempre entra el mar cuando viene a hacer daño, por la puerta de la cocina. Pensé que me quería llevar con él, succionarme, arrastrarme con su lengua, pero no. Me equivoqué. Solo vino a recordármelo. A dejarme su reloj de tiempo.


Ecos de gorgona

Por Ismael Manzanares.

El murmullo de la vida diaria flotaba dentro de la pequeña sala. Andrómeda estaba apoyada en el marco de la ventana cubierta de gasas por la que la brisa traía la frescura del mar. Los rayos de sol se filtraban, coloreando de dorado el espacio alrededor de Perseo, sentado con la mirada perdida.
—¿Te atraigo? —preguntó la mujer.
—Sabes que sí —respondió él tras unos instantes.
La luz que entraba por el vano iluminaba el pelo castaño de Andrómeda y delineaba el contorno de un pecho a través de la túnica. Se dio la vuelta y bordeó la constelación de brillantes motas de polvo hasta el maniquí, que  sostenía el atuendo que cualquier habitante de Argos sería capaz de reconocer.
—Eres un héroe. —La mujer acarició las plumas púrpura del yelmo, deslizó la mano por el pulido metal del escudo, dibujó con un dedo la silueta de los músculos en el cuero endurecido del peto—. El pueblo te adora. Cualquiera de ellos daría su brazo derecho por besar una sola de tus posesiones...
—Que lo hagan, si quieren. No son más que objetos.
—¡Solo objetos! —se burló Andrómeda—. ¡El escudo que te protegió de Atlas! ¡La espada que abatió a Medusa! ¡El casco de Hades! ¿Qué te ha pasado, Perseo? ¿Cuándo has perdido el orgullo?
Perseo levantó la cabeza y un destello de furia brilló en sus ojos oscuros. Andrómeda se permitió una leve sonrisa. Le agradaba esa mirada salvaje e indómita, el rostro de piel morena, la barba desaliñada. Pero el desafío no fue aceptado. Él volvió a bajar la mirada, taciturno. Sin dejar de sonreír, Andrómeda se acercó.
Se dice que todos los campeones son guerreros brutales, inmunes al dolor y padecimiento. No así Perseo, cuyo cuerpo atormentado es más líquido que rocoso, cuya mente es más reflexiva que audaz. Andrómeda introdujo la mano entre los rizos rebeldes de la cabeza y se contuvo para no dirigir esa mueca lobuna a la húmeda pulsión entre sus piernas. Pero su mente le decía que era pronto. Aún había un enigma que descifrar.
—Perseo, ¿qué te ocurre? ¿Qué es lo que te atormenta?
La chispa en los ojos de él volvió a apagarse. Con voz tenue respondió.
—Respóndeme tú, Andrómeda. Cuando tu padre te entregó en sacrificio a Ceteo, ¿qué sentiste?

Andrómeda dudó. Recordaba la playa de piedra rocosa, a donde había sido conducida por su padre y la comitiva del templo. Ella no se opuso, dócil y aún medio drogada, cuando las esclavas la desnudaron y le impusieron la gargantilla de zafiros y aguamarinas. Lo último que vieron sus ojos antes de que le colocaran la venda fue la frialdad en la mirada de su padre. Lloró y gritó. Después el silencio y, más tarde, el sueño.
Despertó con el rumor del oleaje. El peso de su cuerpo erguido recaía sobre las muñecas atadas a lo alto del poste. Esperó en la soledad y el silencio, pero el monstruo marino se lo tomaba con calma. Y entonces escuchó los pasos sobre las piedras sueltas. Alguien se acercaba. Ella, por pudor o sorpresa, no pronunció palabra. Era evidente su condición de víctima sacrificial. Andrómeda sintió cómo la presencia se acercaba hasta que se detuvo junto a ella. El sentido del oído, sobreexcitado, le presentó un extraño escenario. Oyó un rozar de ropas. Oyó un sonido húmedo y rítmico. Oyó leves jadeos. El enigma se aclaró cuando una mano callosa se apoyó en uno de sus pechos desnudos. El roce envió escalofríos por el pezón, duro por el frío de la brisa.
Un viejo pescador, quizás. Uno de los acólitos del templo, o quizás uno de los sacerdotes. Fuera quien fuera el intruso, se estaba masturbando a costa de su cuerpo indefenso. La mano se deslizó hacia su sexo desprotegido y Andrómeda tembló, con una mezcla de rabia y excitación, al saber que aquel insolente la encontraría mojada. No llegó a descubrirlo. La respiración ajena se aceleró hasta llegar el estertor. El desconocido tuvo el descaro de limpiarse el cálido semen en su abdomen desprotegido. Los pasos se alejaron y Andrómeda volvió a la soledad. Pero el recuerdo lascivo le permitió aferrarse a la vida, durante las largas horas de espera, fantaseando con ser sometida y humillada por el desconocido, sin que el olor almizclado del esperma seco la abandonara, hasta que Perseo llegó para rescatarla.

—¿Qué sentí? Soledad y miedo, Perseo. ¿Es eso lo que intentas decirme? ¿Que tú, un héroe, has tenido miedo? ¿Eso te tortura?
Andrómeda se levantó la túnica y se sentó a horcajadas sobre Perseo. El asomo de burla en la voz despertó la pasión en su amante, que introdujo las dos manos bajo la fina tela con hambre, apretando los pechos tibios hacia los pezones con suavidad, atento como un cazador a la expresión de placer en la cara de Andrómeda. Sin poder remediarlo, ella jadeó, acercando su boca y su cuello a la oreja de él. El roce de la barba se replicó en otro roce más intenso, allá abajo, entre sus piernas abiertas, y el calor palpitante se propagó por todo su cuerpo, amenazando con desbocarse más allá de su control.
—Mi pobre chiquillo… ¿fue Ceteo, a quien derrotaste para salvarme?
Como respuesta, Perseo la besó con violencia. Ella casi se dejó llevar al sentir la lengua introduciéndose en su boca, la intensidad del deseo. Pero se forzó a apartarse.
—¿Atlas? —Las manos de él bajaron hasta rodear sus glúteos y atraerla hacia sí—. Apuesto a que tenía la polla gruesa como la de un caballo.
Perseo gimió y se inclinó hacia delante, levantándose. Ella se vio forzada a rodearle la cadera con las piernas, echando los brazos alrededor de su cuello para sostenerse. Se sentía vulnerable, indefensa al impulso desatado de Perseo: ¿sería capaz de gritar de placer en aquella habitación donde penetran los ruidos de la calle, a pocos pies de distancia? Sí, sería capaz, y supo que lo haría.
—¿Quién, entonces? ¿Medusa?
A la mención del nombre, Perseo se detuvo. En la súbita quietud, ella recuperó el aliento, mucho más acelerado de lo que había supuesto. El hombre la agarró del pelo para poder mirarle a la cara.
—No. Miedo no.

La isla de Sarpedón exponía la virulencia de sus costas de piedra volcánica como una afrenta a los mismos dioses. Perseo se lanzó al agua y nadó hacia la orilla. Desde allí el trirreme parecía frágil. Ninguno de sus compañeros se había atrevido a acompañarle.
Caminó varias leguas hasta que llegó al templo. Las columnas blancas se alzaban contra el azul como los huesos de una ballena gigante. Se ajustó el escudo, desenvainó la espada. Dedicó unos minutos a rogar la bendición de Atenea y de Hermes y se adentró en la penumbra de la columnata.
El interior era fresco y húmedo, mucho más real que el calor hipnótico del malpaís en el exterior. Tardó unos momentos en adaptar la visión a la media luz. El aire llevaba un olor dulzón y el silencio era tan denso que se hacía confundir con un silbido continuo.
Por todas partes encontraba estatuas del más exquisito detalle. Brazos alzados en súplica. Piernas prestas para saltar en una tensión eterna. Torsos encogidos o desafiantes. Rostros de piedra que desgranaban todas las emociones del alma humana.
Cuando el silbido se convirtió en un sonido real, Perseo se giró y observó a través del reflejo en el escudo, tal y como había sido prevenido. El olor la precedió; era inocente como el primer amor, pleno como un orgasmo, desesperado como el adiós. Reclamaba a gritos que se volviera, que se entregara a la fuente del aroma. Perseo sollozó, pero se mantuvo de espaldas. A través del espejo la vio llegar. El cuerpo de mujer era sinuoso como una marejada. Las escamas de la piel aleteaban sobre las rotundas caderas y sobre los senos grises, pero la cara permanecía descubierta como burla a una belleza capaz de provocar la envidia de los dioses. Perseo se mantuvo inmóvil, observando, asfixiado por la fragancia del deseo, por la exuberancia del cuerpo exquisito de la gorgona. Su erección era tal que las piernas le temblaron. Hasta que al fin ella se acercó tanto que los pechos desnudos se apoyaron contra su espalda, plenos y firmes, y una voz acompañada de un coro de siseos le susurró al oído, «Mátame». Perseo comprendió entonces la crueldad de la maldición. La espada pesaba como el tronco de un árbol en el brazo trémulo. Necesitó de toda su fuerza de voluntad para no darse la vuelta y entregarse a esa lujuria mortal. En cambio, fue incapaz de reprimir las lágrimas.

Perseo mantuvo la mirada en silencio. Andrómeda leyó en sus ojos y descubrió a su rival. Una carcajada salvaje despertó en ella.
—Folla conmigo —le dijo, y le lamió la cara una, dos veces—. Folla como si te la follaras a ella.
El fuego volvió a los ojos de Perseo. Andrómeda se dejó hacer. Él la volvió de espaldas y la apoyó contra la mesa. Ella abrió las piernas, anhelando y temiendo la embestida; pero jadeó sorprendida cuando sintió la lengua y los dedos entrando en su interior. Cuando al fin la penetró, encajando la escueta cadera entre sus nalgas, no pudo reprimir el grito de placer que había estado conteniendo, audible con toda seguridad más allá de la cámara, y el pensamiento la excitó aún más. Los pechos se aplastaron contra la superficie cuando él la sujetó del pelo y entonces ambos se entregaron a Eros sin reservas, sin tregua, sin cuartel.

Horas más tarde, Perseo permanecía despierto. El aire fresco del mar de Mirtos se derramaba en suaves olas a través del cuarto, refrescando sus cuerpos desnudos. Con cuidado de no despertarla, echó sobre Andrómeda una sábana. Se encontraba más relajado de lo que se había sentido en meses, quizá en años. Tomó entre sus dedos uno de los rizos del cabello de la mujer. El pelo trigueño, aunque inmóvil, estaba lleno de vida. Sonrió al encontrar un mechón apelmazado por el semen. Sí, también de su vida.

Andrómeda fingía dormir. Estaba agotada, pero aun así, ¿cómo podría abandonarse al sueño? Había sido una dura batalla. No todos los días se derrota a un oponente como Medusa.


DIVERTIMENTO EROTICO (las bolas chinas)

Por Alejandra Guzzini.

Olivia abrió la cajita de plástico y con delicadeza levantó el cordel blanco que unía las dos esferas de látex color carne.

Las bolitas, del tamaño de una pelota de ping pong, eran suaves y pesadas y al moverlas podía sentir el vibrar de la esfera pequeña que había dentro de cada una para que al usarlas y moverse vibraran ocasionando ligeros golpeteos dentro de la vagina.
En ese momento, con las bolas pendiendo delante de sus ojos pensó en probarlas de inmediato. Así que se quitó el pantalón y la braguita, recostándose en la cama.
Abrió las piernas, mientras con una mano separaba los labios de su sexo súbitamente húmedos y tiernos, con la otra introdujo despacio una bola detrás de la otra, que se deslizaron dentro de su vagina con un ligero temblor.
Ambas habían desaparecido de la vista, pero Olivia las sentía llenando su interior.
Cerró las piernas y sacudió un poco la pelvis, sintiendo una ligera vibración. Sonrió y se incorporó dando unos pasos por el cuarto, las bolas descendieron pesadamente y resbalaron por su estrecha vagina. Ella apretó instintivamente.
Tomó el hilo que sobresalía entre sus labios vaginales y tiró levemente hacia fuera. Una de las bolas intentó asomarse y ella la empujó suavemente hacia adentro sintiendo como presionaba su interior.
Decidió entonces salir a la calle con su nuevo juguete escondido dentro de ella y caminar como si nada sucediera, pero sabiendo que a cada paso sentiría el golpeteo y el peso del látex.
Caminó mirándose en los escaparates. El vaquero ajustado se calzaba perfectamente a sus nalgas.
Solo ella notaba el cosquilleo. Solo ella notaba como iba humedeciéndose.
A medida que avanzaba por las aceras comenzó a tener la sensación de que las bolitas bajaban más de lo debido.
Las sentía deslizarse con lentitud. Contrajo las nalgas y la pelvis.
Instantáneamente la sensación cesó, pero al seguir caminando el peso de las esferas descendiendo la obligó a detenerse nuevamente.
El hecho de verse en ese apuro, la hizo reír nerviosamente pues ya sentía que una asomaba por la vagina, rozando la abertura de su sexo. Volvió a apretar pero ya estaba allí.
Se miró la entrepierna en el cristal de un negocio. No se notaba nada, sin embargo ella estaba empapada, nerviosa, divertida y... excitada.
Nadie parecía darse cuenta, pero se sentía señalada y con todos los ojos puestos en su sexo.
Una de las bolas al seguir su descenso rozó su clítoris presionado por el pantalón y la hizo estremecer.
A punto de echarse a reír sin remedio, o de bajarse ahí mismo el pantalón y colocarse la bendita bola indiscreta, optó por entrar en una de las tiendas.
Sin mirar apenas nada, recogió al vuelo una percha con algo colgando. 
Sus ojos recorrían nerviosamente el local buscando el probador. Avanzó velozmente, con su vagina lista para desembarazarse de esas intrusas tan placenteras.
Muchos de los probadores estaban ocupados así que buscó entre los últimos, encontrando uno en el que entró rápidamente. De un tirón corrió la cortina de tela que la aislaba de la vista de todos y se desabrochó el pantalón.
Apoyó la espalda contra el tabique que la separaba del otro probador, mientras se sentaba en el pequeño banco de madera y deslizó con prisa su mano dentro del elástico de la braga.
Su dedo tocó la humedad caliente del sexo y el clítoris respondió vibrando ante el roce con un latido que la hizo contener el aliento.
Mirándose al espejo, entrecerró los ojos, y separando las piernas un poco más se acarició suavemente, jugando a empujar hacia adentro la bola caliente que intentaba asomar por su vagina.
En un juego sensual y silencioso, empujó y tiró de la cuerda que unía las esferas sintiendo como crecía su excitación y como los labios de su sexo se expandían y mojaban.
Apretó la boca para que no saliera el ronco gemido que le oprimía la garganta.
Ya no había vuelta atrás y el orgasmo era inminente.
A lo lejos se oían las voces de vendedores y clientes que entraban y salían de los probadores…algunas peligrosamente cercanas a ella. Pero en esa especie de burbuja inesperada, Olivia estaba sola, conectada al placer de su placer.
Deslizando el pantalón y la braga hacia abajo, liberó una de sus piernas levantándola y apoyando el pié en el banco.
El sexo húmedo y resbaloso se abría ante sus ojos en el espejo del probador, devolviéndole una imagen fascinante y perturbadora.
El morbo de masturbarse casi en público la excitó hasta el punto de rozar cada vez con mayor rapidez el clítoris súbitamente turgente.
En su interior crecía el calor y la presión de las esferas que rozaban apretando sus puntos más sensibles la pusieron al borde del orgasmo.
Con una mano jugó a tirar del hilo. Las bolitas entraban y salían rítmicamente cada vez mas húmedas, y con la otra masajeaba su clítoris sintiéndose llena.
Olivia se miró apasionada en el espejo, sus pezones casi oscuros se marcaban a través de su ropa y por el temblor de su vientre supo que iba a correrse.
Y más…y más… y más.
Una descarga súbita le recorrió el cuerpo. El gemido ahogado se truncó con la respiración entrecortada.
Su clítoris estalló en mil latidos que se extendieron contrayendo su vagina y su dedo moviéndose al ritmo de cada contracción prolongó el orgasmo tan ansiado que se repartió en ondas cálidas por todo el cuerpo.
Cuando recuperó el aliento respiró hondamente. Sus ojos brillaban, se sentía tibia y relajada.
Miró alrededor, la percha con la ropa que ni había mirado tirada en el suelo, el bolso en un rincón, el pantalón y la braguita enredados en uno de sus tobillos.
La cortina del probador ondulando y los sonidos del exterior la devolvieron al momento donde todo y nada había sucedido.
Con delicadeza tiró del cordel que asomaba entre sus piernas y una tras otra las bolitas salieron sin dificultad. Estaban calientes y húmedas aún.
Improvisando un envoltorio con la braga las guardó dentro del bolso. Levantó el vaquero y al abrocharlo el contacto áspero de la tela rozó la sensibilizada piel de su sexo.
Salió del probador con la prenda colgando de la percha, su bolso en el hombro y acomodándose el pelo.
¿Todos la miraban?
¿Nadie la miraba?
Avanzó decidida sin darse vuelta, colgó la percha en alguna barra y, poniéndose las gafas de sol, respiró satisfecha y salió a la calle.