Por Luis Del Val Carrasco.
La noche había sido magnífica. Pero lo mejor de todo era que, al parecer, no había concluido todavía. La celebración de la despedida de soltero estaba resultando un éxito completo. Gerardo contraería matrimonio con Lidia en menos de una semana y la alegre pandilla tenía muchas ganas de divertirse.
«¡Vamos, panoli! ¿Qué es lo que andas dudando?», escuchaba con absoluta nitidez en su cabeza al travieso personajillo que trataba de hacerle caer en la tentación. «¿Vas a desperdiciar semejante oportunidad?», le preguntaba indignado al hombre el ilusorio ser, blandiendo su minúsculo tridente.
La fiesta había comenzado en uno de los restaurantes más selectos de la ciudad. Gerardo y sus amigos cenaron de forma opípara. El homenajeado dio cumplida cuenta de un chuletón de casi medio kilo, regado con generosas raciones de vino, y degustó a su término unos exquisitos profiteroles de chocolate negro flambeados con brandy.
Pero el suculento postre que se presentaba ahora al alcance de su mano no lo había esperado ni por asomo. Tras la gula, reclamaba exigente su turno la lujuria.
«Acepta lo que se te ofrece y da las gracias. Disfruta. No seas tontaina», volvieron a resonar las burlas del imaginario diablillo en su cerebro.
Después de ingerir una serie de licores supuestamente «digestivos», el grupo de amigotes había trasladado el festejo hasta un local de topless en el que, entre bailes desmañados y bromas procaces, siguieron trasegando sus buenas dosis de alcohol.
Para rebajar la excitación provocada por la visión de la escultural anatomía de las camareras del establecimiento, decidieron por mayoría rematar la noche en el casino y poner a prueba la suerte. Esta se mostró muy risueña con el futuro marido: en apenas una hora, la mesa de póquer le deparó unas ganancias considerables.
—¡Vaya golpe de suerte! Eres un verdadero capullo. Ya conoces el dicho: afortunado en el juego, desafortunado en amores... —le había soltado en son de chanza su colega Darío, escocido en parte porque ni él ni el resto de los juerguistas se hubieran visto favorecidos de igual modo por el azar.
Era hora ya de regresar: Gerardo canjeó las fichas en la oficina de cobros del casino, puso a buen recaudo en su cartera el dinero obtenido y la festiva comitiva se dirigió al aparcamiento de la casa de juegos para recoger sus vehículos. Sin embargo, fue allí donde empezó el problema para el feliz ganador. Apoyada contra una de las pilastras del estacionamiento, una hermosa joven lloraba a lágrima viva. El espectáculo cortó en seco las risotadas del grupo de amigos.
Se interesaron por lo que le sucedía. La joven les contó sollozando que había mantenido una violenta discusión con su novio por un asunto de cuernos y que el muy cerdo, al ver descubierta su infidelidad, se había largado pitando en el coche dejándola allí tirada. Les explicó que no tenía posibilidad de tomar un taxi (¡el cabronazo la había arrojado del auto sin darle tiempo ni a coger el bolso!) y que a aquellas horas de la madrugada el transporte público no funcionaba ya, y les rogó si podían acercarla hasta su domicilio.
Al principio, algunos de ellos se mostraron solícitos, pero se echaron atrás de inmediato en cuanto conocieron la dirección exacta del punto de destino. Se trataba de un suburbio muy alejado de la zona de la ciudad en la que se encontraban y, con el volumen de alcohol que llevaban en sus venas, ninguno quiso exponerse a ser detenido en un control rutinario por la policía de tráfico y a que le fuera requisado el auto.
La muchacha era atractiva, atractiva de veras. No parecía nativa. Su piel era muy blanca, y sus cabellos muy rubios: con seguridad provenía de algún país eslavo. De hecho, Gerardo, a pesar de que había estado muy concentrado en sus naipes, recordó haber divisado su despampanante silueta deambulando alrededor de la mesa de póquer del brazo de un tipejo con pinta de hampón... Incluso en esos instantes de abstracción, se había fijado en ella.
La muchacha era atractiva, atractiva de veras. No parecía nativa. Su piel era muy blanca, y sus cabellos muy rubios: con seguridad provenía de algún país eslavo. De hecho, Gerardo, a pesar de que había estado muy concentrado en sus naipes, recordó haber divisado su despampanante silueta deambulando alrededor de la mesa de póquer del brazo de un tipejo con pinta de hampón... Incluso en esos instantes de abstracción, se había fijado en ella.
La belleza de la joven hizo aflorar de súbito el espíritu quijotesco del hombre, el cual le propuso que lo acompañara a su vivienda.
—Te puedes fiar de mí. Soy un caballero. Dispongo de una habitación libre. —Y le aseguró que a la mañana siguiente, una vez despejados los vapores etílicos, la conduciría sana y salva hasta su casa.
—Trato hecho —afirmó la desconocida sin vacilar, tendiéndole la mano—. Tampoco es que tenga demasiadas alternativas... Tendré que confiar en ti. Me llamo Claudia.
El acento extraño de su voz confirmó la intuición del hombre acerca de su origen foráneo. E hizo algo más: el tono tintineante de aquella voz provocó que a Gerardo se le erizara de deseo el vello de la nuca. Empezaba a arrepentirse de haberle hecho la impulsiva proposición. Vislumbraba enojosas complicaciones en el horizonte...
—¡Ey, Don Juan, a ver como te portas! Esmérate y deja bien alto el pabellón nacional, ¿eh? —exclamó Darío al tiempo que propinaba un codazo en los riñones a su compañero de francachelas—. ¡Aprovecha tu racha de buena suerte!
El comentario pícaro del guasón suscitó un coro de carcajadas lascivas entre los presentes. Pero lo más raro fue que la grosera broma no dio la impresión de incomodar a la joven, quien, aceptando sin reparos la invitación de Gerardo, se introdujo con presteza en el coche del mismo.
II
El hombre no experimentaba ninguna clase de culpabilidad. Bien sabía Dios que había intentado resistirse con todas sus fuerzas, pero al final había flaqueado y le había resultado imposible no enredarse en los lazos amorosos de Claudia.
Nada más entrar en el apartamento de Gerardo, su huésped se había ofrecido a servir unos combinados para ambos, a fin de —según dijo— corresponder a la amabilidad del mismo: vodka con naranja para ella y ginebra con cola para su anfitrión. Este había puesto en el reproductor de música un CD de El Bolero de Ravel, una composición de acordes enérgicos que poseía la virtud de despertar su euforia. Cuando volvió al sofá en el que permanecía sentada Claudia, esta sostenía el vaso de él en una de sus manos.
—¿No te gusta tu bebida? —inquirió—. Si prefieres whisky o ron...
—No, no, está perfecta... Es solo que quería probar la tuya —contestó algo azorada.
La joven dio un ligerísimo sorbo al combinado, esbozó un mohín que Gerardo consideró encantador y volvió a depositar el vaso en la mesita baja. El hombre observó que había dejado en el borde del vidrio una marca de carmín con la forma de sus preciosos labios. El hombre lo tomó y vació su contenido de dos largos tragos.
Cuando Claudia, de sopetón, le propuso hacer el amor, Gerardo no había dado crédito a sus oídos. Una hembra tan esplendorosa como aquella, ofreciéndosele a él...
—El bastardo de mi novio me ha engañado, ¿no? Me ha humillado. ¡A mí! Pues le pagaré con la misma moneda. ¿No quieres ayudarme a vengarme de ese hijo de puta?
Sin darle tiempo a reaccionar, la mujer se abalanzó sobre él y lo besó con fiereza en la boca. Su lengua se abrió paso a través de sus labios y se entrelazó con la suya aprisionándola como si fuera una boa constrictor.
Gerardo pensó en su prometida con desesperación como un baluarte para no sucumbir a la implacable seducción de la extranjera. No obstante, la pugna fue breve: en la fugaz contienda que se libró en su conciencia, la voz débil del angelito de ridículas alitas se vio pronto soterrada por los gritos estentóreos del diablillo del tenedor rojo:
«¡Vamos, panoli! ¿Qué es lo que andas dudando? ¿Vas a desperdiciar semejante oportunidad? Acepta lo que se te ofrece y da las gracias. Disfruta. No seas tontaina».
—No pretendo nada serio contigo, no te preocupes. Nada de compromisos. Tan solo resarcirme de ese mal nacido —prosiguió Claudia liberando la lengua de su presa. Hablaba con rabia: tenía la tez acalorada, y sus ojos despedían un relampagueo felino—. Mañana me marcharé y tú reanudarás tu rutinaria vida. Te casarás y podrás ser dichoso con tu querida mujercita. Esta no se enterará, descuida.
La alusión a su prometida con aquel diminutivo le sonó despectiva. Y fue justo ese desdén lo que acabó de desatar su pasión, barriendo de un plumazo sus reticencias por entero. Esta aventura significaría la despedida definitiva de su soltería: como enfrentarse a una tormenta en alta mar antes de embarcarse en un apacible crucero.
Se arrojó enfebrecido sobre la muchacha y hundió el rostro entre sus cabellos, aspirando con ansia su delicioso aroma. Claudia respondió agarrándole la cara con furia y cubriéndosela de besos húmedos, dejando un rastro de dulce saliva en sus facciones. Le mordisqueó salvaje el lóbulo de la oreja y le atenazó con los labios el nacimiento del cuello, ejerciendo una presión que puso a su amante al rojo vivo. Aquella marca le duraría varios días: pero eso no importaba entonces, ya encontraría alguna manera de ocultarla a los ojos de su ingenua novia.
El hombre comenzó a arrancar la ropa de la joven. Sin cuidado, con rudeza. Aquellos modales impetuosos de cavernícola parecieron complacer a la mujer, a juzgar por los ronroneos de placer que emitía. ¡Qué piel más sedosa!, se sorprendió Gerardo. Su tacto tibio era aterciopelado, suave y resbaladizo como el de la epidermis de una serpiente. Claudia se retorcía sinuosa, dejando unas veces contemplar su esplendor al arrebatado amante, y cubriéndose otras veces juguetona como si sintiera pudor de exhibir su maravillosa desnudez. Gerardo contempló extasiado los pechos de aquella diosa sexual: voluminosos, rotundos y turgentes, de color canela y con unos pezones sonrosados duros como balines de plata. Experimentaba una erección brutal, el miembro le latía en pulsaciones insoportablemente dolorosas, y no se acordaba de haber tenido nunca otra igual, ni siquiera de adolescente, cuando se hallaba en plena eclosión de sus hormonas y le acuciaba el deseo de continuo. Era tal su excitación que creyó que, si no alcanzaba pronto el orgasmo, su cuerpo estallaría de un momento a otro, volando en mil pedazos y abrasando con su calentura el universo.
Pero... ¿qué le ocurría ahora? ¿Por qué aquella somnolencia de repente? ¿Cuál era la causa de aquel súbito sopor? El sujeto se frotó los ojos hasta lastimarse, intentando con denuedo mantenerlos abiertos... Mas fue en vano.
III
«¡Estúpido!», se recriminó a sí mismo el individuo cuando se apercibió de lo acaecido: aquella zorra lo había narcotizado. ¡Claro! ¡Le había echado la droga en la bebida! Por eso la había sorprendido con su vaso en la mano. «¿Durante cuánto tiempo he estado durmiendo?», se preguntó con estupor. Los crudos rayos del sol del mediodía que invadían el desvalijado salón contestaron de forma tácita a su interrogante.
Gerardo se levantó a comprobar los daños: el dinero ganado la noche anterior había desaparecido de su billetera, así como todas sus tarjetas de crédito. Su teléfono móvil de última generación. El ordenador. El costoso televisor de plasma, y el equipo de música, y... ¡Bien se la había jugado la maldita rusa! ¡No era más que una vulgar ladrona, una buscona de casino! Y aquel tipo de mala catadura con el que la había visto en la casa de juegos era a todas luces su cómplice. Ella le había abierto la puerta de la casa durante su inconsciencia y se habían llevado todo lo que habían podido. ¡Qué suerte más perra la suya! ¡Menudo pardillo que estaba hecho! Sí, desde luego que aquella despedida de soltero no la olvidaría mientras viviera: había sido realmente memorable... ¡A ver qué explicaciones le daba ahora a Lidia!