No hay rostro. Es una
informe masa sanguinolenta por la que asoman fragmentos de hueso. La boca está
abierta, y entre los dientes podridos y los de oro no hay lengua. Al fondo del
chiquero, los cerdos dormitan, satisfechos. El sheriff McGovern levanta la
vista y contempla los gallinazos que vuelan en círculos, sólo por ver otra
cosa.
—Cayó
de espaldas al chiquero. Los cerdos están escuálidos, no los culpo —prosigue el
alguacil Johnson—. Varias personas vieron al viejo venir del pueblo borracho
como una cuba.
—Eso
es raro, el viejo era abstemio. Y es más raro que haya caído dentro. La cerca
es nueva.
—Ya
sabe cómo son los borrachos. Y cuando no tienen la costumbre es peor.
—¿Dices
que lo encontró el niño?
—Sí,
es ése. Es... ya sabe....
—Tarado.
—Sí.
McGovern
escupe a un lado. Lía un cigarrillo. Lo enciende y camina en dirección al
tablón colgado de la rama del árbol, a modo de columpio.
—¿Pa'
se va a poner bien?
Descolocado,
el sheriff pierde el paso. El niño tiene la cabeza rapada y el rostro muy
pálido. Sus ojos azules miran al frente sin expresión. McGovern se recompone y
da una calada al cigarrillo.
—¿Cómo
te llamas?
—Jeremy,
señor.
—Jeremy,
tu padre está muerto.
El
niño baja la cabeza. Su cráneo está surcado por numerosas cicatrices. Observa
el retrato de una niña que tiene entre las manos.
—¿Quién
es?
—Ma'.
—¿No
tienes un retrato de cuando era mayor?
—Así
era cuando murió.
La
voluta de humo flota entre ambos.
—¿Murió
cuando naciste?
—Pa'
dice que yo la maté.
—Tu
«pa'» era un hijo de puta, Jeremy.
McGovern
da media vuelta. Se encamina al pueblo. Y, una vez ahí, ingresa a la cantina.
—El
viejo Barret ha muerto devorado por sus cerdos —dice, sin preámbulos—. Estaba
borracho. Lo cual es muy extraño, porque ese viejo pervertido era un fanático
mormón. — Repasa los rostros de los parroquianos y sentencia—: Alguien lo
emborrachó. Y creo que fue a propósito.
Se
hace el silencio por varios minutos. Aun el pianista calla.
—¿Y
cómo iban a saber que los cerdos lo comerían? —pregunta al fin el cantinero.
—El
camino a la entrada de la casa pasa por el chiquero —responde McGovern—. Barret
había caído ya otras veces estando sobrio y había podido salir. Pero borracho
es otra cosa.
—Pero
tenía una cerca nueva.
—Lo
sé.
—¿Y
qué interés podía tener alguno de nosotros en matar a ese viejo loco? —pregunta
un pelirrojo con pinta de buscapleitos. McGovern lo observa detenidamente.
—Varios
lo odiaban por sus extrañas costumbres, Clyde —le responde—. Sabemos que era un
viejo raro, abstemio y solitario, que no asistía al servicio religioso del
reverendo Peters.
—¡Era
un adorador de Satán! —exclama éste.
—Era
mormón, reverendo.
—¡Exacto!
—Así
que no faltaría un alma confundida que quisiera ganarse el cielo cargándose al
viejo —sigue McGovern, dejando de prestar atención al reverendo—. En fin, era
un viejo raro. Aun ahora me acabo de enterar de que la madre del chico era una
niña.
—Una
tarada.
Todos
voltean a ver al viejo tuerto.
—¿La
conocías, "Butch"? —pregunta McGovern.
—Era
mi hija.
McGovern
se lleva una mano al revólver. Pero reprime el impulso de dispararle.
—Barret
y tú llegaron juntos al pueblo —recuerda.
—Hace
ya diez años —contesta "Butch".
—Pero
tu hija era una niña entonces, ¿cierto?
—Un
desperdicio de criatura, igual que la madre.
El
sheriff acaricia la empuñadura del arma.
—Es
decir que el niño es tu nieto.
—Otro
anormal, por lo que sé.
—A
mi no me pareció así —dice McGovern. Pero luego da un resoplido y concede,
soltando el arma—: Bueno, tal vez un poco.
—Es
un demente —sentencia el viejo—. Todos ellos lo son. Tal vez tengan sangre
irlandesa. La madre oía voces. Y la niña hablaba sola. Murió al parir. Sólo
Dios sabe qué taras tiene el niño.
—Está
maldito —tercia el reverendo.
—¿Vinieron
de Utah? —pregunta McGovern a "Butch", ignorando de nuevo al
reverendo—. ¿Eran mormones?
—Ya
hablé demasiado por hoy —responde el viejo, reclinándose en su silla, y bebe un
largo trago de la botella.
—¿La
madre de la niña vive? —insiste el sheriff.
Pero
el viejo permanece en silencio. McGovern sale de la cantina.
Al
llegar a la granja vuelve a pasar junto al chiquero. El cuerpo del viejo Barret
ha sido retirado. Los cerdos observan desde el fango. McGovern podría jurar que
ve hambre en sus miradas. Encuentra al niño exactamente en el mismo lugar y en
la misma postura en la que lo dejó. Le parece más pequeño ahora.
—Era
muy bonita —dice el sheriff, mirando el retrato, por decir cualquier cosa.
El
niño permanece en silencio, con la cabeza baja. En algunas partes de su cráneo
mal afeitado crecen mechones de cabello pajizo, que hace contraste con el rojo
oscuro de las cicatrices. McGovern carraspea. Lía otro cigarrillo.
—¿Es
la única foto que tienes de ella?
El
silencio persiste. Sólo se oye el viento, las aves y, a lo lejos, el gruñido de
los cerdos. McGovern resopla. Enciende el cigarrillo y arroja el humo.
—De
repente se volvieron todos mudos —dice.
—Es
que usted no sabe escuchar —susurra el niño.
—¿Cómo
dices?
—Nunca
se callan. —El niño apenas levanta la voz lo suficiente para que sea audible—.
En realidad, no se callan nunca.
Se
lleva las manos a las orejas y las oprime con fuerza, sin variar la expresión
ausente de su rostro. McGovern queda estupefacto durante algunos segundos.
Finalmente, se acuclilla para recoger el retrato que cayó y lo muestra al niño.
—¿Ella
te habla?
El
niño retira las manos. McGovern nota que las uñas están mordidas hasta la raíz.
Gruesos coágulos cubren varias de ellas.
—¿Ella
te habla? —repite.
El
niño levanta el rostro. Negruzcas ojeras rodean sus grandes ojos de color azul
celeste. Las aletas de la nariz están muy abiertas. La pequeña boca sin labios
se mueve una vez más.
—No
—responde el niño—. Ella sólo grita.
—¿Quién...?
—Empieza a preguntar McGovern. Intenta tragar saliva, pero siente la garganta
reseca—. ¿Quién te habla, Jeremy?
Lentamente,
el niño levanta un brazo enjuto con el índice extendido. McGovern gira la cabeza
siguiendo la dirección indicada. El chiquero, como lo suponía. Voltea a ver de
nuevo al niño.
—¿Qué
hay ahí, Jeremy?
El
niño permanece en silencio, señalando el chiquero. McGovern se encamina hacia
allá. Los cerdos, que retozaban despreocupados, empiezan a gruñir al verlo
llegar. McGovern vuelve a mirar para atrás.
—¿Qué
hay ahí? —repite.
Desde
el ya distante columpio, el niño sigue señalando al chiquero. McGovern sigue
caminando. Junto a la cerca se encuentran tiradas varias herramientas que
seguramente empleó el viejo Barret para construirla. También hay una pala
embarrada. McGovern ojea el fango. Levanta la voz para que el niño lo oiga.
—Jeremy
—dice, volteando—, ¿qué...?
La
pala lo impacta de lleno con gran fuerza, aplastándole la nariz. Su rostro queda
cubierto de sangre. Intenta coger su arma. Pero esta vez el canto de metal
golpea su mano. El arma se pierde en la masa pestilente.
—¡Jeremy...!
No
termina la frase. El último golpe le da en el la espalda, con un ruido de
huesos rotos. Cae de bruces en el fango. No puede mover las piernas ni los
brazos. Logra levantar la cabeza lo suficiente para respirar.
—¡Jeremy!
Lo
último que ve al girar con esfuerzo la cabeza a un lado es el rostro del niño,
que lo observa con su expresión ausente, de pie junto a la cerca con las manos
pegadas al cuerpo. Está muy lejos del columpio, piensa confusamente McGovern. Y
la pala está muy lejos de él.
—Todos
gritan —susurra el niño.
Detrás,
se oyen los cerdos que empiezan a acercarse, hambrientos una vez más.
- FIN -
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