-Esta
es una situación ridícula – se dice a sí mismo – Tener que volar desde
Washington sólo por un estúpido baño que… - se interrumpe. El pomo de la puerta
deslizó una fría vibración que le trepó por el brazo, erizándole cada pelo de
la nuca. Un terror visceral, netamente primitivo se instaló cómodamente bajo su
piel, amenazándolo con tomar el control de sus nervios y destrozarlos. Tragó
saliva y se obligó a sonreír. Después de todo, las cámaras de todos los medios
de comunicación más importantes del mundo estaban detrás de él, grabando cada
momento en el que el cuadragésimo sexto presidente de los Estados Unidos de
América entra a un polémico baño de aeropuerto donde a un grupo de personas se
les ha dado por gritar y no salir.
Es
ridículo – masculló nuevamente entre dientes dándole la espalda a las cámaras.
Una gruesa gota de sudor corría desde su nuca hasta sus pies sin escalas.
Dudaba si poner la mano de nuevo en el picaporte o no. De todos modos, la
puerta no iba a abrirse sola y él, el hombre más poderoso del mundo, no podía
tenerle miedo a un trozo de metal, era sencillamente ridí…
Su
cuerpo se paralizó.
La
mano, nuevamente apoyada en el pomo, giraba lentamente hacia la derecha sin su
consentimiento. Quiso gritar para pedir ayuda, pero fue en vano. Condenado a
atestiguar cómo su cuerpo era la marioneta de una fuerza superior a su
voluntad, el presidente vio su mano derecha empujar la puerta; la izquierda
saludar a las cámaras por detrás de su espalda; y ambos pies avanzando con
actitud hacia el interior del cuarto. Toda esta secuencia no duró más que un
segundo que a él le parecieron años.
Cerró
los ojos y al abrirlos, se encontró mirándose al espejo sobre los lavabos. Pese
a estar un poco pálido, no podía apreciar a simple vista ninguna diferencia
entre él mismo y la imagen que le devolvía el cristal. De los tres tubos de luz
encima de su cabeza, el del medio titilaba intermitentemente.
Respiró
hondo, exhalando ruidosamente. Relajarse no le resultaba una tarea sencilla.
Todavía le resultaba imposible explicar su comportamiento anterior, pero al
menos ya podía moverse libremente. Despacio, se aflojó la corbata y avanzó
hacia el fondo, donde se encontraban los inodoros.
El
baño, pese a ser el de un aeropuerto, no era un lugar tan grande como cabría
esperarse pero sí era extraño que no hubiera ninguna de todas las personas que
entraron allí y no volvieron a salir. Sacó el teléfono para avisar que no había
peligro alguno, que era sólo un baño vacío. No tenía señal. Siguió caminando,
envalentonado por la situación, hasta llegar a las hileras de los inodoros.
De
la misma forma en la que se siente un experto antes de cortar el cable de la
bomba, empujó bruscamente las puertas de los cubículos, revelando sólo un
inodoro vacío y reluciente.
El
eco de sus zapatos reverberaba contra cada pared de la habitación. El zumbido
de las luces de tubo se colaba en cada pisada. Volvió a mirar el teléfono: nada
de señal. Bien podría volverse, salir por la puerta y con toda seguridad decir
que el baño estaba vacío; que bien podría tratarse de una broma o un plan de
marketing de la aerolínea. Sería dejar en papel de idiotas a más de uno, pero
ese sería el precio que pagarían por hacerle perder el tiempo. Así y todo, con
esa misma curiosidad que siendo boy scout de niño lo caracterizó, no dejaría
puerta cerrada antes de irse. Debía
investigar a fondo. Después de todo había sido por la nación más poderosa para
ser su líder.
El
pensarse como un héroe nacional lo hizo sonreír desmesuradamente; si resolviera
un caso como este podría pensar sin duda alguna en una reelección, habría
calles con su nombre, un desfile y – si contaba bien la historia – tendría su
propio día en el calendario.
Quedaba
sólo una puerta por abrir. Confiado, le dio la espalda y la abrió con el taco
del zapato. Un golpe seco hizo rebotar la puerta de nuevo a su pie.
Giró
sobre sí mismo, y apoyando la mano izquierda empujó suavemente la puerta, hasta
encontrar el tope. Se agachó y al mirar encontró unos piecitos que no llegaban
a tocar el suelo. El pudor le ruborizó las mejillas. La sola idea de abrirle la
puerta del inodoro a una niña lo hacía sentir un depravado, así que golpeó.
Apoyó
una oreja contra la puerta y usando su voz más convincente (Sonrisa, Clive,
nunca te olvides de sonreír) pidió: Discúlpeme, pequeña señorita, soy el presidente
de los Estados Unidos de América y necesito que me permita abrir esa puerta.
Esperó
atentamente sin despegar la cabeza de la tabla y tras unos segundos abrió el
cubículo. No quisiera importunarte, niña, pero es que me resulta extraño que
estés sola acá, siendo que… - El espacio estaba vacío. La puerta terminó de
abrirse sin ninguna resistencia. Clive retrocedió espantando, cayendo de culo
al piso a la vez que gritaba. Por fuera, la puerta del baño era violentada para
ser abierta, seguramente, por sus guardaespaldas.
Muchachos,
estoy bien – gritó, recobrando el aliento – ¡No pasa nada! – afirmó, mientras
su sien martillaba intensamente. Escuchó unos murmullos como respuesta desde el
otro lado, mientras se levantaba sintiendo el culo mojado por el agua del
suelo. Alisó su ropa y ajustó la corbata infundiéndose valor. Lo que sea por el
desfile y la gloria. Ya sea que hubiera sido un fantasma o una ilusión del
estrés, todo lo que podía ver frente a sí era un inodoro con la tapa baja y
algo sobre ésta que no podía precisar a esa distancia.
La
luz que titilaba dejó de hacerlo. El zumbido eléctrico parecía sonar más
fuerte. El presidente se acercó con paso decidido a la taza y vio lo que allí
se posaba: una esfera de vidrio con una reproducción a escala del aeropuerto.
Clive la puso de cabeza y la enderezó para ver como la nieve artificial caía
sobre el pequeño edificio.
Salió
del cubículo pensando en que sería un souvenir
del free shop. En la base tenía un pequeño interruptor que rezaba on/off. Distraído prendió la luz.
Súbitamente,
un coro de gritos desgarradores transformó el silencio del baño en una sinfonía
de horror. Como salido de la película Constantine,
el baño se hallaba sin techo en un páramo desértico de cielo rojizo y aroma a
azufre, donde las voces de montones de personas se clavaban en el cerebro de
Clive como una trampa para osos de mil dientes. Presa de la sorpresa y el terror,
el presidente miró a los seres deformes que, encadenados al suelo desde las
tetillas, los testículos, clítoris, pezones, pestañas o lenguas extendían sus
brazos suplicantes, llamándolo a medias lenguas para que los salvara, para que
rompiera esas cadenas que los mantenían en ese tormento sin final.
Pudo
reconocer rostros familiares: El gobernador de Colorado, el alcalde de Denver;
todos ellos desnudos y encadenados grotescamente al suelo por el glande o con
finas cadenas que bajaban desde el espacio entre los dedos y sus uñas. Ellos
gritaban junto a otros hombres y muchas mujeres en ese espacio de pesadilla.
Miró
a su alrededor tratando de entender cómo había podido llegar hasta ahí y más
importante aún: Cómo haría para salir.
Todos
gritaban queriendo decirle algo, señalándolo con desesperación como si la
respuesta a toda esa locura fuera él mismo o estuviera en sus manos.
En sus manos…
El
presidente miró la esfera de vidrio y desde fuera del pequeño aeropuerto –
ahora en llamas – una silueta negra diminuta caminaba, buscando ingresar. El
aire era escaso e insoportablemente cálido; ese ser estaba más cerca de lo que
parecía ser la entrada al edificio, hacia donde se dirigía sin pausa.
¡Señor
Presidente! – Alcanzó a escuchar entre los gritos - ¡Huya! ¡No deje que lo
atrape! – La voz le resultaba conocida: Patrick Phillips, gobernador de
Colorado, ahora encadenado desde el ombligo, donde su fofa panzota se derretía
como la suela de los zapatos de Clive, dejando entrever llagas enormes en
distintos niveles de putrefacción. Al presidente le dio entre asco y lástima
verlo así. Se habían conocido hace algunos años jugando al golf en un campo de
Castle Rock, y si bien nunca le había caído particularmente bien – como le
pasaba con la mayoría de los ebrios cerdos de enormes cachetes rosados, en su
opinión – no sentía por él una repulsa tal que lo complaciera saberlo en tal
nivel de tormento.
¡Mire
la bola! ¡Qué no lo atrape! – llegó a gritar mientras la burbujeante masa de su
cara bullía, deshaciéndose por partes. Clive vomitó violentamente ante esa
visión. El hedor a grasa quemada era nauseabundo y penetrante; colándose en su
cuerpo a través de sus fosas nasales.
Al
enderezarse bajó la mirada hacia la bola. El ser de negro ya no era visible a
simple vista. Se acercó el adorno a los ojos y pudo divisar con toda claridad
como las diminutas ventanas del edificio estallaban en mil pedazos, marcando el
sendero que aquel Ente Sin Forma dibujaba mientras se acercaba a la otra punta
del aeropuerto, dónde estaban los baños próximos a la pista.
El
terror lo atenazó. Con o sin persecución, él tendría que ser capaz de salir de
allí. Quedarse en el infierno no era una opción y, además, su retorno le
agregaría a su relato un toque épico increíble. Se dijo que necesitaba pruebas;
pese a no tener señal, su teléfono aún estaba prendido. Filmó todo lo que pudo
para poder probar a su regreso que él había estado en el infierno y había
regresado con vida. Qué héroe nacional ni ocho cuartos ¡Él sería adorado por
las naciones del mundo como un profeta! ¡Como el nuevo Mesías!
Río
a mandíbula batiente un buen rato, pero los aullidos de dolor opacaban su
carcajada. ¡Qué importaban los condenados, los desaparecidos! Ellos estaban
atrapados en ese Reino de pesadilla, pero él seguía libre y libre volvería. Él:
¡El hombre más poderoso de la Tierra y ahora también el sobreviviente de la
visión infernal!
La
risa dio lugar a un llanto amargo. No
tenía una sola idea de cómo salir.
Se
acercó a los encadenados. Algunos todavía permanecían vivos pese a las intensas
quemaduras que mostraban sus cuerpos. ¿Cómo llegamos acá? ¿Cómo salimos? – Les
gritó Clive pero sólo conseguía por respuesta gemidos de dolor y ojos
desorbitados – No se preocupen – concluyó - yo voy a sacarlos de acá.
Miró
alrededor buscando pinzas, barretas o cualquier elemento que pudiera servirle
para cortar las cadenas o separar las argollas del suelo. Se le hacía casi
imposible ver por los vapores de azufre y de los propios cuerpos en ardiente
descomposición. Dando la espalda a los condenados, asió una de las cadenas que
ataban al cuerpo ya muerto del gobernador como para probar que tan fuerte
estaban clavadas al suelo, pero chilló por lo caliente que estaba el metal.
Sin
poder moverse ni soltarse, quedarían atrapados en ese infierno.
Les
diré a sus familias que fueron muy valientes – recitó de repente – haré que se
sientan orgullosos de cada uno de ustedes – les hizo la venia y, dándoles la
espalda, los abandonó.
Fuera
de los límites del baño, la llanura se extendía desértica hasta un horizonte
que parecía no terminar. Pensó que perderse en ese páramo sería totalmente
inútil, que era mil veces preferible morir allí con sus compatriotas que solo.
¿Qué
sentido tiene dilatar lo inevitable? ¿Cuál es la gallardía de morir arrasado
por el infortunio? – dijo y sacó un pequeño revólver que sus agentes habían
dejado en su saco. Lo metió dentro de su boca y estuvo a punto de disparar
cuando el frío lo abrazó por detrás como una corriente de aire gélido dentro de
ese horno.
Se
dio vuelta y allí estaba ese par de zapatitos de charol que había visto en el
inodoro. La niña lo miraba con enormes ojos verdes y una expresión tímida,
totalmente ajena al calor irreal, a la peste y a los gritos. Extendía su manito
hacia él, como pidiéndole algo.
¿Qué
querés? – Le gritó Clive - ¿Cómo llegaste hasta acá? ¡Mostrame como salir!
¡Salgamos los dos! – pero la niña no decía palabra. Era pelirroja y tenía el
pelo lacio en un corte carré. Lucía un vestido beige, a lunarcitos rojos.
Acercándose
despacio, haciendo uso de todas sus fuerzas restantes, el presidente guardo el
arma en su bolsillo llegando así a tocar la bola de vidrio. La sacó del
bolsillo. ¿Esto querés? – volvió a gritarle - ¿Si te lo doy me sacás de acá? –
siguió repitiendo eso hasta que la tuvo al alcance del brazo.
En
ese momento, la nena miró detrás de Clive. Cuando este se dio vuelta, una forma
humanoide completamente negra con ojos rojos lo miraba. Las suelas de sus
zapatos derretidos lo estaquearon al suelo, impidiéndole huir.
La
enorme cara del ser oscuro se acercó a milímetros de la del presidente,
moviéndose ligeramente como si lo oliera. Se quedó quieto unos segundos hasta
que abrió una boca desproporcionada arrancando la piel de Clive con un solo
grito gutural.
Arrastrado
por el dolor y la locura, el presidente se perdió en el abismo insondable que
era el cuerpo de ese monstruo.
Silencio.
Una
mano levantó la esfera de vidrio del suelo la contempló unos momentos y
buscando el interruptor que hay debajo, la puso en off. Toda la visión infernal desapareció.
El
frío del baño del aeropuerto de Stapleton era total. La luz de uno de los tres
tubos titilaba mientras él se acercaba a la puerta.
Tomó
el picaporte con firmeza y antes de girarlo echó un vistazo al espejo. Los ojos
de quien había sido alguna vez Clive Smith le devolvían la mirada desde el otro
lado del cristal.
Sonrió
y salió.
- FIN -
Consigna: Título: «Baño
de mujeres». El 25 de marzo de 1982, en un discurso en la Universidad de Dayton,
Stephen King contó una historia que se le ocurrió en el aeropuerto de
Stapleton, en Denver. Su mujer fue al baño, y él se quedó esperando fuera. De
pronto se dio cuenta de que había otros hombres aguardando como él, con las
manos en los bolsillos e idéntica mirada. Así comenzaba su historia: una pareja
está en el aeropuerto, la mujer tiene que ir al baño, y el hombre se queda
esperándola en la puerta de los servicios. Pero su mujer no regresa, y los
otros hombres que también aguardan empiezan a ponerse nerviosos porque sus
mujeres tampoco salen del baño. La preocupación aumenta incomprensiblemente.
Después de todo, no están frente a la hidra de tres cabezas, sino fuera del
servicio de mujeres. Finalmente, un hombre decide entrar y, apenas se cierra la
puerta, se oye su grito desgarrador. La situación comienza a adquirir otros
matices cuando entran las fuerzas de seguridad, la policía, el alcalde, el
gobernador, y nadie sale de los servicios. Por último le llega el turno al
presidente…
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