—¡Ponme un whisky con hielo!
—le gritó una voz desde el fondo.
—Lo siento, pero son las cinco
y la barra ya está cerrada —respondió Mario acercándose a aquel hombre.
—Venga, tío, ¿qué te cuesta?
—Me cuesta que yo salgo a las
seis y hoy, encima, me toca hacer caja, con lo cual será de día antes de que
salga. Y si mi jefe me ve sirviendo una sola copa después de la hora del cierre
de la barra me despedirá.
—Me da igual lo que te pase.
Quiero que me pongas una puta copa ahora mismo.
—Te repito que la barra está
cerrada.
—¿Hay algún problema, Mario?
—le preguntó el compañero que hacía las veces de guardia de seguridad y en
aquel momento estaba despidiendo a la que gente que iba abandonando el local de
copas—. Caballero, le ruego que me acompañe hasta la salida.
—Déjame, imbécil —le recriminó
el aludido—. Voy demasiado colocado
como para que me corten el rollo así. Me voy a otro sitio.
Cuando el bar 33 se encontraba vacío, Mario comenzó a
hacer recuento de la caja. Últimamente las ganancias habían aumentado en los
fines de semana y bajado los días de diario. Si él fuera el dueño se plantearía
cerrar los lunes, martes y miércoles. Incluso los jueves y los domingos
cerrarían antes. La última hora estaba el bar casi vacío y era más el gasto que
tenían que las ganancias.
A las nueve de la mañana llegó
a casa. Allí lo esperaba su mujer, María. Llevaba ya varias horas despierta,
ansiosa porque él llegara. Todas las noches las pasaba en un continuo
duermevela, angustiada por si a Mario le sucedía alguna desgracia. Por las
mañanas, antes de que él regresara ella preparaba café y limpiaba la casa para
que el tiempo se le pasara más rápido. Siempre que llegaba desayunaban juntos y
en la mayoría de las ocasiones hacían el amor hasta que ella tenía que
prepararse para ir al trabajo.
Aquella mañana Mario apenas le
dio un ligero beso. Ella le esperaba con una ligera bata semitransparente sin
nada por debajo. Se acercó nuevamente a él y volvió a besarlo apasionadamente.
Él la separó y se encaminó hacia la cocina.
—Cariño, ahora no. Estoy muy
cansado. Hoy ha sido una noche muy dura. Solo quiero comer algo y dormir.
—Muy bien —le espetó molesta.
Se quitó la bata y se encerró en el baño. Esperó a que su marido se acostara y
salió de su encierro para desayunar. El café ahogaría su ansiedad y la haría
más artificial. Cogió la bolsa con el almuerzo y se encaminó hacia los grandes
almacenes en los que trabajaba.
Ocho horas de trabajo
interrumpidas por una hora para la comida ocupaban la mayor parte de su vida.
Las noches sin Mario se hacían demasiado largas. Notaba que su ausencia estaba
afectando negativamente a la relación y a su propia personalidad. Cuando
regresaba a casa, no había ya nadie esperándola. Mario ya se había ido a trabajar;
y así un día tras otro.
Su vida se había convertido en
un eterno círculo en el que no podía estar con su pareja. Era como en aquella
película en la que habían lanzado una maldición a los dos protagonistas y
durante el día la mujer se convierte en halcón y por las noches el hombre lo
hace en lobo y solo estando los dos juntos como humanos pueden deshacer la
maldición. A ella le pasaba algo parecido, pero ni Mario ni ella se convertían
en animales. Simplemente vivían en aquella casa en horarios diferentes y usaban
la triste cama a turnos. Y así pasaban los días y los meses.
Una noche cualquiera, una de
tantas en las que Mario se pasaba las horas sirviendo copas y chupitos tras
aquella barra, la puerta del local se abrió de forma súbita y varias personas
vestidas de uniforme y con la cara tapada entraron gritando algo que Mario, al
principio, no pudo entender. Unos instantes después lo escuchó todo
perfectamente.
—¡POLICÍA, QUÉ NADIE SE MUEVA!
—gritaban todos a la vez. Después uno, que parecía ser el jefe, continuó
hablando.
—Apaguen la música y enciendan
las luces —le dijo al primer camarero que se encontró. Le entregó una orden
judicial para registrar el local y este se lo hizo llegar al jefe del local.
Cuando la música se hubo apagado, continuó dando órdenes, ahora ya sin
pasamontañas—. Esto es una registro. Que todo el mundo se ponga de cara contra
aquella pared. Los camareros que salgan de la barra y se sitúen en esa zona de
ahí.
—Pero, ¿por qué hacen una
redada en mi bar? —quiso saber el dueño del local mientras ponía cara de
inocente. Tanto Mario como todos los que trabajaban en el 33 sabían perfectamente que en la parte reservada del local los
clientes consumían drogas, incluso había algunos que las vendían. Por hacer la
vista gorda, el dueño del bar se llevaba un buen pellizco. Sin embargo, había
habido alguien que había avisado a la policía—. Aquí no van a encontrar nada.
—Tráigame toda la
documentación del local y póngase donde lo demás —ordenó el jefe de
Entretanto, el resto de los
policías se encargaban de cachear a todos los presentes y registrar el local.
Apenas eran las doce y media cuando la policía entró a realizar la redada.
Llevaban dos horas de registro y seguramente le quedaban muchos minutos allí.
A las cuatro y diez, la
policía clausuró el 33 y todos los
clientes y los trabajadores abandonaron el local. La gran mayoría de ellos
regresó a sus casas, solamente unos pocos fueron detenidos y algunos fueron
conducidos a la comisaría como testigos.
Las calles del Valencia estaban
casi desiertas en aquel jueves de noviembre. Mario regresaba a casa caminando,
ya que a esa hora no había transporte público y no tenía dinero suficiente para
coger un taxi. Lo mejor de llegar tan pronto sería que por fin pasaría una
noche con María después de muchos meses sin hacerlo. A las cinco menos diez
llegaba a su barrio.
Por su calle, vacía, a lo
lejos solo se veía a unos novios comiéndose a besos. Mario entendía aquello.
María y él se habían besado en aquella misma esquina tantas veces que había
perdido la cuenta, pero de aquello hacía tanto tiempo que ni recordaba aquellos
besos. Sin embargo, sí que recordaba que a María le gustaba que la cogiera por
la nuca mientras la besaba, como aquel chico estaba haciendo con su novia.
Recordaba que él también la cogía de aquella manera del pelo. Aquel pelo tan
largo y moreno, como el de aquella chica que estaba de espaldas.
Apenas unos metros más allá se
encontraba su portal y en el primer piso su mujer estaría en la cama,
esperándolo. Le daría una sorpresa por llegar tan pronto.
Cuando pasó junto a la pareja
que se besaba no pudo evitar la tentación de echar un ojo. Aquella chica tenía
un lunar detrás de una oreja, igual que María. Con aquella visión algo se le
despertó en el interior. La imagen de María se le apareció en ante sus ojos.
Parpadeó un par de veces pensando que así desaparecería, pero no fue así. Lo
que estaba viendo no era una alucinación ni un sueño. Frente a él tenía a su
mujer. Ella era la que se estaba besando con aquel otro hombre.
—¿María? —preguntó él
sorprendido.
—¿Mario? —preguntó a su vez
ella con la misma sorpresa.
A Mario le había dado un
vuelco el corazón al descubrir que su mujer le era infiel mientras él
trabajaba. La vida acababa de dar un repentino giro en una dirección que él
nunca había podido imaginar. En aquel mismo momento se quiso morir.
—¿Qué está pasando?, ¿quién
eres tú? —preguntó el hombre con el que estaba María.
—Yo soy su marido —le espetó
Mario a la vez que lo empujaba.
—¿El que nunca está?
—respondió aquel hombre devolviendo el empujón a Mario.
Este, más herido en el orgullo
que en el físico, le propinó un puñetazo al acompañante de María y se abalanzó
sobre él. Ambos cayeron al suelo, donde siguieron forcejeando. Mario, nublado
por la ira, golpeaba sin cesar a aquel hombre que tenía bajo su cuerpo.
Mientras tanto, su mujer gritaba frases que no alcanzaba a oír.
En un momento de respiro, el
amante de María golpeó a Mario y se deshizo del ataque acosador, poniéndose
nuevamente en pie. El alboroto formado durante la pelea y los gritos de María
comenzó a alertar a los vecinos, que se asomaban con curiosidad a las ventanas.
—¡Drogadictos! Id a pegaros a
otro sitio —gritó algún vecino desde la seguridad que le ofrecía encontrarse
dentro de su hogar.
—¡Hijos de puta, estamos
hartos de vosotros!
—¡Voy a llamar a la policía!
Mario sacó una navaja del
bolsillo para intimidar a su rival. Pero lejos de ello, este sacó otra navaja
para enfrentarse a Mario en el último asalto de aquel combate a muerte.
Mario atacó primero. Lanzó un
corte que no llegó a su destino. Su oponente tampoco tuvo éxito en su ataque y,
tras cruzar varios intentos por herirse, por fin, Mario alcanzó a su rival en
el brazo que tenía la navaja e hizo que la tuviera que soltar. Era su gran
oportunidad, tenía que acabar con aquel hijo de puta que le había robado a su
mujer. Después, ya ajustaría cuentas con ella. Pero antes de poder lanzar el
golpe final, alguien se le echó encima.
Su mujer, María, se lanzó
sobre él para evitar que matara al hombre que había hecho renacer la pasión en
ella. Marido y mujer rodaron por el suelo, acompañados de la tercera incógnita
de aquella maldita ecuación.
Por fin, Mario consiguió
desembarazarse de María y su acompañante y se puso en pie para caer de rodillas
un instante después. Tenía una herida en el pecho de la cual salía el mango de
la navaja. La sangre había comenzado a extenderse por la camisa manchando la
tela a su paso. Finalmente, Mario cayó de bruces sobre el asfalto exhalando un
último suspiro.
María corrió junto a él con
lágrimas en los ojos.
—Esto no tenía que haber
pasado nunca— le dijo al cadáver de su marido. Después le cogió la cartera y se
la entregó al amante—. Toma, cógela y huye. Yo diré que escuché jaleo y por la
ventana vi que estaban intentando robar a mi marido. Que eran dos drogadictos
con el mono y que bajé al portal a
ayudarlo. Que cuando llegué vi como uno de ellos lo apuñalaba para quitarle la
cartera.
El hombre hizo lo que la mujer
le indicaba mientras ella lloraba abrazada al cuerpo sin vida de Mario.
Minutos después llegó la
policía e interrogó a María sobre lo sucedido y ella contó lo que ya le había
dicho a su amante.
Aquel día, la edición matinal
de los informativos habría con la noticia de la pelea y posterior muerte de
Mario.
—Ha sucedido hace escasos
minutos en un conocido barrio valenciano —comentaba el presentador del
noticiero—. Un hombre ha fallecido víctima de una puñalada cuando dos
toxicómanos intentaban atracarle. Nos informa Carolina Verdú, Valencia. ¿Qué
nos puedes contar de este suceso?
La imagen en la pantalla se
dividió y pasó de un primer plano del presentador a una instantánea del
presentador y la reportera en el lugar de los hechos. Cuando la imagen se
centró solo en la mujer, al pie apareció un rótulo que rezaba: "Dos
drogadictos en plena ansiedad roban y matan a Mario Postigo, mientras su esposa
es testigo desde el portal".
—Buenos días, Miguel. Como
bien has dicho el suceso ha ocurrido alrededor de las cinco de la madrugada,
cuando Mario Postigo regresaba a su casa tras una noche de trabajo en el bar 33. Dicho bar hoy ha sufrido una redada
policial, por lo que la víctima regresaba a su domicilio bastante antes que de
costumbre.
»Los vecinos nos han comentado
que la mujer de Mario, María Pineda, ha sido testigo de todo al encontrarse en
el portal del edificio, alertada por los gritos de su marido y los dos
asaltantes.
»El amanecer valenciano se ha
teñido de malva por la sangre en este triste día.
»Para Noticias 1, Carolina
Verdú.
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