Aymará era tan
soñadora que su madre siempre le decía que estaba “en la luna de Valencia”.
Soñadora y curiosa
porque le preguntaba:
—¿Dónde queda esa luna, es de otro planeta?
—¿Dónde queda esa luna, es de otro planeta?
—No sé. Ayudame y
pelá las papas que le tengo que cambiar el pañal a tu hermano.
Luego de pelar las
papas Aymará vio que Moncho, su gato, estaba durmiendo en una posición muy
graciosa en el marco de la ventana de la cocina. La nena fue a acariciarlo y el
minino empezó a ronronear.
—La luna de Valencia
debe quedar requetelejos, ¿verdad, Monchito? Si pudiera volar tal vez llegaría
hasta allá —suspiró la niña.
Escuchaba el llanto
de su hermanito, acariciaba el gato y pensaba en la luna de Valencia cuando
sintió que la picaba un mosquito en un brazo. Abrió la palma de la mano para
pegarle con fuerza pero justo vio que sobre su hombro había algo pequeño que
emitía una luz que iba cambiando de colores, del verde al azul, del azul al
violeta, del violeta al rojo. Aymará pensó que se trataba de una luciérnaga
pero por lo que ella sabía, las luciérnagas no cambian de color. Agarró el
objeto con mucho cuidado y sintió como un cosquilleo entre sus dedos. Se lo
acercó y acercó y acercó hasta tenerlo casi encima de sus ojos que casi se
quedó bizca al mirarlo. Pudo ver que el susodicho objeto era un hadita,
pequeña, pequeñísima y que lanzaba como un chillido. Aymará la arrimó a sus
orejas y escuchó que le decía:
—¡Por fin! Te estaba
pellizcando para que me prestaras atención. Soy el hada de los sueños y te
escuché decir que te gustaría volar.
—¡Sí, sí! Porfis, sí.
Quiero volar —dijo Aymará pegando saltitos.
—¡AY, bueno niña! No
me sacudas tanto. Está bien, está bien. Cerrá los ojos que te voy a convertir
en viento para que puedas volar.
Ni lerda ni perezosa
Aymará hizo lo que el hada le pedía. Así fue cómo empezó a sentirse liviana,
muy pero muy liviana. Y voló y voló transformada en viento. Una brisa tan suave
al principio que podía sentir la textura del pasto, de las flores, el roce
contra las paredes. Pero luego fue cobrando velocidad y se convirtió en un
vendaval. Pasó entre la gente de las calles, los autos; atravesó ciudades, se
cruzó con pájaros que volaban altísimo, rozó las cimas de las montañas. Pero de
la luna de Valencia, ni noticias.
Agotada de tanto
volar y con un poco de frío, Aymará se detuvo sobre las arenas de una playa
desierta y pensó: “No pude encontrar a la luna de Valencia, todavía no
oscureció del todo. A lo mejor tengo tiempo de hallarla antes de que esté lista
la cena. Si volando no la encontré, tal vez si nadara…”.
Entonces se
materializó sobre la arena el hada de los sueños. Otra vez le pidió a Aymará
que cerrara los ojos y pensar en lo que le gustaría ser.
En pocos segundos la
niña ya era una gota de agua que se fue rodando hasta unirse al mar. Nadó y
nadó mecida por las olas. Ya mar adentro Aymará se encontró con diferentes
tipos de peces: calamares, pulpos, cangrejos, peces de todas formas y colores.
A cada uno le preguntaba si por allí habían visto a la luna de Valencia y todos
le dijeron que no, que solo habían visto a la luna, pero no creían que fuera la
de Valencia. Aymará les dijo que muchas gracias igual. Y siguió nadando y
buscando. Ya estaba cansada y con frío, quería volver a la costa para regresar
a su casa. Pero justo se le cruzó por el camino una ballena a quien, por las
dudas, le preguntó si sabía dónde estaba la luna de Valencia y para su asombro,
la ballena le dijo que sí, que siguiera nadando derechito por allá, luego que
doblara a la izquierda y que cuando llegara a la costa ya iba a estar en
Valencia, que pronto aparecería la luna en el cielo y que esa era la luna de
Valencia.
Después de nadar
siguiendo las indicaciones de la ballena, Aymará divisó la costa. Llegó muy
cansada y se echó sobre la arena húmeda del golfo de Valencia. Miró al cielo y
vio que ya estaba la luna. ¡Al fin había conocido la luna de Valencia! Era muy
bonita, pero la verdad que no tenía nada de especial, era igual a la luna de su
ciudad. Ahora sí que tenía un matete en la cabeza, no entendía por qué su madre
le decía que estaba en la luna de Valencia. ¡Ahí fue que se acordó! ¡Su madre,
la luna! Era muy tarde, seguramente su madre la estaría buscando para cenar,
quería volver con ella antes de que se enojara.
Apareció el hada de
los sueños a su lado y Aymará le dijo:
—Gracias por haber
cumplido mis sueños. Ahora necesito estar de vuelta en casa. Ya es de noche y
tengo que regresar con mis padres.
—De nada, mi niña.
Cerrá los ojos y pensá en tu hogar.
Lo primero que
escuchó fue que gritaban su nombre. Cuando abrió los ojos vio que su papá la
estaba sacudiendo del brazo que tenía apoyado en la ventana de la cocina. Moncho, el gato, se bajó asustado pensando
que el reto también era para él. Aunque mucho no le importó porque enseguida
empezó a desperezarse y a bostezar mientras papá gritaba:
—¿No escuchás cuando
te llaman, nena? Veinte veces te llamó tu madre para que vayas a cenar. Pero
no, vos siempre en Babia.
Babia, Babia, pensó
Aymará mientras cenaba. Dónde quedará Babia. Ya sabía cuál sería el próximo
viaje que emprendería junto al hada de los sueños.
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