—Te noto preocupada, amor —dijo
Lito.
María Ester no contestó. Del
otro lado de la línea, él oía su respiración entrecortada: le costaba hablar.
—Apenas salgas del trabajo
venite a casa —dijo ella—. Tengo que hablarte de algo importante.
Después de cortar, Lito se
preguntó si no le revelaría alguna nueva premonición. Al principio del noviazgo
la había creído un poco exagerada. Con el tiempo, le dio por dudar. Pero ahora
ya creía que su novia era un auténtico ángel de la guarda para él.
Tenía bien presente cuando por
primera vez María Ester le gritó desde la puerta de su casa: — ¡Esperá, Lito!
—Y corrió hacia él media cuadra y le dio un besito muy tierno en la mejilla y
le susurró al oído—: Sentí que, si no hacia esto, no te volvería a ver.
Ese día no pasó nada raro — ¿por
qué habría de pasar algo raro, no es cierto?—. Y, cuando se vieron a la noche,
María Ester le dijo:
—Y claro. No te pasó nada, por
el besito.
En medio de un noviazgo lento,
tranquilo, Lito contaba con varias historias como aquella. Según María Ester,
ella prevenía toda calamidad, toda tragedia. ¿Tendría algo de verídico todo
eso? Al tiempo, él había comenzado a fijarse en los detalles.
Una mañana, camino a la
estación del tren, Lito se había dado una vuelta por lo de María Ester. Tomaron
unos mates, y siguió camino a su trabajo. Cuando llegó a la estación, recibió
un mensajito de ella:
Cuidate nel viaj amor
igual ya le di 3 vueltas
a la silla vieja x las dudas
Y el viaje terminó sin que nada
malo ocurriera. Solo que, antes de llegar a la terminal, el tren paró unos
minutos esperando la señal para entrar en el andén. Lito se pasó todo el día
pensando que, si su novia no le hubiera dado esas vueltas a la silla vieja,
quizá la señal no hubiese funcionado y… ¡pum!
Se sobresaltó de pensarlo: ¡a lo mejor sí lo había salvado ella!
Hubo otras menos trágicas. Un
sábado en que Lito iba a jugar la final del campeonato de fútbol de la fábrica,
ella le dijo:
—Hoy no ganan.
— ¿Cómo, María Ester? A estos
ya le ganamos cuatro a uno en la primera rueda, así que hoy salimos campeones.
Pero ella insistió:
— ¡Ay, Lito, no sé, no sé!
Mejor me voy a peinar con el cepillo rojo, pero no te aseguro nada.
Y lo que finalmente ocurrió fue
increíble. A los cuarenta y cuatro del primer tiempo, penal en contra. Y fueron
al descanso perdiendo uno a cero. De pronto se nubló todo… y un chaparrón no
pronosticado inundó la cancha. La final se suspendió hasta el fin de semana
siguiente. Y ese sábado ganaron el partido 2 a 1, y el equipo de Lito se llevó
el campeonato.
“Hoy no ganan”. Como cumplir,
María Ester cumplió.
Pero ahora Lito se quedó
pensando en qué le querría decir. ¿Sería algo relacionado con el viaje al
interior para fin de mes? Los accidentes de aviones, para nada frecuentes, igual
la ponían muy sensible. No, ese no era su estilo: tanto, no se adelantaba.
Hacía unos meses, Lito había
viajado con dos ingenieros de la fábrica para instalar una máquina. Y no acá a
la vuelta sino en Córdoba, lo cual implicaba… un viaje en avión. María Ester
tuvo un mal presagio, pero con su infalible beso de último momento alejó los
peligros que podían arrancarle a Lito de su lado.
No, ahora la notó más seria que
preocupada.
Claro que la noche en que se
salvaron de morir en un ascensor, ella estuvo muy seria. Esa vez, los dos habían ido a visitar a un amigo en el
centro. Cuando se volvían, el ascensor se les quedó entre dos pisos, y todavía
estaban bien pero bien arriba. Y en un momento fue como si el ascensor se
hubiera descolgado, porque de pronto los dos —resultó que a ella le pasó lo
mismo— sintieron un vacío en el estómago. Entonces sacó de su carterita la
colonia que no le gustaba —no la llevaba encima por fines cosméticos,
precisamente—, y, después de perfumarse, el ascensor se detuvo. Y segundos
después empezó a moverse despacio, y despacio los dejó sanos y salvos en la
planta baja. Ninguno de los dos pensó otra cosa: todo había terminado bien,
gracias a la colonia.
Tampoco estos eran días de
estrés por exámenes, recién empezaba el cuatrimestre. María Ester estaba
terminando la carrera de técnica en hematología. A Lito le causaba mucha gracia
cuando ella le explicaba, medio en broma, las batallas de los glóbulos blancos
contra los rojos, usando de ejemplo los autitos chocadores.
Secretamente Lito se veía
privilegiado por los trucos de María Ester. Era su buena estrella, su heroína.
Con sus vueltitas a la silla, la colonia que no le gustaba, el cepillo rojo y,
por supuesto, el poderoso besito tierno en la mejilla, él se sabía inmortal.
“Tengo que hablarte de algo
importante”, le había dicho ella, y eso a Lito lo angustiaba, no podía concentrarse
en su trabajo. En realidad, aquello ―el tono con que María Ester lo dijo, sobre
todo― no parecía tener que ver con ninguna de sus habituales revelaciones. Acaso
se trataba de algo mucho más complicado que evitarle a él un accidente.
Tranquilo, se decía. Ya se va
aclarar todo.
Pero, después de mandarle
varios mensajes ―que no fueron respondidos―, no aguantó más y pidió permiso
para retirarse.
El supervisor se había dado
cuenta de que algo lo estaba distrayendo.
—Contame qué pasa, pibe. ¿Es la
brujita? —Conocía alguna de las proezas de María Ester, y así la había
bautizado.
Lito no quería mentirle, fue
sincero. Y Chacho, compresivo, lo autorizó. Al salir del vestuario, él agradeció
otra vez la gauchada, y el supervisor le dijo:
―Ustedes tendrían que hablar
menos, y… ―Y completó la frase con un gesto que enrojeció a Lito.
Temblando le tocó el timbre a
María Ester.
―Hola, mi amor―dijo, pero ella
apenas si lo beso fríamente.
―Pasá, que te quiero hablar.
Él la siguió hasta el living,
con la boca seca. Y aterrorizado ocupó una silla ―no el sofá― que ella le
ofrecía, de pie aún.
―En los últimos meses ―empezó a
decir María Ester no bien se sentó también ella―, hemos estado distantes. Tus
horas extra, mis exámenes, tus viajes. Bueno, no sé: me sentí sola… y conocí a
alguien.
—No. ¡No! Por favor no me digas
esto, María Ester.
—Alguna vez nos prometimos que,
si no éramos novios, seríamos amigos. Te quiero pedir que nos separemos por un
tiempo. No quiero ser desleal.
Lito sintió que se le aflojaba
el corazón.
—No, Mari, por favor te lo
pido. ¿Qué tengo que hacer para no perderte? Estoy dispuesto a todo. No puedo
alejarme de vos.
Ella se alzó de hombros.
—No, Lito ―dijo―. No me lo
hagas más difícil. Quizá solo sean unos meses, no sé…
Él rompió unos minutos de
silencio, y volvió a la carga:
—María Ester, no me dejes. No
voy a poder vivir sin vos. Me estás matando, Mari… ―Lito ya no disimulaba el
llanto.
Lo único que hizo ella fue bajar
la vista.
Él secó sus lágrimas y se levantó.
Se despidieron tomándose de las manos, y apenas rozando las mejillas.
María Ester lo acompañó hasta
la puerta, y palmeándolo en la espalda le dijo:
―Ah, Lito: y no exageres con
eso de que vas a morirte, porque ya te salve varias veces.
Lito caminaba ―se arrastraba,
mejor dicho― hacia su casa. En la cabeza se le amontonaban un sinfín de frases dulces,
aquellas del noviazgo que acababa de terminar. Frases que se irían para
siempre. Sabía que eso de “por un tiempo” era una formalidad, algo que se le
dice a uno para que no se caiga muerto en el living. Nunca más al parque de
diversiones, la salida preferida. Lito se imaginó acompañando como “amigo” a
María Ester junto al nuevo novio en la vuelta al mundo, y una mueca lo desencajó.
Eso fue suficiente para reaccionar y darse cuenta de que había estado a punto
de cruzar las vías sin ver el tren, que se acercaba con todo, y que lo sacudió
con el viento al pasarle a ras.
Aunque mal dormido, al día siguiente
prefirió ir a la fábrica. Al menos, para despejarse.
En el corte del almuerzo,
Chacho le hizo un lugar en su mesa.
— ¿Y, pibe? ¿Qué pasó?
—Me pateó, Chacho. ¿Podés
creer? María Ester me dejó por otro.
— ¡Je!
—No te rías, che.
—No, si no me río. Un supervisor
nunca se ríe. Es más: bienvenido al club. —Chacho le despeinó la cabeza con un
manotazo paternal.
Terminaron de almorzar hablando
de cualquier cosa, menos de mujeres. A la salida, Chacho se ofreció para
alcanzarlo a Lito. Y él pudo contar que, además de dolido, le asustaba el nuevo
estado de desprotección al que debería acostumbrarse.
Chacho escuchaba sin
interrumpir. Cuando Lito bajó del auto, le dijo:
―Mira pibe, la que no tiene
suerte es ella, que se perdió a un tipazo como vos. Tranquilo, ya va a pasar.
Los días se fueron amontonando.
De a poco, la proximidad de otro campeonato en la fábrica y el viaje a Córdoba trajeron
a Lito a su nueva realidad.
Se bancó no llamar a su ex, y
no por falta de ganas: le hubiera gustado escuchar la voz de María Ester, pero no
quería llorar en el teléfono.
Pasaron años desde el día en que
María Ester pidió un tiempo. Pasaron tres o cuatro años.
Solo un puñado de llamados para
las fiestas, y no mucho más. Cada uno hizo nuevas parejas, pero ninguno de los
dos se casó. María Ester se recibió de hematóloga, y Lito llegó a supervisor ―uno
de esos que nunca se ríen― cuando se jubiló Chacho.
Un sábado, la mamá de Lito lo
despertó diciendo que tenía un llamado de María Ester.
Lito atendió intrigado —algo de
la vieja esperanza lo despabiló—. Pero, con pocas palabras, María Ester le
contó que estaba buscando donantes de sangre para su madre, y recordaba que él
tenía de la preciada cero negativo.
―Claro, María Ester, no hay
problema. El lunes, a primera hora, estoy en el sanatorio.
Y así fue que se cruzaron
fugazmente en la clínica. Como aquella vez, se saludaron rozando las mejillas.
Y, en ese roce, Lito reconoció un viejo perfume.
Cuando terminó la extracción,
tomó el café con leche con medialunas y se fue para la fábrica. Mientras
manejaba, se preguntaba si la llamaría.
Si bien la salud de la exsuegra
era suficiente motivo para un llamado o mensaje de texto, no quería que María Ester
sospechara una segunda intención. Que no se confundiera. ¿O el confundido era
él?
Se descubrió pasándose la mano
por el cachete. Y, acercándola a la nariz, intentó retener la fragancia de la colonia de María Ester. Lo recorrió un
escalofrío.
Entrando en el estacionamiento
de la fábrica, algunos compañeros y operarios rodearon el auto de Lito, que se bajó
sin entender. Rápido le explicaron que hacía apenas unos minutos el depósito de
materiales había colapsado, y el pesado tabique lateral de su oficina le cayó
sobre el escritorio.
Sin dudarlo mas, Lito llamó a
María Ester, su heroína.
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