―Solo dígame cuánto tiempo ―dijo Rebeca al doctor
mientras desanudaba su garganta y hablaba entrecortadamente.
―Probablemente un mes, puede que un poco más —dijo
el doctor tratando de aparentar toda la seriedad posible.
Al pequeño Isaac
le habían diagnosticado cáncer demasiado tarde. Estaba expandido por todo su
cuerpo y el resto de sus días tendría que pasarlos postrado en una cama.
―No podrá realizar mucho esfuerzo Rebeca, le
recomendaría que tratara de dejarlo hacer lo que quiera, siempre y cuando no
afecte su salud ya que podría modificar el tiempo ―hizo una pausa y continuó―.
No me gusta decir esto, pero debe disfrutar los días que le quedan. El silencio
inundó la sala de espera y fue cuando comenzó la etapa de resignación.
―Supongo que ya no pueden hacer nada ―se atrevió a
pronunciar Rebeca esperanzadamente.
―Lo siento mucho Rebeca. Desgraciadamente fue muy
tarde.
Acabada la
conversación, Rebeca entró a la habitación limpiando sus lágrimas y sonriendo a
su hijo que veía tranquilamente una película de un sujeto capaz de mover las
cosas con la mente.
―Estoy bien mami ―mintió Isaac―, me siento mucho
mejor. Rebeca se sentó al borde de la cama tratando de distraer su dolor con
aquel actor que movía telepáticamente objetos a su comodidad. Durmió con los
ojos abiertos mientras planeaba la mejor de las vidas que podía darle a su hijo
en aquella irreversible situación.
El resto de
la estancia hospitalaria, Rebeca y el doctor platicaban con un psicólogo
experto en logoterapia sobre una serie de recomendaciones para centrar su vida
familiar en Isaac.
―Le gustan los superhéroes ―dijo secamente Rebeca.
―Podemos empezar con eso ―dijo el psicólogo tratando
de tomar el control de la conversación, evitando el silencio que inhabilitaba
los pensamientos de Rebeca―, tiene que adaptar su rutina a ciertas actividades
fantasiosas que favorezcan su entorno. Tal vez pueda hacerle creer que tiene
algún poder especial.
―Algo que no requiera demasiada actividad motriz ―agregó
el doctor―. Puede ser algo simple, agregando paseos esporádicos en lugares no
tan concurridos o paisajes naturales.
―Ya, está bien. Creo que podré hacerlo. ¿Podemos
irnos a casa? ―preguntó Rebeca irritada.
―Claro, si surge algún malestar no dude en
comunicarse al hospital, estará un asistente las veinticuatro horas para
cualquier emergencia.
Aun cuando
el doctor seguía hablando, Rebeca se encaminó hacia la habitación mientras dos
enfermeros colocaban a Isaac en una silla de ruedas motorizada.
Rebeca
gastó su fondo de ahorro para adaptar la instalación eléctrica a un mando
remoto que permitía encender y apagar
las luces, controlar el televisor y algunas otras funciones que implementó el
técnico en toda la casa. También mandó hacer un video personalizado que
simulaba un noticiario, la nota principal informaba el descubrimiento de un
pequeño de ocho años que poseía ciertos poderes telepáticos que lo hacían mover
y controlar objetos. Después continuaba con un mensaje emotivo donde Rebeca explicaba con lágrimas en las mejillas el amor
incondicional que tenía hacia Isaac y un sinfín de cualidades que lo hacía un
ser excepcional lleno de fuerza y voluntad para mostrar al mundo el sentido de
la vida. El video terminaba con un álbum cronológico de los días felices del
pequeño y su madre.
El plan
resultó de maravilla los primeros días. Un asombro muy peculiar reemplazó la
tristeza en el hogar y aumentó
significativamente el amor mutuo entre madre e hijo. Siguió el plan llevándolo a parques y
haciendo recorridos turísticos por pueblos aledaños. Fue una idea adicional de
Rebeca tomarse fotografías con trípode y temporizador en todos los lugares que
visitaban.
Como
cualquier vida normal humana, no todo podía salir a la perfección. El hecho de
tener alrededor toda una infinita gama de situaciones, personas y problemas que
podían atravesarse en el camino; hacían de la vida de Isaac un constante
tiovivo que amenazaba con detenerse en cualquier momento. Aunque el sentido de
la vida, según los logo-terapeutas era el vivir el presente apreciando los
aspectos positivos y tomando los negativos como pruebas de vida. “Vivir siendo
feliz con lo que se tiene es apreciar la vida en su totalidad” recordaba Rebeca,
el sermón del psicólogo.
El lado
obscuro de su vida llegó precisamente en la noche cuando los poderes de Isaac
cesaban, dato que su madre descuidó por completo. Encerrando los “poderes
especiales” en un insignificante y material control remoto olvidado en el
bolsillo de su pantalón.
Los primeros
síntomas de la esquizofrenia comenzaron debido al estrés y ansiedad que sufría
Isaac cada noche tratando de utilizar sus “poderes”. Al ver que sus esfuerzos
eran en vano pasaba toda la noche sin llegar a conciliar el sueño adivinando la
razón de la falsa ilusión. Se agravó cuando su madre lo veía platicar con
nadie. Rebeca le prestó la menor atención creyendo que se trataba de un simple
juego de niños.
Isaac
continuó con el juego de su madre, aunque ello empezara a generarle cierta
aversión debido al gran circo que armó creándole una mentira. Cada mañana
cuando Rebeca lo animaba a encender las luces o el televisor con sus poderes,
Isaac lo hacía sin emoción alguna, como un mero proceso automatizado para verla
feliz. Después de todo ella viviría el resto de su vida sola, así que al menos
valoraba su esfuerzo.
En cierta
ocasión, Isaac despertó a media noche rodeado de nuevos amigos. Le hablaban de
su condición y la realidad que su madre se negaba a enfrentar, ahora sabía que
tenía los días contados y sus amigos estaban dispuestos a llevarlo a un “lugar
especial”.
―Cuídenme del señor con alas moradas ―decía Isaac a
sus amigos―, quiere hacerme daño. Lo ha mandado mi madre para vigilarme.
―Debajo de la cama ―decía una voz―, es un lugar
seguro.
Isaac se
refugiaba debajo de la cama hasta que su madre aparecía en la habitación y lo
recogía. Rebeca empezó a preocuparse cuando encontró un cuchillo afilado a un
lado de sus juguetes.
― ¿De dónde lo sacaste Isaac, intentas hacerte daño?
―preguntó su madre llorando.
―Me lo ha dado el señor de la barba ―explicaba Isaac
con la mirada perdida―. Alguien quiere hacerme daño pero aquí abajo es seguro.
Pasó una
semana completa entre sus alucinaciones y delirios persecutorios. Tenía hambre
y no quería salir de su guarida. Cierta noche, mientras permanecía refugiado
bajo la cama, cogió el cuchillo que le había recuperado el señor de barba.
Utilizó el borde del arma blanca para reflejar con la poca luz de la luna si
estaba despejada su habitación. Observó una mancha marrón oscuro que iba desde
la punta hasta tres cuartas partes del cuchillo. Salió a gatas haciendo un
esfuerzo mayor por pararse. Abrió la puerta y un olor putrefacto lo abofeteó. Una
neblina oscurecía el pasillo. Isaac tomó los polvos mágicos que le había
preparado la ardilla con alas de águila, le había dicho que era el último paso
para poder volar.
Atravesó la
estancia arrastrando sus piernas casi inútiles y vació la casa con la mirada
tratando de no toparse con el señor de las alas moradas. Sabía, según sus
amigos, que ese extraño ser entraba y salía por la ventana por lo que
compartirían el mismo acceso. Isaac lo usaría una sola vez para escapar de una
vez por todas. Volvió a revisar la casa para no encontrarse con su enemigo. Un
tenebroso silencio invadía la casa junto a aquel olor putrefacto.
Finalmente
Isaac se animó a asomar por la ventana del octavo piso y confirmar su libre vía
por el estrellado cielo que se extendía hacia una negrura infinidad. Isaac se
posó en la ventana con una fuerza paranormal contra todos los pronósticos de
los doctores y extendió sus nuevas alas en el marco de la ventana.
Isaac se
despidió de sus amigos y acabó con su enfermedad terminal sin que ésta lograra
terminar con él primero. Volteó al exterior levantando los brazos y voló al
cielo para nunca regresar.
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