Ella pensaba en
su habilidad como merodear. La primera vez que le pasó, hace incontables vidas,
cerró los ojos arrugados, cansados, llenos de años, penas, dichas, y cuando la
voz lejana de su madre la llamó, preocupada, cerró los ojos en su lecho de
muerte, y los abrió para encontrarse con la mirada asustada de aquel rostro
amado.
Hacía tanto que
no la veía que no pudo evitar que las lágrimas le brotaran de los ojos. Cuando
pregunto con voz trémula “¿mami?”, su madre respondió solamente con renovado
llanto. Se sorprendió por el tono de voz con que la llamó y por las tersas
manos que abrazaron el cuello de su madre, con los pequeños dedos metidos en su
pelo. Mucho después su madre habría de contarle, a modo de anécdota, como se
había quedado viendo en sus ojos y como el vacío los llenaba, perdiéndose
durante horas y horas.
Todo comenzó por
amor. Contempló enternecida los bellos ojos de su madre cuando se inclinó sobre
su cuna a cubrirla. Se sintió tan en paz, tan segura, tibia y somnolienta, con
la mano de su madre acariciando su cabello. Comenzó a sentir que la inundaba el
amor de madre hacía ella, como el afecto acariciaba sus cabellos junto con su
dulce mano, y cuando permitió que su amor la abrigara, pudo ver.
Se vio a sí
misma en los ojos de su madre, acariciando el pequeño cuerpo de la niña y
aunque no alcanzó a comprender lo que veía,
se permitió sumergirse en ella. Lo que pasó después no pudo analizarlo
hasta mucho tiempo después, pero pudo sentir y experimentar la vida de su
madre, su futuro, los acontecimientos, las personas, las fechas, el tiempo, sus
emociones y pensamientos inundaron su mente.
Y entonces todo
se acabó, dejándola confundida, y aunque seguía siendo una niña, al mismo
tiempo todo había cambiado.
No entendió
entonces su poder, y la anciana que vivía en su cuerpo de niña y que vivía
desde los ojos de la hija la vida que ya había vivido por medio de su madre,
pensaba que había ido al cielo. Pero luego ocurrió de nuevo. La próxima vez que
se perdió, estaba viendo a su perro jugar.
Estaba relajada,
feliz después de haber corrido por el parque, agotada, y cuando se sentó bajo
un árbol para ver a su mascota correr hacia ella, y cuando el perro se acercó a
ella, pudo ver sus ojitos abiertos de par en par. Notó el pasto bajo sus
patitas y sintió el fresco viento refrescando su lengua. La alegría hacía que
su cola se disparara como un abanico y pudo sentir su corazón palpitando tan
rápido que sintió que se saldría de su pecho.
Y luego estaba
perdida, en las sensaciones, en los olores, los sentimientos. Nunca había
sentido nada igual. Luego el terrible final, la agonía, el miedo y la
oscuridad. Volvió en sí y no podía respirar. Se sentía aterrorizada y tenía
tanto frío. Y fue ahí cuando supo lo que tenía que hacer con su habilidad.
Comenzó a
sumergirse muchas veces en los ojos de las personas. Sabía que se perdería
algunas veces, y muchas veces experimentó terribles vidas, momentos que
rasgaban en dos su maltrecha alma, momentos que la sanaban.
Experimentó heridas
tan profundas que cuando volvía todo en lo que podía pensar era en recuperar el
balance, el control, y en lo que tenía que hacer. Pero pronto, las heridas se
acumularon una sobre la otra, y de la más absoluta desesperación, pronto nació
la fuerza y la determinación. Y de su fuerza y sabiduría de tantas vidas,
pronto surgió el sentido de su poder.
No era fácil
cambiar el destino, pero si había una razón para su maldición sería la de hacer
algo al respecto. Así que lo hizo.
Se levantaba
todos los días a las cuatro de la mañana, sin excepción, corría por media hora
y volvía para ver su cronograma.
Había cosas muy
inofensivas en su lista. Servir la comida para su perrito y mantenerlo
caliente, sabía muy bien cuánto odiaba el piso frío bajo sus paticas, charlar
con la vecina anciana a la que nadie más acompañaba, esas cosas eran más
sencillas. Pero mientras más merodeaba, más compleja y difícil se volvía su
lista.
Luego había
cosas mucho más complejas en la lista. Mucho más oscuras. Cuando podía evitarlo,
lo hacía. Cuando podía halar a una persona hacia atrás para evitar que la
pierna de un atleta quedara irremediablemente lesionada, o entretener a una
distraída dependienta de tienda unos minutos más para evitar que estuviese en
el lugar equivocado en el momento equivocado simplemente lo hacía.
Pero había
ocasiones en las que tenía que ensuciarse las manos. Volver a experimentar el
dolor que ya había sentido, pero visto por fuera, sentarse al lado de las personas
a las que no había podido salvar, sujetar su mano y permitir que su compañía
fuera un bálsamo que les permitiera salir de las tinieblas.
Pero fue de la
más cenagosa oscuridad que vino su consuelo. Fue un hombre despreciable, que
por fortuna o mala estrella se encontrara con ella en una de sus muchas vidas
de merodeo, ese hombre malo que disfrutaba tanto de su maldad que ya no era
parte de las almas de los hombres, ese sería el que habría de terminar con su
interminable peregrinar.
Y yaciendo ahí,
con las heridas mortales sangrantes y el rostro de su atacante observando con
placer sus ojos, absorbiendo la perfecta mueca del dolor y la agonía. Con las
manos pálidas y trémulas, tomó su rostro entre las manos, y con su último
aliento, se adentró con desesperación en la pestilente maldad de su alma, atándolo
con su último suspiro en un laberinto de vidas dentro de su propia mente.
Cuándo los
encontraron, había dos cuerpos inertes, uno respiraba y sufría. El otro no.
No hay comentarios:
Publicar un comentario