Por Matías Raña.
El amor poco tiene que ver con las citas, con el protocolo de conquista, con la ansiedad que genera esa mano que no se anima a tocar la otra mano pese al manto de oscuridad que proporciona una sala de cine. El amor no juega ningún papel cuando una de las partes se queda de veinte a treinta minutos de pie, con el celular en la mano, de frente a la heladera de su casa cual autista, debatiéndose si debe enviar ese mensaje de texto que dice “te extraño”, por miedo a quedar como una persona desesperada. No fue amor lo que llevó a Melenao a pelear por Helena, desembarcando en Troya con un ejército temible. ¿Podríamos llamar amor a la relación de Hamlet y Ofelia? El amor, pensó Elena – como la griega, pero sin la muda consonante delante -, es un detalle ínfimo escondido entre miles de circunstancias cotidianas que se confunden fácilmente con el sentimiento tan anhelado.
El amor poco tiene que ver con las citas, con el protocolo de conquista, con la ansiedad que genera esa mano que no se anima a tocar la otra mano pese al manto de oscuridad que proporciona una sala de cine. El amor no juega ningún papel cuando una de las partes se queda de veinte a treinta minutos de pie, con el celular en la mano, de frente a la heladera de su casa cual autista, debatiéndose si debe enviar ese mensaje de texto que dice “te extraño”, por miedo a quedar como una persona desesperada. No fue amor lo que llevó a Melenao a pelear por Helena, desembarcando en Troya con un ejército temible. ¿Podríamos llamar amor a la relación de Hamlet y Ofelia? El amor, pensó Elena – como la griega, pero sin la muda consonante delante -, es un detalle ínfimo escondido entre miles de circunstancias cotidianas que se confunden fácilmente con el sentimiento tan anhelado.
Ella ya había
decidido que no iba a intentar muchas movidas más en ese campo. Algunas noches
extrañaba un compañero de cama, pero había encontrado reemplazos que no le
preguntaban, momentos después, si el yogurt que había en la heladera estaba
vencido. Otras veces se encontraba con algún compañero cuyos códigos de
convivencia transitoria incluían levantar la tapa del inodoro y acertar al
blanco elemento sanitario. Así mantenía un sano equilibrio entre su trabajo, la
carrera mil veces postergada de Relaciones Públicas, una madre hipocondríaca
con un severo caso de “necesito un nieto antes que mi espalda no pueda
cargarlo”, y un grupo de amigas con una obsesión por el anillo dorado que deja
a Golum como un niño de pre-escolar.
Pese a esto,
aceptó la invitación de Nicolás, un ex compañero de la facultad que la llenó de
mensajes por Facebook y celular. No fue la insistencia, no fue la ductilidad en
la redacción de los mismos – “dale
morocha, ¿xq no me das 1 chanc”- ni siquiera una cuestión de atracción
física, ya que Nico no se acercaba a su canon de belleza ni tomando un atajo.
Aceptó la invitación para acallar los rumores sobre la elección “consciente” de
convertirse en una tía solterona, en una vieja bruja incapaz apasionada por los
exámenes médicos, en una alimentadora compulsiva de palomas callejeras. Nicolás
era un placebo para su grupo social, la prueba fehaciente de su buena voluntad
para sociabilizar con el sexo opuesto a un nivel íntimo. Era su fachada. El
crimen perfecto.
Tampoco Nicolás
buscaba a su Dulcinea. En sus años mozos se la pasó intentando meterse debajo
de cuanta falda pudiera. Tenía un humor tan naif que hasta los profesores no
podían evitar jugarle bromas que jamás entendía. Pese a esto, sumó conquistas
insólitas, de esas que provocan a quienes se enteran un sentimiento de alegría
por lo épico. Es mítica la anécdota de Silvana, una ex modelo devenida en
alumna condecorada en Medicina. Rebotó a tantos hombres con propuestas de lo
más diversas, estableciendo su reputación de “imposible”. Reputación que
Nicolás derribó una noche de boliche, cuando consiguió alejarse con ella hacia
la zona de los reservados. Para darle más crédito al improbable Adonis, Silvana
era abstemia. El alcohol no jugó ningún rol en la toma de la Bastilla.
Algo tenía el
muchacho. Era el placebo perfecto.
Sin expectativa
de ningún tipo en cuanto a la salida, eligió una pollera que apenas llegaba a las
rodillas, pero que resaltaba sus curvas aún intactas. Una camisa turquesa y
algunos accesorios – no muchos, ni pocos, los necesarios – complementaron el
atuendo. Se admiró frente al espejo y decidió que no se veía como una mujer
desesperada por compañía. Juntos a las palabras adecuadas, no había posibilidad
que Nicolás interpretara aquella salida como un indicio de apertura a la
seducción. Sería, entonces, una mera salida con un ex compañero de facultad,
para rememorar viejas épocas, reírse un poco y volver a la comodidad del
colchón y el aire acondicionado antes de las doce de la noche.
Tan sólo cuatro
cuadras, cuatrocientos metros insignificantes la separaban del bar en el cual
debía encontrarse con Nicolás. Pero desde los primeros cuarenta, todo empezó a
torcer el rumbo. En la primera cuadra descubrió que se había puesto unas medias
de nylon demasiado finitas. No pasó más de un minuto hasta que un arbusto
traicionero estiró una rama y le hizo un tajo en la prenda que se veía desde la
esquina. No le dio mayor importancia, se repitió como un mantra que no tenía
más intensiones que charlar, no impresionar a su cita.
La segunda
cuadra le reparó una segunda sorpresa: el tacón de su zapato izquierdo se
inmoló en un pequeño bache, agujero urbano que en cualquier otra circunstancia
no hubiera significado obstáculo alguno para su firme andar. El sacudón del
cambio de equilibrio fue brusco, lo cual hizo que el broche que sostenía su
cabello en un sobrio rodete saliera despedido, revelando la naturaleza salvaje
de sus ondas. Pronto no tardó en absorber la humedad veraniega del exterior, y
comenzó a inflarse cual pochoclo.
Renqueante,
duplicó el tiempo que habitualmente le llevó hacer los cien metros que componen
una cuadra. Descubrió que el terreno de las veredas, con el enorme mosaico de
baldosas de distintas tramas, fisuras y hasta promontorios en miniatura era una
pista de rally para aquellos que no disponen del calzado adecuado. Ir descalza
no era una opción, los fines de semana cientos de esquirlas de vidrio copaban
los caminos, en una prueba fehaciente del desprecio que tiene Dios para con las
mujeres que usan tacos endebles. El reflejo de una enorme vitrina le devolvió
la imagen de un león antropomorfo desgastado, rengo y con cara de pocos amigos.
El conductor de
una camioneta reparó en la tan peculiar mujer, frenó la marcha, bajó la
ventanilla y largó una de esas poesías guarras citadinas carentes de gusto
alguno. “¡Si te agarro yo te dejo igual mamita, pero por lo menos te llevo en
auto hasta tu casa!” Aceleró, tras reírse solo, dejando a Elena de mal humor, y
con un renovado odio hacia los conductores con labia de troglodita.
En la tercera
cuadra, el trayecto se convirtió en una odisea digna de una película de los
hermanos Farrely: un paseador de perros, con su jauría excitada, copó el escaso
ancho de la pasarela. Fue una aparición sorpresiva, el hombre salió del palier
de un edificio con los canes, y le interceptó el paso. Auriculares de por
medio, clavó la vista en el suelo y avanzó hacia ella, que intentó una maniobra
fútil para esquivarlos. No funcionó. Un enorme weimaraner gris, más simpático
que inteligente, entendió que el agitar de los brazos de Elena eran una
invitación a unos mimos, y no un desesperado intento por mantener el
equilibrio. Se paró sobre sus cuartos traseros y apoyó sus enormes patas en el
pecho de la mujer, que cayó al suelo con un golpe sordo. Dos lambetazos más
tarde, la mujer se encontró con el nuevo estampado de su camisa en forma de
huella perruna, el maquillaje corrido por el amor del animal, y la imagen de si
misma derrumbada.
Sacó fuerzas de
algún lugar desconocido avanzó, renga, con un peinado leonino, las manchas del
perro, la media de nylon rotas, maquillaje corrido y un nuevo aprecio por el
sillón de su casa y la televisión de treinta y dos pulgadas, cuestionando a
cada torpe paso por que no daba media vuelta y, con dos mensajes de texto le
encajaba una excusa al muchacho para cancelar la salida. Si al final, ni amigos
eran.
“Es un tipo que
me quiere llevar a la cama, nada más que eso, y yo que no tengo ganas ni de
comer una lata de atún, menos ganas tengo de bancarme sus estrategias idiotas
para seducirme. Aparte, me va a ver y se va a reír por dentro, va a pensar que
soy una loca, que mi casa está habitada por gatos viejos que dominan mi vida,
que ni siquiera tengo autoestima suficiente para arreglarme bien un sábado a la
noche.”
Le quedaban unos
sesenta metros ya, eternos, dolorosos, un poco humillantes. Divisó la figura de
Nicolás a lo lejos, de pie, con su porte un poco encorvado y los lentes enormes
– “ahora tan de moda por esos retrógrados que se creen cool”, pensó ella – y
una impaciencia traducida en el rítmico repiquetear de su pie derecho contra la
vereda. “Puntual el muchacho. Por lo menos la salida va a durar menos si no
tengo que esperarlo.”
Casi arrastrando
la pierna más corta, reprimiendo unas lágrimas de impotencia ante la risa
maliciosa de dos mocosas, llegó ante el hombre. Le tocó el hombro para sacarlo
de su universo, ya que Nicolás estaba silbando alguna melodía insulsa con la
vista clavada en algún punto cardinal que ella ya no podía identificar. Lo
primero que Elena vio, cuando él giró la cabeza para enfrentarla, fue su
reflejo en los cristales. “Esto es peor de lo que pensaba, es un papelón con
todas las letras, en mayúsculas y resaltadas.”
“Perdón por la
demora.” Escupió, con la furia de Hefestos tras descubrir que le habían birlado
el fuego. Alguien pagaría las consecuencias, y ese alguien era el pobre e
inocente Nicolás. Lo supo desde que abrió la boca para largar un saludo que
nunca llegó. “Fue un camino bastante accidentado, disculpa.”
Entonces, algo
cambió. Con un movimiento torpe e inocente, Nicolás sacó su mano de la espalda
y le entregó dos rosas, una blanca y otra roja, envueltas con ahínco en papel
celofán. Elena notó el rubor en las mejillas del hombre, el temblor del brazo
estirado, la desesperación ante la expectativa de saber si ella recibiría el
agasajo o no. La tomó por sorpresa, completamente por sorpresa.
Tal era su
estupor, que no amagó siquiera a recibir el regalo. Ella, desarreglada por una
lluvia de calamidades, se había calzado un refuerzo extra a su armadura, que
cedió ante el gesto tierno de su cita.
“Sé que puede
sonar ridículo, y que hace mucho que no nos vemos ni hablamos, pero quiero
decirte que estas mucho más hermosa de lo que me acordaba Elena.”
¡Alerta!
Lagrimales trabajando, humedad en los ojos, emoción a flor de piel. ¡Abortar!
¡Abortar!
Pero no pudo
abortar. Se emocionó. Nada le indicaba que aquella frase, dicha con soltura,
pero con vestigio de timidez, encerrara otra intensión que la de manifestar un
pensamiento añejo, encarcelado. Aquella oración le sonó al grito de libertad
del alma, y se sintió honrada. Por ahí no era un tipo que se la quería llevar a
la cama y nada más, por ahí Nicolás tenía planes más profundos que una simple
sesión de sexo y después volar como polilla saciada. ¿O tan bajo podía caer un
hombre para decirle a una mujer de tan castigado aspecto que era bella? No
recordaba a su ex compañero como un cínico, ni por error.
Nicolás se puso
del lado rengo de Elena, y se ofreció como muleta. Ella aceptó, junto al
pañuelo de papel que él le extendió para que se limpiara el maquillaje corrido.
El contacto de aquella mano sobre la cintura le provocó una linda sensación,
nada erótica, sino más hermosa aún: sintió que era correcto que él la agarrase
por aquella zona geográfica de su cuerpo. Apoyó el peso de su cuerpo
desequilibrado en él, y los dos se adentraron al bar.
Ya no le importó
la mirada curiosa de cuanta persona cruzaron. Ni siquiera reparó en el tono
petulante de la mesera, mucho más joven y presentable que ella en aquel
momento.
“Lo que sí,
Elenita, me vas a tener que contar contra cuantos soldados persas te
enfrentaste hasta llegar hasta acá.” Dijo él, desviando la mirada de inmediato,
con el temor a haber arruinado la cita por aquel chiste insulso. Sin embargo,
ella sonrío, y a eso le siguió una risa que fue subiendo de volumen.
Los nervios de
él se calmaron.
Ella giró la
cabeza, un poco avergonzada, y se descubrió coqueta pese a todo.
La cita comenzó,
contrario a todo el trayecto de ida, con el pie derecho y paso firme.
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