Por Héctor Priámida Troyano.
Cuando llego, se ha ocultado el sol, y el ruinoso hospital se
halla iluminado con una tonalidad espectral. Las lámparas fluorescentes
parpadean cansadas, emitiendo unos guiños que no logran disipar por completo
las tinieblas. Las sombras se agolpan a ambos lados del pasillo por el que
camino, agazapadas como bestias dispuestas a saltar sobre su presa al menor
descuido. Parecen arañas prestas a extender sus redes y a inocular el veneno en
sus víctimas.
«Pater noster, qui es in caelis», rezo angustiado para
mis adentros. «No me desampares, Señor. Ya tomé mi decisión. No me dejes que vacile ahora.»
Las pesadas puertas que
bordean el lóbrego corredor del pabellón de alienados van cerrándose, con
violencia, una a una, produciendo un sonido ensordecedor. Hace tiempo que
concluyó la hora de las visitas —pocas, me temo, reciben la mayor parte de aquellos
desgraciados: el mundo olvida rápido a los miserables en su encierro—, y los celadores realizan
con eficacia su trabajo, clausurando todas las entradas. Escucho el ruidoso rechinar
de los cerrojos oxidados y los gritos de los locos enclaustrados: el estruendo de
esa sinfonía macabra me aturde. Sacudo la cabeza con energía para despejarme: porque
jamás ha habido en mi vida otro momento que requiera que conserve la mente más lúcida.
«Adiuva me, Domine!», imploro. Me da miedo orar en voz alta: el demonio es astuto, y no quiero
alertarlo. La serpiente vigila siempre al acecho, y debo sorprenderla. Por
fortuna, en este instante duerme desprevenida: pues no advierto aún el olor del
azufre.
Solo permanece abierta
la puerta de una habitación. Allí donde desde ayer continúa sufriendo su tormento
mi desvalida paciente.
Se me parte el
corazón al pensar en sus padecimientos: ¿qué crimen tan terrible ha cometido la
pobre inocente? Un angelito de apenas cuatro años, al que no se le puede
achacar ninguna culpa sino la del pecado original. Políticos corruptos —¡menuda
redundancia!—, maridos maltratadores, esposas adúlteras, drogadictos
degenerados, asesinos y psicópatas serían candidatos más dignos para aquel
suplicio. A pesar de mis insignes estudios y de mis conocimientos de Teología,
a menudo no alcanzo a entender los designios de Dios, y me rebelo ante las
injusticias del mundo y los sufrimientos de la gente de bien, pero no soy quién
para dudar de las razones del Creador. A este humilde siervo le corresponde únicamente
acompañar a mis semejantes en su dolor y entregar hasta el último suspiro
intentando confortarlos.
—Buenas
noches, padre —me dice el empleado, distinguiendo desde lejos mi sotana en la penumbra
fantasmal del crepúsculo.
De cierto que el
hombre aguarda con impaciencia mi venida, deseoso de acabar su ingrato servicio.
Imagino que en su hogar le saldrán al encuentro una mujer amante y unos hijos
cariñosos, y envidio su suerte, puesto que una felicidad igual es una bendición
que nos está vedada a los que profesamos nuestra vocación. A mí, en cambio,
nadie me añora en la casa parroquial, y sospecho que, luego de los bárbaros sucesos
que se desencadenarán enseguida, el universo entero se apartará de mí con
repugnancia y mi persona quedará condenada.
Entro en el
cuarto y observo que se trata de una estancia acolchada.
«Tarde te han
trasladado», constato con amargura. «Mas descuida: muy pronto nadie podrá causarte
daño.»
—Buenas noches
—contesto al saludo en un susurro, a fin de no despertar al monstruo.
Un almohadillado
blanco salpicado de manchas parduscas recubre en su integridad los muros
decrépitos. Una precaución inevitable después de lo sucedido en la sesión anterior.
Condenados médicos, que no saben distinguir ni dónde tienen la nariz. Ha sido
preciso que la chiquilla se rompa el cráneo para que me hagan caso.
«Pero no le
han atado a la cama los brazos ni las piernas…», aprecio con desaliento. Les insistí
en que, tras lo acaecido, era una medida imprescindible, pero conjeturo que la
han juzgado demasiado cruel. O bien, que desprecian la naturaleza del peligro
que nos amenaza. Doctores de mierda, tan pagados de sí mismos y de su supuesta
ciencia. ¿Acaso no comprenden la atrocidad que está ocurriendo aquí? No creen
lo que ven con sus propios ojos, así les pateen el trasero. No tienen ni idea
de la magnitud del enemigo al que nos estamos enfrentando.
(La niña —no,
ella no: la sabandija que se ha apoderado de su ser— se había agitado frenética
ante mis conjuros.)
—Le estaba
esperando. ¿Necesita algo antes de que me marche?
(¡Cállate, jodido marica!, había
exclamado el diablo con una rabia homicida. Los espumarajos burbujeaban en
pompas verdes del tamaño de una pelota de golf.
«Por la
autoridad que me ha conferido la Santa Madre Iglesia, ¡yo te expulso, gusano abyecto!
¡Libra de tu infección a este vástago del Señor!», le ordené acercando el
crucifijo al rostro de la muchachita.
¡Cierra de una vez el pico o la perra morirá!
«Lucifer, Príncipe
de la Inmundicia, ¡en el nombre de Dios Todopoderoso, te exijo que quites tus zarpas
de esta alma y resplandezca su pureza!», seguí conminando al maligno ente, imperturbable
ante sus intimidaciones.
¡Mataré a la zorra y desparramaré sus putos sesos
a tus pies!)
—Nada, hijo. Gracias.
Puedes retirarte. Traigo conmigo todo lo que me hace falta.
(Un enjambre
de moscas surgidas de la nada había invadido de repente la sala y me atronaron
con su demencial zumbido. Me mordían los ojos y las orejas y trataban de metérseme
en tromba por la boca, para hacerme enmudecer. Me sentí exultante de alegría,
pues interpreté aquella agresión como una señal inequívoca de que el triunfo se
acercaba, de que Satanás se hallaba acosado, en riesgo de ser vencido. ¡Qué iluso!
¡Cuán equivocado me hallaba!
«Vade retro! Por el poder de la corte
entera de arcángeles y querubines, ¡regresa a la sima en que radica tu morada y
canta en el abismo las alabanzas del Altísimo!», proseguí recitando las
imprecaciones del ritual, mientras escupía, asqueado, puñados de insectos y
contenía las náuseas.
¡Que te follen, cucaracha con faldas!,
chilló el infernal engendro con palabras casi ininteligibles, deformadas por la
cólera.
La cría sustituyó
sus espeluznantes muecas por una sonrisa siniestra. Se arqueó sobre el lecho de
una forma horrenda —oí crujir sus huesos, ¡lo juro!, a punto de descoyuntarse—,
y gruesos cuajarones de su saliva, un líquido grumoso y abrasador, regaron mi cara.
¡Te lo advertí, cabrón!, aulló el espíritu.
La poseída experimentó
una furiosa convulsión y se desplomó sobre las sábanas, empapadas en un amasijo
de sudor, heces y mocos. De súbito, se elevó sobre las mismas y, con una
velocidad vertiginosa, levitó hasta el techo y, dando un brusco viraje, se estrelló
contra una de las paredes. ¡Por los clavos de Cristo!, todavía me estremezco al
recordarlo: una vez —¡clonc!—, y
otra, y otra —¡clonc!, ¡clonc!,
resonaron los espantosos golpes—, en medio de una lluvia de sangre horripilante.
Hasta que, reconociendo la derrota, interrumpí la ceremonia del exorcismo y los
facultativos acudieron para curar a la herida y remeterle el cerebro por la
fractura.)
Sin embargo, si
consigo el éxito, nada de esto se repetirá a partir de hoy.
«Confía en mí,
pequeña», musito al oído del torturado cuerpecito que yace lastimosamente
envuelto en vendas, ofreciendo el aspecto de una momia diminuta. «No volveré a
fallarte», añado.
La escasa
porción de carne que las tiras dejan al descubierto está amoratada y magullada.
Acaricio sus mejillas con ternura y le prometo que no habrá más lucha. Poso un
beso sobre su frente y la fiebre que consume a la desdichada quema mis labios.
Le aseguro que este no será un descanso más entre combate y combate; que no voy
a fracasar de nuevo. Que en esta ocasión el reposo será eterno.
Soy consciente
de que he de apresurarme, no vaya a presentarse algún enfermero entrometido a
frustrar mis planes. Tengo que actuar con urgencia: antes de que la bestia se
aperciba de mis propósitos.
Aun así, le dirijo
una postrema mirada a la infeliz criatura y me concentro en reunir mis maltrechas
fuerzas. La niña es toda piel y pellejo. El Mal la está devorando. Si no la
salvo de inmediato, acabará ahogándose en sus espesos vómitos. O las costillas
terminarán por rajar su piel. Esa superficie tierna que aparece surcada por llagas
que dibujan obscenidades capaces de sonrojar incluso a la más envilecida de las
prostitutas.
La compasión
desgarra mis entrañas.
Además, existe
una cuestión diferente que también me inquieta… Se rumorea que en el palacio
episcopal están descontentos con la manera en que estoy llevando este asunto. No
me importa caer en el pecado y quizás sea cierto que me ha poseído el demonio
de la vanidad. No obstante, no permitiré que me arrebaten el caso y que se lo
encomienden a otro: la nena es responsabilidad mía. Exclusivamente. ¿Así se me
retribuyen mis desvelos? ¿Mis inmensos sacrificios? ¡Estúpidos ingratos! Ni a viajar
me atreví para acompañar en la agonía a mis padres, con tal de no desatender
mis obligaciones hacia las ovejas de mi rebaño.
Y menos voy a
consentir que se lo traspasen a ese gilipollas de Callahan. Ese cura de
pacotilla: siempre detrás del obispo, con la lengua fuera, ascendiendo en la
jerarquía a fuerza de chupar todos los culos con casulla que se le ponen por
delante. No. No me privarán de mis derechos. ¡No lo toleraré!
Procuro
infundirme ánimo: un supremo esfuerzo y el horror se habrá esfumado.
Aspiro una
bocanada profunda de aire. Retrocedo hasta el umbral y busco en mi maletín el
instrumento liberador. Aparto con ira el hisopo y las inútiles ampollas de agua
consagrada.
«Tranquila,
hijita. Yo te sanaré de la abominación. No te abandonaré en manos ajenas.»
Aferro ansioso
el cuchillo. El arma se me resbala a causa del sudor que baña mis dedos y la
agarro con desesperación. Aprieto la empuñadura hasta hacer palidecer mis
nudillos y blando su filo en el aire. No debo flaquear en este trance decisivo:
en un instante la pequeña quedará libre de su martirio.
FIN
NOTA:
«El Edén De Los Novelistas Brutos» te informa de que debes escribir un relato del género de terror para competir en el Mundial que estamos realizando.
El texto debe estar escrito en Times New Roman 12, interlineado sencillo, predeterminado del word, con una extensión mínima de dos hojas y un máximo de cuatro, ni más ni menos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario